Es 7 de julio de 1992 y una multitud imposible se abalanza sobre un ataúd que, envuelto en la bandera gitana, es llevado en andas. El sol raja ese pedazo de tierra gaditana al sur de España y rajan también los gritos: de dolor, de alegría, de cante flamenco.

Nació como José Monge Cruz en 1950 en San Fernando, Cádiz. Séptimo de ocho hermanos, hijo de Juana Cruz, canastera y cantaora, y Luis Monge, obrero de la herrería y el yunque. Y murió como Camarón de la Isla –o simplemente Camarón– aquel día caluroso de julio en su último regreso al terruño. El apodo, de una vez y para siempre, se lo acuñó su tío: “Tan rubio, tan blanco, tan menudo, que su tío Joseíco le llama Camarón”. Más de una vez cantó “mi niñez era la fragua, yunque, clavo y alcayata”. Y el documental Camarón, flamenco y revolución dirigido por Alexis Morante, recientemente estrenado en Netflix después de un estreno a salas llenas en el circuito comercial español, recorre esa parábola vital del cantaor más importante en la historia del flamenco.

Para ello Morante se vale de pocos recursos. Pero vaya que los hace rendir: material de archivo –hay pasajes incunables, simplemente bellísimos–, canciones, algunas ilustraciones y caricaturas, planos cenitales de caballos andando y ríos, sobre todo utilizados como “separadores”, y la narración ideal, bravucona y sentida del actor sevillano Juan Diego, voz en off que guía y anima el documental. Su modo de contar lo carga de vitalidad y fuerza. Porque grita, se enoja, putea, anima, se contradice, balbucea. En las entrevistas previas al estreno español el director lo dijo: tenía en mente la manera de contar de Johnny Depp en When The Music’s Over sobre The Doors.

Algunos de esos pasajes incunables salieron de una caja con varios VHS que “La Chispa” le cedió a Alexis. Dolores “La Chispa” Montoya tenía dieciséis, Camarón veinticinco cuando se casaron. Fiel al estilo gitano, el hermano del cantaor pidió la mano al padre. No sólo la compañera de Camarón fue vital: los hijos se mostraron abiertos al trabajo del director. Por ejemplo, algunas imágenes: su madre a puro cante jondo –repetidas veces dijo que fue su más grande maestra– en el hogar, una breve entrada en Torres de Bermejas (Madrid), él en plena misa en una Iglesia Evangélica durante sus últimos años. “Era escucharlo a él y todo el mundo engloriado” cuenta Rancapino, cantaor y amigo de la infancia.

San Fernando de Cádiz, Madrid, Sevilla. Morente ubica esos tres puntos referenciales y sobre esa especie de guía se hilvana el derrotero musical y personal de Camarón. San Fernando: nacido en la parte pobre de la ciudad, educado en los salones subterráneos del colegio, el lado indecente, los primeros cantes en La Venta de Vargas –“comenzando sin saberlo la carrera más espectacular en la historia del flamenco” a decir de Juan Diego. “¡Vamos, hombre! ¿Cómo va a cantar bien un rubio, Juan, coño?” cuentan que dijo Caracol ante la insistencia de que escuchara cantar a ese “chiquillo”. Madrid, 1968: su llegada al clásico tablao Torre de Bermejas y la yunta con Paco de Lucía grabando más de una decena de discos. En algún momento de esos años el dueño de Torres de Bermejas envió a Polydor una grabación de Camarón: “Ese hombre no tiene futuro en el flamenco” responden. “¡La leche que mamaron!” se escucha a Juan Diego. Sevilla, 1977: la llegada a esa ciudad que ardía, el encuentro con toda una nueva camada de músicos jóvenes descontrolados por el flamenco pero también por otras músicas. Ansias que también sentía el gaditano.

Pero antes, vale volver a Madrid. A Camarón y Paco. De verlos en los pasajes del documental queda una de muchas preguntas flotando. Por el encantamiento de esos dos que, como brujos, parecían hechizar: ¿de dónde venía ese canto rabioso que salía de esa bocota de Camarón? Y Paco, ¿cómo podía tocar así, cómo esa caja llena de aire cruzada por seis cuerdas sonaba como una orquesta endiablada? Como si fuera una de sus mejores piezas, la historia y el universo –y las interminables noches madrileñas– fraguaron esa unión sin par. Encontrarse con el decir calmo y sosegado de ambos es conmovedor. Y el amor que se le va de los ojos a Paco cuando describe a su ladero mejor. “El impacto fue tan fuerte. Ha llegado el Mesías. ¿Esto qué es? Yo no podía imaginar que alguien pudiera cantar así” dice. Se habían conocido una noche –en que ambos venían de largas noches– en Torres de Bermeja. Hacia los últimos años las cosas entre ellos no iban bien. Rencillas viejas y no tanto que no se saldaron del todo. “¿Qué pasa, maricón?”, “Maricón tú” dicen que se dijeron al coincidir en un hotel. Y así recomenzaron los dos, abrazados. A ellos y a esa música rabiosa. Y graban Como el agua (1981). “La voz de Camarón evoca por sí sola la desolación de su pueblo” se escucha a Paco en otro pasaje.

Ahora sí, entonces, a demorarse en Sevilla. A su llegada se encuentra con aquellos muchachos: Tomatito, Kiko Veneno, Raimundo Amador, un percusionista brasilero que solía corretear desnudo, entre otros. Y allí y así –bajo la producción de Ricardo Pachón, hombre clave en la historia del flamenco– graban La leyenda del tiempo (1979): disco sin parangón en la historia del flamenco, puro magma que abreva a la vez en lo gitano y en el rock. A su edición, el disco dialogó en tiempo presente con la música que pasaba a su alrededor en ese momento: es un disco de música flamenca que se pasea por varios de los palos –estilos– del género: bulerías, canto por soleá, tanguillos. Pero casi todo está matizado por una paleta que apunta al sonido del rock: todos esos palos se electrifican: hay sintes, pianos, percusiones, baterías, guitarras eléctricas, sitar. Lacónico y fumando, Camarón aparece en una entrevista televisiva: “Yo opino que los que lo han escuchado y no les gusta mucho, creo que tienen que escucharlo más porque está muy bien conseguido. Yo el flamenco puro lo llevo dentro, lo tengo dentro, entonces lo saco cuando quiero”. Aquel disco abre con García Lorca –una increíble versión del poema que le da título– y cierra con García Lorca, Nana de la batalla grande. De alguna manera, la irritación que generó aquel disco puede compararse al “¡Judas!” que le espetaron a Dylan cuando electrificó su sonido. Lo mismo aquí. Que no era flamenco. Que no cantaba. Que no tenía nada que ver con las raíces gitanas. Que se había vendido. Justo él. Lo mismo: el tiempo puso las cosas en su lugar. En aquellos días, insistentemente le preguntaban por ello. Y las respuestas, por ejemplo, eran así: “La pureza no se puede perder nunca cuando uno la lleva dentro de verdad. Lo único que veo es que la gente no me comprende como yo canto. Mi manera de sentir, la gente no la ha entendido. No le echo cuentas, yo voy a mi aire”. Lo dicho: la calma, el sosiego con que dice cada una de esas cosas es asombrosamente genuina. Quemó las naves del flamenco y las dejó en llamas durante un buen tiempo.

El documental también se ocupa de los pasos más erráticos de Camarón: unos bolos fallidos demasiado estereotipados en el cine español, su paso por la cárcel, sus metejones y recaídas con la heroína. De alguna manera: su propia temporada en el infierno. Con “unas copitas de más” y con el fumo cerca. Así gustaba de cantar Camarón. Antonio de Mairena, Manolo Caracol, Tomate, Tomatito, Paco: todos nombres enormes de esta música que, sin embargo, parecen gravitar alrededor de este hombre. Varios años después la edición española de Rolling Stone recogió el guante y fue tapa en diciembre de 2013. Hacia el final se encarga del Camarón consagrado a nivel planetario; con escala en el Cirque d’Hiver de Francia (1987) y el Festival de jazz de Montreaux (1991), sus nuevos trabajos con Paco, su enfermedad: terminaría muriendo por un cáncer de pulmón. Era un fumador empedernido, único exceso del que no quiso librarse.

Antes de morir dejó una nota: “Dense cuenta que estamo viviendo una vida mundiana que no merese la pena vivir. Porque es mui bonita la vida y tu ties que fortalecerte y tener clonpleta fes en Dios y en ustedes mismo. Con simpatía y cariño. De este que lla es libre. Camarón”. ¿Vale?.