Antonio Gramsci es sin duda uno de los marxistas más importantes del siglo XX. A pesar de no haber escrito libro alguno, nos ha dejado una infinidad de artículos, documentos, cartas y notas redactadas tanto durante su etapa juvenil de periodista y dirigente comunista, como a lo largo de los diez años de encierro padecidos a manos del fascismo, por lo que al decir de José Aricó, sus textos constituyen un “cortaziano modelo para armar”. Pero más allá de esto, hoy muchos de sus conceptos resultan de uso corriente en las Ciencias Sociales, a la vez que son parte del acervo de analistas políticos y periodistas, así como de militantes de partidos de izquierda, sindicatos de base y movimientos populares de América Latina, e incluso de otras latitudes del sur global. 

Gramsci toma distancia de las visiones que definen a la cultura y lo político como meros reflejos de la infraestructura o “base material” de una sociedad, o aspectos secundarios en el estudio y la transformación de la realidad. A contrapelo de estas lecturas deterministas, postula que el hacer y el pensar, lo objetivo y lo subjetivo, son momentos de una totalidad en movimiento, que sólo pueden separarse en términos analíticos, ya que configuran un abigarrado bloque histórico en el que se articulan y condicionan de manera dialéctica, complejo proceso éste que no puede explicarse únicamente desde la esfera económica (a la que, por cierto, no desestima).

Tampoco concibe al poder como mera fuerza física ni pura represión. Si bien esta arista oficia de límite último y garante del orden, considera que es fundamental entender al Estado de forma integral, es decir, como una combinación de violencia y consenso, o “hegemonía acorazada de coerción”. El poder deja de ser una “cosa” que se toma y manipula, para caracterizarse como una relación de fuerzas entre clases y grupos antagónicos, en un plano macro-social y también a nivel molecular, lo que permite hacer visible el carácter político de aquellos vínculos, lenguajes y prácticas que se presumen neutrales o exentas de conflictividad.

La hegemonía, en tanto concepción del mundo arraigada en -y co-constitutiva de- la materialidad de la vida social, busca construir un consenso activo alrededor de los valores e intereses de las clases y grupos dominantes, que son internalizados como propios por el resto de la sociedad, deviniendo “sentido común”. Campo de lucha dinámico e inestable, lo hegemónico es habitado, confrontado y recreado por quienes resisten a una condición subalterna. De ahí que Gramsci destaque el rol que cumplen las instituciones de la sociedad civil (entre ellas los medios de comunicación y el sistema educativo) como “trincheras” donde se disputan sentidos, y a través de las que se difunden un conjunto de ideas, pautas de comportamiento y expectativas que contribuyen a sostener y apuntalar -o bien a erosionar e impugnar- un entramado de relaciones de dominación que, además de capitalistas, son patriarcales, racistas y adultocéntricas. 

Como advertencia frente a posiciones iluministas y distantes de las necesidades y anhelos del pueblo, llegó a escribir en sus notas carcelarias que “los intelectuales creen que saben, pero comprenden muy poco y casi nunca sienten”. Precursor del diálogo de saberes y de la pedagogía de la escucha, se cuidó de no romantizar a las clases subalternas, pero tampoco desestimarlas como protagonistas ineludibles en la creación de una nueva cultura, que involucra una profunda “reforma intelectual y moral”. La revolución, lejos de ser un evento futuro y lejano, tiene su germen aquí y ahora, en cada resquicio de la vida cotidiana donde se prefigura la sociedad del mañana. Por eso necesitamos de Gramsci: para desnaturalizarlo todo.

Hernán Ouviña: Politólogo y Doctor en Ciencias Sociales. Profesor titular del Seminario “Teoría y praxis política en el pensamiento de Antonio Gramsci” e Investigador del IEALC/UBA