Una advertencia de entrada: quien se acerque a ¿Quién mató a los Puppets? buscando una recreación contemporánea de Los Muppets, que mejor se quede en casa. Aquí no están las canciones pegadizas, ni el espíritu anarco–familiar, ni mucho menos la voluntad colectivista y amistosa de la rana Kermit (ex René), la cerdita Piggy, el oso Fozzie y el resto de la troupe de marionetas creadas por Jim Henson a mediados de los ‘50 y conocidas a raíz de Plaza Sésamo y The Muppets Show. Tampoco ese humor inocente y metadiscursivo en el que se movieron los programas televisivos y las películas. De aquel universo queda apenas la idea de un mundo en el que humanos y marionetas conviven en un mismo plano, con la salvedad que ahora los felpudos son ciudadanos de segunda categoría. Lo son en el sentido más cruel y político del término, convertidos en víctimas de redadas, sospechas y menosprecios constantes por parte de la mayoría de carne y hueso. Y como en todo mundo violento y marginal, las drogas y el sexo son, antes que ocasionales placeres, monedas de intercambio. De (y sobre todo con) eso se ríe ¿Quién mató a los Puppets? Y vaya si se ríe.

Brian Henson es uno de los hijos de Jim. A principios del milenio creó un show que mezclaba improvisación y un humor escatológico, sexual, políticamente incorrecto y revulsivo. El espectáculo pasó por teatros y tuvo una adaptación audiovisual como serie web, y ahora llega a la pantalla grande como una expansión. Una expansión de metraje, desde ya, pero también de límites éticos y estéticos a la hora de hacer reír utilizando materias primas a las que nueve de cada diez directores le huirían: se trata, pues, de una película que tranquilamente podrían haber guionado a diez manos John Waters, los hermanos Farrelly y la dupla Matt Stone y Trey Parker, los creadores de South Park y Team America: World Police, en la que nada casualmente sus protagonistas eran marionetas.

Phil Phillips es un arquetipo de detective noir, un tipo caído en desgracia luego de ser el primer puppet en llegar a la policía, solitario y adicto al azúcar (que aquí se aspira en líneas de espesores y longitudes que Tony Montana envidiaría) que ahora trabaja como investigador privado. Hasta su pequeña oficina llega una señorita puppet con una carta amenazante cuyo emisario debe descubrir Phil. La primera pista lo lleva hasta un negocio de pornografía que abarca toda la cadena de venta. La comercialización, desde ya, pero también la producción: justo llega mientras filman una escena que involucra ubres de una vaca lactante y otra que tiene a una dominatrix canina latigueando e insultando a un hombre. Zoofilia, zarpe, humor sexual y explicitud visual: cuatro cosas que pocas comedias mainstream se atreverían a tratar, condensadas en una única secuencia. ¿Mero acto de provocación, de caprichosa insubordinación a lo establecido? Lo sería si las ganas de provocar e insubordinarse estuvieran por sobre los intereses de la película. Pero aquí, con un timing perfecto y un notable grado de inventiva, es imposible hablar solo de gesto. A lo sumo, de cómo un gesto puede convertirse en una gran pieza cómica.

Un tironeo en ese local despertará el olfato de Phil, para quien es difícil atribuirle la categoría de robo a un golpe que deja unos cuantos cadáveres –que en lugar de vísceras tienen felpa– pero ni un dólar faltante en la caja. Lentamente irán sucediéndose diversos crímenes hilados por la participación de las víctimas en un viejo programa estilo sitcom que Phil investigará en los bajos fondos angelinos junto a la detective Edwards (Melissa McCarthy), una ex compañera de la Policía con la que las cosas no quedaron precisamente bien. La que sí está bien es McCarthy porque, a diferencia de casi siempre, no intenta convertirse en centro de atención ni absorber la película, sino que se pone a su servicio. Con esos personajes opuestos unidos por un objetivo en común, el relato abrazará diversas situaciones propias de las buddy movies, ese subgénero cómico–policial sobre parejas desparejas obligadas a trabajar juntas, siempre manteniendo bien alto los estandartes de lo excesivo y la provocación (¡la eyaculación infinita de Phil!), siempre riéndose con fuerza de aquello que muchos repulsan. Porque los felpudos serán suaves y blandos, pero cachetean con mano de hierro.