La política argentina está atravesada por dos procesos que actúan por carriles a primera vista distintos. Uno de ellos es la barbarie jurídica que tiene, de modo demasiado visible, el designio excluyente de la destrucción política de Cristina Kirchner. El otro es el marasmo económico en el que está el país y sus dramáticas secuelas sociales. Es muy curioso, por no decir perverso, que el casi único indicador de ese marasmo que ocupa algún lugar en el sistema de medios del régimen sea el precio del dólar. La inflación, los despidos, las protestas, las universidades, las represiones salvajes prácticamente no cuentan. Solamente el dólar. Aunque, bien mirado, en la historia argentina más o menos reciente, el precio del dólar es un termómetro muy eficaz para observar la cercanía del derrumbe. 

El macrismo baila en la cubierta del Titanic. Sigue mirando las encuestas, trajinando los trolls y estudiando los focus groups. Es decir sigue haciendo lo que ya está claro que es lo único que entiende por “política”: la manipulación publicitaria. No cree en la realidad material del mundo. Cree que los hechos ocurren solamente si entran en los focus groups. Descubre ahora que es muy escasa la parte de la sociedad que tiene interés en el show de las fotocopias. Y que es muy grande el rechazo al gobierno, concentrado como está en el desastroso resultado de sus políticas económicas. Pero confían en revertir esta situación: solamente hay que dar con el plan publicitario más eficaz. Todo es relativo, nadie puede estar seguro de que esta agonía política oficialista sea irreversible; la política es inconciliable con los pronósticos cerrados. Sin embargo, las señales de agotamiento de la experiencia macrista son muchas e importantes. Mientras el FMI sigue elogiando la política local en términos desdichadamente parecidos al modo en que lo hacía en tiempos de Menem, de Cavallo y de De la Rúa, los gurúes financieros de Wall Street esperan –según informa Ámbito Financiero el último miércoles– que sea el presidente en persona quien les explique cómo hará el país para evitar un nuevo default. 

El operativo fotocopias va perdiendo su condición de herramienta publicitaria del macrismo para insinuar una deriva muy problemática: como era inevitable, el propio presidente pasó a estar en el centro de la penosa escena, en su condición de líder de una de las principales empresas de la construcción involucradas en el cartel de la obra pública. Mientras la coalición mediática-judicial-servicial no se vea tentada de llevar el operativo a otro puerto que no sea el de la detención de Cristina, todo puede funcionar armoniosamente con la casa rosada. Pero hay que seguir de cerca la escena y especialmente el contexto en el que funciona. Los datos económicos espantosos del presente y su sombría proyección hacia el futuro pueden modificar las conductas del establish- ment, que nunca acompaña a sus siempre fugaces representantes políticos más allá de la puerta del cementerio. El cartel de la obra pública funciona en el país desde hace muchas décadas; el apellido Macri es uno de sus símbolos. La desgracia gubernamental y el apetito de poderosas firmas trasnacionales por apoderarse de una importante fuente de ganancias extraordinarias –que hoy van a los bolsillos de la “patria contratista”–, puede terminar haciendo que una ocurrencia fraguada en los servicios de inteligencia termine convirtiéndose en una crítica escena política nacional de consecuencias incalculables. 

Lo más complicado del panorama gubernamental está marcado por las expectativas futuras, inmediatas y mediatas. La cotización “a futuro” del elenco macrista es unánimemente sombría. Nadie en su interior esboza un argumento serio y creíble que pueda generar confianza. Hay que ajustar, cumplir con el FMI, suspender la obra pública, reducir el “gasto” social y apalear la protesta social sin que nadie pueda intuir un futuro en el que el ajuste derive no ya en prosperidad colectiva sino en un mínimo alivio de tanto sufrimiento. Cercano al tercer año de mandato, Macri ya no tiene promesa alguna para hacer. Su propósito excluyente es terminar su ciclo del modo más ordenado posible. El establishment político (oficialismo y seudo-oposición) sigue haciendo rigurosamente los deberes de la institucionalidad y la gobernabilidad. Pichetto, el portaestandarte más patético de esa estrategia, tiene la esperanza de que su disciplina orgánica hacia los grupos de poder lo proyecte como el nombre de una salida ordenada de transición, guiada por la idea de una amplia “unidad nacional”. Muy difícilmente esa quimera pueda alcanzar la condición de objetivo político real. El problema que tiene es ni más ni menos lo que queda de democracia en Argentina: el sufragio universal. Tarde o temprano cualquier imaginería política tendrá que enfrentarse a ese test.

Cristina Kirchner está en el centro excluyente de la escena. El rating político de la televisión la tiene como protagonista exclusiva, tanto en su potente discurso político, de proyecciones históricas en el Senado, como en las patéticas escenas de la policía entrando en su domicilio en abierta violación de todas las garantías legales y constitucionales. La ex presidente les dijo en la cara que están equivocados; que piensan que ella es el problema, cuando el problema es el estado general de conciencia en el pueblo argentino. Cuanto más hagan para aislarla, castigarla y sacarla de todo juego político, más estarán contribuyendo a la centralidad de su liderazgo y a la constitución de un sujeto popular, transformador y constituyente en el futuro inmediato del país. 

En los márgenes de esta escena antagónica central, florecen las mesas políticas que dibujan futuros hipotéticos. En el espacio opositor ya hay plena conciencia de que sin Cristina y menos contra Cristina no hay ninguna fórmula exitosa para 2019. El gran tema que se abre hacia la elección es el que lleva por título “con el kirchnerismo pero sin la centralidad explícita de Cristina”. Una suerte de autoproscripción supuestamente dirigida a superar el “techo” electoral de la ex presidente y habilitar una candidatura opositora menos irritante en el campo del establishment. El peronismo “sistémico” puede entusiasmarse con ese dibujo. Pero el problema es que los liderazgos populares no son frutos de castings en los que se busca el actor indicado para un papel. Los liderazgos no son un segundo momento de los movimientos populares, posterior al “programa común” que sostenga una plataforma electoral. Liderazgo y proyecto político constituyen un mismo momento. Si se dice Cristina ya está el programa. No porque sea posible ni deseable un “regreso” a algún punto mítico de partida, situado en el pasado, sino porque se entiende que después de decir Cristina no hace falta decir nada del FMI, del desarrollo productivo, de la igualdad, de la soberanía y de la dignidad nacional. Todo está dicho.