Recuerdo cuando empecé a entender que el aborto era algo necesario. A los trece, en 1996, cursaba el primer año de la secundaria en una escuela pública en Tandil. Una compañera de catorce quedó embarazada y tuvo un hijx. En su cuarto mes de embarazo, fui a visitarla a su casa y le pregunté: ¿No habrá un error en la ecografía, no será un quiste? Ella se rió. A mí me parecía increíble que fuera a tener un hijx. Dos años después, nuestra compañera María Quiña fue encontrada muerta, quemada, en las sierras, a varios kilómetros de la ciudad. Su muerte nunca se esclareció. Nadie nos dijo ni nos preguntó nada: ni lxs profesrxs, tampoco nuestrxs padres. Al año siguiente, en quinto año, estábamos con amigas en una plaza tomando cerveza esperando que se abriera un baile, y varios policías nos rodearon. Algunas corrieron; yo pensé: cualquier cosa antes que me atrapen de manera brutal, y decidí quedarme quieta. Nos metieron a doce amigas a un camión y pasamos la noche en la comisaría. También en la escuela teníamos dos compañeras lesbianas que sufrían burlas constantes. En aquella época, nada de eso me sorprendía ni le hubiera puesto los nombres que hoy les daríamos: maternidad obligatoria, femicidio, violencia institucional, lesboodio.

A los dieciséis empecé a trabajar en la oficina de un periodista. Ahorraba dinero para venir a Buenos Aires. Estudiar Letras era la excusa, pero lo que quería era escaparme del pueblo. La vida de oficinista me pareció un desastre: iba a la escuela cuatro horas por día y trabajaba cinco. Me parecía horrible tener sueño todo el día. Ahorraba. En esa época me hice amiga de Eve, una chica francesa que vino para un intercambio. Seguramente con ella, por ser francesa y atea, debemos haber conversado acerca del aborto. No recuerdo bien qué hablamos, pero sí recuerdo que el desastre mayor que se me podía ocurrir en ese momento era la posibilidad de quedar embarazada y ver arruinado mi plan de escape. Quería escapar del pueblo, y también del pasado, de una infancia llena de labores domésticas esclavizantes. Recuerdo que cruzaba la plaza principal de la ciudad, volviendo a mi casa después de la escuela, y pensaba: el aborto es absolutamente necesario.

Recuerdo un caso que me impresionó; una pareja mantuvo presa a una mujer durante varios meses, torturándola y violándola. Esa mujer, no encontraba la oportunidad de escapar. Pero en determinado momento, escuchó que sus captores planeaban matarla, logró romper la ventana y escapó. Pienso que hay un instinto de supervivencia que nos impulsa a escapar del desastre. Nadie decide escapar de eso, es natural querer sobrevivir.

El discurso de las decisiones (“elijo una maternidad cuidada”, “elijo abortar, porque es mi cuerpo”) supone que hay dos alternativas posibles (ser madre o no serlo). Pero eso no es verdad: porque a la hora de sobrevivir, hay una sola alternativa. Pero además, no nos alcanza con sobrevivir.

Intento buscar la forma de decir que la Ley de Interrupción del Embarazo significaba muchísimo más que la garantía de un aborto legal, libre, seguro y gratuito. El día de la media sanción lloramos con una emoción que solo nosotrxs podemos entender por haber sufrido incontables injusticias. Pero lxs senadorxs mostraron su atraso y su total falta de respeto por nuestra integridad como personas con capacidad de gestar.

Una parte del 8A fue comprobar que nuestra experiencia es intransferible. Sí. El vocabulario se ha ampliado. Este proceso empezó con la palabra femicidio. Pero hasta acá llegamos, y no hemos podido ganar una ley que habilite las necesidades básicas que tenemos como personas con capacidad de gestar: en primer lugar, sobrevivir; en segundo lugar, vivir de la manera que nos haga más felices. Quedarnos, inmediatamente post 8A, solo con la parte positiva de este proceso sin darnos la posibilidad de hacer un balance necesario no nos permite evaluar la dimensión del desastre. Las palabras no alcanzaron para mostrar cuánto necesitábamos esta ley. Este dato, como escritoras, se presenta ante nosotras como la luz de un patrullero que no nos deja dormir. No. No podemos dormir con un patrullero encendido en nuestro hermoso cuarto propio.