Todo empieza con el recorte del perfil de una chica de veinte años. Tiene el pelo por los hombros y un peinado desmechado hacia las puntas. Lo que se ve detrás es un bosque en blanco y negro, y bien en el fondo, entre árboles espesos, un redondel blanquito que debe ser el sol de la mañana. El paisaje es Bariloche, y ella mira hacia arriba porque sabe que la están retratando. Lleva puesto un suéter de cuello alto, y adivino que lo que hace con los brazos es agarrarse al árbol. No lo logra del todo. Su espesura lo vuelve inabarcable, como un humano de estómago rebalsado.  Esas son cosas que, los oriundos del Sur, suelen hacer. Personificar algunos puntos concretos de la naturaleza. Esto le da gracia, muestra los dientes.

Algunos años después, todavía en juventud, la misma chica sujeta el tubo blanco de un teléfono típico de los años setenta. El peinado, esta vez, es a dos aguas y más corto. Es espeso este pelo. Tiene células sanas. Unos anteojos marrones de montura, denotan época y deseo de moda. Está sentada en un escritorio repleto de papeles que hablan en castellano, y una máquina de escribir se quedó sin hoja. Está en pleno momento de trabajo, y algún compañero despiadado oprimió el disparador de la cámara para retratarla.

Del suéter blanco sin mangas, se le deja ver un torso grueso. Es que en esta época las mujeres se embarazan jóvenes, porque se unen con los hombres por ideales en común.  Me olvidé de una mano: la izquierda. Un lápiz amarillo anotará un número de teléfono que  no podrá saber nadie, junto a una dirección. Esos datos, probablemente, le hayan salvado la vida a alguien.

El ambiente en el que trabaja está repleto de espectros ya. No falta ni siquiera una semana para que se suba a un barquito de larga distancia y abandone la llanura pampeana por unos años.

Algunos años en Portugal. Comprar un nuevo par de anteojos, demasiado parecido al anterior. Quién diría que en el culo del mundo hacen unos anteojos hermanos. Tomar sol en el balcón del departamento que le prestaron. Suficiente rayo ultravioleta. Camuflarse. Aprender apenas el idioma. Comprar en el supermercado de la esquina, ese que parece de los años cuarenta. Consumir mucho queso en Europa, porque es barato. Y tomar dos tazas de café a la mañana, para mantenerse despierta. Hospital portugués, la primera nenita. Se llama Susana Susanita. Aunque haya nacido en Portugal, Susana siempre será argentina. Un vestido amarillo tejido a mano que envió su abuela desde La Pampa, con unos pesos para cambiar allá. Y un papelito que dice: ¿Cómo estás?

Nuestra mujer vive con un hombre en Portugal, que no aparecerá demasiado en el relato.  De todos modos, su cuerpo viene a  preñar, y aparece una segunda hija que nadó mucho en panza mientras su madre conocía a fondo los terrenos agrícolas de La Alfama, en las afueras de Lisboa. Es en uno de estos paseos en los que la madre descubre que una oveja la sigue con la mirada fija, perpleja, mientras escupe unos buches de su propia lana.

La segunda hija se llama Leticia, y es más finita. Nace con problemas en los pulmones. Tendrá que estar siempre rodeada de  naturaleza. Cerca de un viento que sople sano, exprimido directamente de algún árbol. Jamás viento de ventilador porque Leticia así se muere, y nadie quiere un bebé muerto en Portugal. Nadie quiere un bebé nena muerto en un país ajeno, que habla idioma con redondeces.

Joao GIlberto en un bar. Bailan, la chica joven que fue madre dos veces y el marido que no se nombra. Él le acaricia el final de la espalda, el comienzo de lo otro. Sobre la tela de ese vestido, todo contacto parece amigable. El pelo de ella está inflado como si una avioneta se posara, constantemente, sobre ellos dos armando  revuelo. Tienen los ojos cerrados. No están pensando en sus pasos sobre ese suelo. Si ponen atención, pueden oír que afuera de ese bar, entre los matorrales del clima europeo, algunos animales todavía no han comido.

Esta será su última noche.

Llega otra encomienda. Un saquito bordado a mano. Un cartel que dice: “Acá ya no bombardean. Lo hice blanco porque no sabía si era nena o varón. Ya pueden volver. Argentina las quiere asimilar a las tres”.

Pasa un año, entonces, las tres embarcan. El hombre que supo ser padre en Portugal, decide quedarse allá porque una fábrica de alpargatas. Adiós a los cordones de atar para siempre, adiós a la complicación a la hora de extraerse los zapatos.

Bariloche.

Susana tiene diez años, Leticia, nueve. Los pulmones no siguen  del todo bien. Bebe un remedio blanco con gusto a leche. Dulcísimo. Habrá que succionarlo todas las mañanas le dice la madre. La abuela les trae el desayuno. Dialogan sobre la succión.

–¿Este líquido puede salvarme?

–Sí, querida.

–¿Y por qué haría eso?

En el patio de la casa del Sur, la mujer ahora tiene treinta y dos años y una malla entera azul de marca  Sergio Tacchini. No sabe de quién es. La dejaron olvidada en una casa vecina. La reposera de madera la aguanta cómoda y detrás están paradas ellas: Susana y Leticia. Las  

dos con mallas enteras también. Corre el año ochenta. Hay pasto en el suelo y detrás un corralón con treinta y cuatro gallinas que después hubo que sacrificar porque jamás de los jamases pusieron huevo.

La mujer se levanta de la reposera, probablemente, y le pregunta a quien sostiene la cámara, que cuántas fotos le quedan a ese rollo.

Visitan alguna que otra montaña y Leticia puede llenar sus pulmones de aire claro. La madre la carga en los brazos y la acerca a la copa de los árboles. Leticia abre la boca y deja que un halo de frialdad le recorra la garganta. Agradece en silencio, que esa noche podrá obviar los remedios. Carga batería que le durará semanas. Susana, la hermana mayor, la mira desde el suelo. Gracias a un manual escolar de Santillana logra aprender los nombres de los árboles que podrán salvar, siempre, a su Leticia.

Regresan las tres a Buenos Aires. Llegan cansadas después de diez horas de viaje en micro. Dentro de uno de los bolsos se derramó un pote de crema de ordeñe. Es una lástima, porque el manual escolar se destruye y habrá que anularlo para siempre. Ahora la hermana mayor tendrá que confiar en su memoria.  La mujer alquila un departamento en provincia  para todas ellas. Comparten la misma habitación y esto es conveniente: jamás habrá  margen de error en el despertador de la mañana.

En las afueras, cerca de Campo de Mayo en la Localidad de San Miguel, vive un hombre que una noche entra a un bar con una cadena de Jesucristo colgada al cuello. Busca con la mirada a sus amigos y nota que todavía no han llegado. En los altoparlantes suena un partido de fútbol de un equipo brasilero. El hombre lo oye y respira con la boca abierta. Durante este ejercicio, la ve a ella, la que ahora es mujer y tiene dos hijas.  Se le acerca y le ofrece un té caliente. Ella acepta. Dejó a sus hijas solas lavando los platos y se tomó el atrevimiento de rodearse de gente de su edad.  Se gustan. Se ven bronceados, a tono con la madera del lugar.  Se entran por los ojos. El rosario de él se clava en el cuello de ella. Se piden disculpas. Sonríen.

En una esquina desierta, la mujer y el hombre se besan y se babean los mentones de las caras. Tanto se babean que después se pasan los puños de las camisas por esa parte del rostro, un poco sonrojados por haber puesto tanta pasión en el medio de una avenida del Conurbano.

A los meses, por pedido de ella, el hombre acata sacarse el rosario del cuello. Luego, conoce a Susana y Leticia. Las dos le parecen lo suficientemente agradables, así que las invita a pasar el día en Furia, su lancha tamaño medio.

En el Delta del río Tigre, lo que parece una familia tipo navega en un vehículo rapidísimo. El hombre les enseña trucos a las chicas, y los pulmones de Leticia esta vez están mejor por el contacto con la arboleda. Es que el departamento en el que viven es demasiado urbano, aunque la madre haya poblado el balcón con potus y alegrías del hogar. Leticia le pide al hombre que le enseñe, y hay un rato largo en el que la única que maneja a Furia es la niña de doce años. También malla entera todas acá. No les gusta mostrar el ombligo. El principio de las cosas.

La mujer que ahora cumplió treinta y ocho años,  decide casarse con el dueño de la lancha. Lo hacen. En un salón revestido de madera y unos afiches en cartulina, hechos a mano que dicen “Felicidades a los recién casados”. A la mujer se la ve feliz. Lleva hombreras. Un fotógrafo contratado la retrata justo cuando se está sacando una lágrima del ojo. Apenas termina, ella se acerca y le pregunta al hombre que cuantas fotos más le quedan a ese rollo.

En este casamiento las que más bailan son Susana y Leticia, las que nadie entiende que aunque hayan nacido en Portugal, sean argentinas. Bailan y bailan, porque la madre las vistió de gris, y este es el momento más álgido de sus vidas. Rodeadas de gente que está viva, que nada tiene que ver con relatos de desvanecerse.

En un momento le falta el aire a Leticia. Se agarra del mantel de la mesa. Nadie lo nota. Fue el pensamiento de la desaparición el que le quitó la cadencia de la boca, la garganta, los pulmones. En ese mareo puede ver como todo se pone negro, a punto de apagarse, como un televisor de catorce pulgadas. Susana la pellizca pero no hay caso.  Susana corre a  avisarle a la madre, que está mirándose en el botiquín del baño del salón. Se acomoda las hombreras. Rememora su vida y sus viajes, todo aterrizaje que tuvo que vivir en los aviones. Las tres veces que evitó mostrar el documento de identidad para atravesar la frontera. Los amigos que ya no están, que nadan en el río y no lo saben.

Un grupo de argentinos alrededor de Leticia deseando: que la nena portuguesa se mejore. Que sobreviva. Que le entre un hilito más de aire. Le abren el vestido, le tironean los dedos de la mano. Le cuentan anécdotas de cosas que han visto en la tele. El recién casado la saca a upa del lugar. La coloca al lado de un árbol que está en un cantero de la calle. Susana sabe que esa especie de árbol servirá. Lo sabe porque lo estudió, porque lo recuerda. Porque no todo ha desaparecido.

La nena queda quieta y recostada un rato, con el vestido gris recubriéndole las partes.

Susana está al lado de su hermana. Siempre lo está.  Apela a un fado que aprendió de miniatura en el campo portugués. Lo susurra.  El árbol hizo su trabajo, porque Leticia recupera la actividad del pulmón. El recién casado la regresa al salón. Le toca la cabeza a la niña pequeña y le aconseja que no se mueva demasiado. El casamiento sigue. La madre sigue encerrada en el baño, mirándose las hombreras del vestido, el maquillaje de los labios. Recordando la espesura de ese árbol en Bariloche. El tronco inabarcable. El reflejo vital.  La nena no se asfixió, ella no lo sabe. Todo comienza otra vez. Se trata, sencillamente, del aliento que quitan los primeros bailes.