Filmar en un único decorado y con un elenco reducido implica resolver un problema: el de la relación teatro-cine. Se puede intentar convertir a toda costa ese esquema en cine, gracias a la relación de la cámara con los actores y el espacio, como lo hizo notoriamente Alfred Hitchcock en La soga o Festín diabólico (1948). Se puede, por el contrario, subrayar el carácter teatral, como forma de trabajar sobre la idea de artificio, como Alan Resnais en el dueto Smoking/No Smoking (1993), entre otras películas en las que apuntó a algo semejante. Se puede intentar “disimular” en cambio la condición teatral, “aireando” la trama con subtramas que transcurran en exteriores, suerte de cobardía estética a la que suele apelar el mainstream hollywoodense. Ocurre en ocasiones que el responsable no se hace cargo del tema, como si no hubiera ningún problema a resolver. Lo cual es una suerte de voto en blanco, ya que gana el candidato más fuerte. En este caso, el teatro. Es lo que sucede en The Party, donde la británica Sally Potter (Orlando, La lección de tango) filma un guion propio que, se puede anticipar, tarde o temprano será llevado a las tablas en el West End londinense.

La modalidad es la comedia ácida, o negra, o escéptica, variantes todas del espíritu british llevado a las tablas. Siete personajes, todos pertenecientes a la burguesía ilustrada y liberal, se reúnen en casa de Janet (Kristin Scott-Thomas), para celebrar su flamante nombramiento como Ministro de Salud. En casa está su marido Bill (Timothy Spall), que parece muerto en vida y tal vez lo esté. Y van cayendo los invitados: la envenenada April (Patricia Clarksson, ideal para el papel) y su “novio” alemán, Gottfried, especialista en frases hechas sobre las cuales su pareja derrama toda su bilis (Bruno Ganz), la especialista en estudios de género Martha (Cherry Jones) y su pareja, Jinny, que acaba de recibir la noticia de que la implantación dio por resultado tres bebés en camino (Emily Mortimer), y finalmente el financista Tom (Cillian Murphy), que por algún motivo que ya se verá, por supuesto, vino sin su esposa. 

Algunos personajes son cool, otros parecen al borde de romperse. Todo está absolutamente escrito, ensayado y calculado: entradas y salidas de escena, diálogos esmerilados, incógnitas y vueltas de tuerca para espiralar el interés del distinguido público, sucesión dramática, montaje paralelo en algún caso, frases que parecen escritas por algún émulo de Oscar Wilde, actuaciones impecables, escenas cuidadosamente repartidas para que se luzcan todos los miembros del elenco y no se agarren de los pelos, apertura musical con el himno imperial Jerusalem y sorpresivo cierre con Osvaldo Pugliese. Para destacar en el rubro actuaciones, un Timothy Spall hecho pelota, a cuyo look decadente ayudan mucho los 50 kilos de menos, y su opuesto exacto, Kristin Scott Thomas, dándose el lujo de lucir bella, sexy y deseable a los 58 y sin un gramo de maquillaje. Pero también alternativamente angustiada, furiosa y sacada. Igual son todas emociones de papel. Fotografiada en un prístino blanco y negro y en atractivo formato scope, The Party es esa clase de lustroso divertimento al que alguna gente poco inteligente llama “inteligente”.