Queremos empezar por contar la historia que hace que hoy cantemos en las calles ¡Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar! ¿Por qué nos reconocemos en esa genealogía? ¿Por qué sentimos la fuerza de mujeres que lucharon antes que nosotras y fueron perseguidas, torturadas, violadas y asesinadas? ¿Qué se quiere disciplinar cuando se disciplina a las mujeres?

En su libro Calibán y la bruja, la filósofa italiana Silvia Federici demuestra que la Iglesia consolida su poder político, religioso y económico a través de la quema de brujas, el femicidio más grande de la historia. La quema de brujas en Europa y América entre los siglos XIII y XVII significó la masacre de millones de mujeres: médicas, intelectuales, LGBT, artistas, gremialistas y lideresas políticas y espirituales.

Ese exterminio sistemático tenía un objetivo: despojar a las mujeres de sus saberes y de sus bienes para apropiárselos, devaluarlas como trabajadoras, retirarlas de los espacios públicos, del ámbito de la medicina y el control de la reproducción, de los saberes productivos y alimentarios, y encerrarlas así en el trabajo doméstico, sexual y reproductivo no remunerado y obligatorio.

La quema de brujas, la privatización y el despojo de las tierras y bienes comunes son factores claves para la acumulación originaria que financia el surgimiento del capitalismo y sienta las bases de su expansión colonial. La Inquisición, brazo armado de la Iglesia, aseguraba con la hoguera el monopolio de la espiritualidad a la vez que la conquista de los cuerpos y los territorios.

La devaluación de nuestros cuerpos, de nuestros saberes y de nuestra autonomía tiene como objetivo económico hacernos explotables y extraernos valor para el capital. 

Hoy, en el contexto de un neoliberalismo de alta intensidad, vivimos un nuevo proceso de concentración de capital que articula una nueva guerra contra las mujeres. Esta guerra se expresa en el crecimiento en las tasas de femicidio, de violencia y crímenes sexuales, sumado a un retroceso en materia de políticas sexuales y reproductivas fomentado por las Iglesias, y en particular la Católica, financiada por el Estado según decretos de la última dictadura militar.

Vivimos un proceso de fascistización abonado por fanatismos religiosos. Mientras las fuerzas de seguridad (legales e ilegales) reprimen a las mujeres, patotas de machirulos atacan a chicas en la calle por andar con pañuelos verdes, o vandalizan espacios de activismo alternativo. Todo esto con la aprobación de la policía y habilitado por el discurso de odio de las jerarquías eclesiales.

La ofensiva contra el derecho al aborto evidenció el poder de lobby de la Iglesia. Su inserción en ámbitos de salud y educación incita la violencia contra las mujeres al privarnos de nuestros derechos humanos más básicos. La presencia de personal eclesiástico en los hospitales públicos busca imponer su moral por sobre la salud y el deseo de las personas. En materia de educación, el poder de la Iglesia impide el acceso a la educación sexual integral, herramienta necesaria para erradicar la violencia machista.

Los acontecimientos ocurridos en San Juan la semana pasada resultan preocupantes. Un médico y una abogada antiderechos, junto con integrantes de la agrupación Provida San Juan, trataron de impedir un aborto no punible a una menor embarazada por una violación.

Días después, estudiantes de la UNSJ retiraron una estatua de la virgen de un claustro central mientras un grupo de antiderechos entró a la facultad acompañado por la policía y trató de impedirlo.  Escenas similares ocurrieron en las universidades nacionales de Córdoba, de Cuyo y de La Pampa, donde también la lucha por la educación pública incluye un fuerte reclamo por el Estado laico. Nuestro derecho a la salud y a la educación pública no puede estar sujeto a dogmas religiosos.

Las muertes por aborto inseguro son femicidios del Estado y la iglesia es cómplice de esos femicidios. En la misma línea, el proyecto de ley de libertad religiosa encubre una mayor injerencia de todas las Iglesias en el funcionamiento del Estado. La figura de la objeción de conciencia permite que cualquier trabajadorx de la salud o de la Educación públicas pueda, invocando una creencia religiosa, negarse a practicar un aborto, recetar anticonceptivos o enseñar educación sexual. Esto pone a las Iglesias por encima de las leyes del Estado, como la ILE y la Ley de Educación Sexual Integral.

Al criminalizar nuestra capacidad de decisión, se nos desprecia como productoras de valor, transformándonos en mano de obra barata. Algunos voceros de la Iglesia declaran que el aborto legal es una demanda del FMI. También que las mujeres empobrecidas no abortan, cuando son ellas las que mueren por falta de atención médica adecuada. Esas mentiras atentan contra los sectores más vulnerables.

La Iglesia fomenta la violencia machista (dentro y fuera de sus instituciones) y así contribuye a la concentración de capital. Todo esto auspiciado con el dinero nuestros impuestos, mientras el Gobierno desmantela todos los servicios públicos por recortes presupuestarios.

La Iglesia siempre se opuso a las leyes que amplían derechos y libertades: el voto femenino, la ley de divorcio, la ley de matrimonio igualitario, la ley de identidad de género y ahora contra la IVE.

El Papa compara el feminismo con el nazismo y el aborto con el genocidio, mientras encubre la red de pedofilia y de abusos dentro de su institución. Dicen defender “las dos vidas” los mismos que fueron cómplices de la apropiación de bebés en los campos de exterminio durante la dictadura, los que mataron y torturaron a mujeres embarazadas, los que justifican la violación en el mismo recinto del Senado, como un “acto involuntario” y “sin violencia” (senador Urtubey, representante de la familia feudal de Salta).

La fe y el amor que tanto predican no tienen nada que ver con la violencia machista. No estamos en contra de la espiritualidad o la religiosidad: estamos en contra de que el Estado financie a la Iglesia Católica y a cualquier otra, y de que las Iglesias puedan imponer sus valores por sobre las leyes y por sobre los valores y las vidas de las personas. Estamos en contra de que el Estado permita que aquello que para las Iglesias es pecado se convierta en delito para la ley.