¡Deudólares, deudeuros, deudoros y deudoras! Sin distinción de raza, credo, creencia, ideología o moneda, les, los y las deseo a todas, todos y todes un muy feliz 5779!

Aclaración necesaria: 5779  no es la cotización del dólar del lunes que viene, ni el precio del morrón,  ni la tasa de inflación de este año, ni la cantidad de empleos perdidos en las últimas tres horas. No. En verdad, es el Año Nuevo Judío que comienza, cuando la primera estrella del domingo 9 nos indique el inicio de un nuevo día  (ya que se trata de un calendario lunar). Y todo año que comienza, sea cual sea, nos brinda a todas y todos una oportunidad de desearnos buenas cosas. Y a veces, hasta de lograrlas.

No importa si el año nuevo de algunos no coincide con el de otros. De hecho, si lo pensamos cada una  tiene su año personal, su cumpleaños, que inicia y concluye en la fecha de su mismísimo nacimiento. Y eso, no hay ser humano que no lo tenga.

Bueno, perdón, si hay excepciones. Los embriones no tienen cumpleaños, porque todavía no nacieron. Pero seguramente alguno de nuestros Bullrichs va a remediar la situación, más probablemente el Senador incertidumbrófilo que Su Segura Servidora, adjudicándole a cada embrión  una fecha de cumpleaños, que deberá devolver, una vez nacido, con los intereses correspondientes.

Porque esa es la política de nuestro mejor equipo contrario de los últimos cincuenta años (transformado ahora en el peor de los últimos cinco meses por verbigracia del Sumo Maurífice): “Hasta que nacés, te cuidamos nosotros, una vez que cruzaste el umbral materno.  ¡jodete!” Es el equivalente a esas familias, al menos antiguas, un tanto simbióticas, que “protegían” a sus hijos siempre que no se fueran a vivir solos. “Alta Sobredesprotección” si se me permite el neologismo y la adjetivación fashion.

Nuestro Sumo Maurífice habló el lunes, y dijo que esta sería la última crisis: no sabemos si es una promesa, una amenaza, o la versión macrista del “no pudimos, no supimos, no quisimos” con la que se despidió el otrora vilipendiado y ahora recordado con mucho cariño Don Raúl. Nada más que ahora el “no quisimos” no se lo cree ni la versión más duranbarbista posible de la opinión pública.

En mi infancia circulaba un chiste popular originado en la Unión Soviética, a partir de la renuncia de NIkita Khruschev (así se escribía entonces) y el ascenso de Leonid Brezhnev al poder, allá por los lejanos y queridos 60.

“Dicen que al asumir Brezhnev encuentra en su escritorio un gran sobre a su nombre, remitido por su antecesor. Lo abre y había tres cartas numeradas del 1 al 3, y la instrucción: “Abrir de a una, en caso de crisis”. Llega la primera crisis, Leonid abre la carta 1. Una sola línea “échame toda la culpa a mí”. Eso hacen él y todo su equipo, se llenan la boca con “la pesada herencia recibida” “los tremendos errores el gobierno anterior” “la corrupción, el culto a la personalidad, la falsedad, las desviaciones burguesas”. Y la gente le cree, o le quiere creer, pero la crisis pasa. Hasta que llega una segunda. Abre la carta 2. Una sola línea: “Échate la culpa a vos”. Eso hacen, reconocen errores  y eventualmente prometen corregirlos o que eso parezca, hablan de circunstancias adversas no previstas en el contexto local, regional, internacional,  de que por más que dediquen su total esfuerzo y hasta el último aliento en pro del bienestar del pueblo hay cosas que no pueden prever. Y la crisis, pasa. Pero llega, con el tiempo, otra. Y allí Leonid abre la carta número 3. Nuevamente, una sola frase: “Escribí tres cartas como éstas.”

Discúlpeme deudólar, no quiero ser pájaro Caniggia de mal Kun Agüero, pero no pude evitar relacionar el concepto de “es la última crisis” de nuestro Sumo Maurífice, con este chiste de los 60. Podría, no lo haré, echarle la culpa de este recuerdo a Mariuneta, ya que fue ella la que conceptualizó “vamos a transformar el futuro en pasado” o algo así en sus días más increíblemente creíbles, 5776 para el calendario judío, 2015 para el que usamos cotidianamente.

Cuando hace más de dos mil años fue destruido el Gran Templo de Jerusalem, en tiempos del Emperador Romano Tito (No, no Toto el del Central, Tito el de Roma) y los israelitas de aquel entonces se dispersaron por el mundo, se acuñó una frase “Ha shaná habaá ve Ierushalaim” (lo que significa en hebreo, “el año próximo, en Jerusalem), y se expresaba, cada año nuevo, al brindar, como el deseo de volver a la mítica ciudad que fue capital de un Estado durante más de un milenio.  Se trata de una frase popular, repetida de generación en generación. Un deseo profundo, un sueño de personas que nunca habían estado allí (quizás sus choznos de 40  generaciones antes), de iniciar algo nuevo. En todo caso, una esperanza atada a la memoria.

El lunes pasado, el Sumo Maurífice habló desde el deseo, como si fuera un brindis de Año Nuevo. Como si ese día se reiniciara su gobierno (¿se reseteó después de colgarse el sistema?): “Todo irá bien en el 2020 (ni siquiera sabe quién va a gobernar en ese entonces), esta es la última crisis, con esta reducción  del Estado hacemos un gran esfuerzo”, apuntando quizás a que la Comandante Christinne haga como que le cree y le adelante unos millones para que nuestro Ministro de Evasienda tenga con qué jugar y no necesite vender su mansión para comprarse un baldío. Cualquier analista le preguntaría “cómo” todo irá bien, “por qué” es la última crisis. Y recibirá, si tiene suerte, un “ésa te la debo”.

Nos rigen personas que confunden un baldío con una mansión, o que le pifian a la señal de la cruz, mientras son sospechados de tener empresas a nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

Nos prometieron que el 2020 (no el año que viene, pero casi) estaremos, no en Jerusalem, pero sí en un lugar mejor. Mientras tanto, la inflación, la recesión, la desocupación, y la represión parecen conducirnos, deudora, a la diáspora de nuestros propios sueños.

Hasta la próxima.

@humoristarudy