Durante los años de los gobiernos kirchneristas -particularmente en la última etapa- el plan A de la derecha argentina fue el final catastrófico de la experiencia. Una Argentina en llamas después de años de populismo era una garantía para el futuro, el escarmiento para cualquier nuevo intento por cambiar las reglas de juego de la democracia neoliberal. Y además del escarmiento, el final incendiario crearía las condiciones para reabrir el experimento neocolonial “interrumpido” por la catástrofe de 2001. ¿Quién podría levantar la cabeza en contra de un ajuste salvaje en nombre de una política que defendiera el mercado interno, valorizara el trabajo y protegiera a los más pobres? La escena de estos días es lo más parecido a ese incendio regenerador largamente esperado. La particularidad es que el sueño se hace realidad en medio de la gestión de un elenco de fundamentalistas pro-mercado y que esa realidad es exclusivamente el resultado de las políticas puestas en marcha desde el primer día de gobierno de Macri. Devaluación, desregulación, ganancias adicionales para la cúpula del poder económico, endeudamiento sideral y sin antecedentes, baja de salarios que hacen caer la demanda, apertura a las importaciones que agrede a las pymes, fomento de la timba financiera y la fuga de capitales. De esto se trata. Ahí está la clave de la política de hoy. En el hecho de que la catástrofe es el producto de la política de Macri. Y que esta consiste justamente en la reversión de las políticas populistas del período anterior. 

El barullo de los gurúes económicos para tratar de demostrar que la causa de todo es la impericia del “equipo económico” muestra cuál es la verdad que hay que ocultar. A salvo Macri      –sobre todo si se decide a poner de ministro de Economía (no de Hacienda) a alguien del corazón de la city–; y a salvo el modelo, claro está que depurado de gradualismos insensatos. La retórica del Presidente está en esa misma sintonía. ¿Qué lograron las tormentas, Brasil, Turquía, los cuadernos y otras yerbas? Lograron que a los argentinos no nos quede otro remedio que dejar de gastar como si fuéramos ricos. Profecía autocumplida: los trabajadores terminan advirtiendo que vivieron doce años en una mentira, bajo la forma de un grado modesto pero real del mejoramiento de su calidad de vida. Esto ha quedado demostrado. Lo demostró Macri con su política. Entonces la propuesta es: ahora sí. Ahora empieza realmente el ajuste, la vuelta a la realidad que pone a cada uno en su lugar. Y por eso tenemos que pasar por la recesión, la inflación descontrolada, el aumento de la pobreza, la desocupación y sus secuelas sociales, culturales y espirituales. Toda la retórica gira entonces en torno de esta monumental mentira, la de ocultar que lo que vivimos es el resultado lógico y esperable de la política de este gobierno. Y reemplazar esa verdad evidente a imprecisas y vagas alusiones a los “últimos setenta años” o a la corrupción del gobierno anterior, puesta en escena con el espectáculo fantástico de un poder judicial desquiciado. Sobre el país se descargan dos plagas que interactúan entre sí: la brutal agresión económica y social contra la gran mayoría de la población y la psicopática manipulación informativa desatada por opinólogos de todo género, a través de la cadena nacional de los oligopolios mediáticos. Todo consiste en borrar la verdad e instalar la mentira, disfrazada de opinión independiente. La distancia entre el país real y el país virtual va superando todos los límites. Y los tonos discursivos que va adquiriendo están en el límite con lo patético. Con tono épico nos anuncia el presidente que ha llegado la hora de la verdad. Y la verdad consiste en que hay que aprender a vivir con menos recursos. Se le podría preguntar al presidente –o a cualquiera de sus ministros, de sus periodistas, de sus analistas– ¿por qué? ¿Hay que aprender a vivir con menos recursos que los que teníamos antes de que este gobierno asumiera y el gobierno no tiene ninguna responsabilidad en esto? Lo absurdo de la escena no sería de todos modos tan grave como el daño político que está en condiciones de provocar. Muchísimos argentinos y argentinas viven en medio de una gran incertidumbre que día a día va virando hacia la angustia y la bronca. La sensación masiva de haber sido víctimas de un fraude político colosal no está tan lejana. 

El problema principal es cómo reacciona la política institucional frente a este estado de ánimo popular. El ministerio de Seguridad acaba de dar la clave de la interpretación oficial: detrás de cada conflicto social hay un conocido referente kirchnerista. Más pluralista, el ministro de Educación había denunciado una “campaña de desinformación impulsada por los kirchnero-trotskistas” detrás de la movilización en defensa de las universidades. Es decir la hoja de ruta del gobierno va en la dirección de la violencia, como lo demuestran además las declaraciones de algunas terceras líneas del macrismo a propósito de la muerte de un chico de 13 años en medio de una protesta popular. A partir de ahora hay argentinos y argentinas de bien, dispuestos a aceptar el ajuste que nos merecemos por derrochones, por un lado, y los promotores de la violencia social por otro. La política institucional tendrá un desafío muy bravo en la discusión parlamentaria del presupuesto. Como el título de esta discusión es “déficit cero” es aconsejable rastrear en la web este concepto. Así nos encontraremos en una épica exactamente igual en los discursos de De la Rúa y Cavallo unos pocos meses antes del derrumbe más absoluto de nuestra historia. Ningún parlamentario puede ignorar qué significa realmente “déficit cero”. Aquellos que lo convaliden con su voto saben a qué consecuencias habrán de enfrentarse. En algunos casos tendrán que resolver si suman este voto a otros que permitieron el endeudamiento salvaje, el bloqueo de la ley de democratización de los medios y el avance sobre un amplio abanico de conquistas sociales alcanzadas en la época anterior. 

La voz de orden del establishment es “gobernabilidad”. La palabra tiene el atractivo que le da la ominosa historia de interrupciones constitucionales en nuestro pasado. Pero la gobernabilidad es incompatible con la agresión sistemática, permanente y creciente contra una gran mayoría del pueblo. No hay institucionalidad que pueda justificar la validación de este desastre. Y más aún, esa validación es una pieza esencial para el deterioro extremo de la vida institucional. Los paros sindicales y sociales, las movilizaciones en defensa de la universidad y de la escuela pública en general, las luchas contra los despidos provocados por la política gubernamental y contra el vaciamiento de lo público son hoy las mejores herramientas para canalizar pacíficamente las enormes tensiones que la política de este gobierno ha provocado y provoca. Esos conflictos son el mejor aporte político a la solidez de las instituciones.