León Rozitchner es de los pocos filósofos que insistió siempre en la importancia de la discusión del cuerpo consigo mismo. Nació en 1925 y murió en 2011. Se la pasó haciendo la filosofía de los filósofos vitales, esto significa que vivió en un cuerpo al que le molestaba el mundo pero más le molestaba no poder ponerlo patas para arriba. 

Creció en una familia errante, sus padres mantenían un negocio de muebles, él nació en una de las postas de la familia comerciante, en la ciudad bonaerense de Chivilcoy, pero la mayoría de sus recuerdos de infancia eran porteños, humildes y fellinescos, como una tarde que acompañó a su padre a vender aceite suelto en sulky, por las calles de tierra del barrio de La Paternal. Una cosa le quedó grabada: “cuando regresábamos y se hacía de noche, entonces Él rompía el culo de una botella y metía en el cuello una vela encendida que servía de farol para que no nos atropellaran, mientras regresábamos al paso cansino del caballo”. De su infancia surgen varias imágenes alrededor de la búsqueda de un destino material de la familia y de la persecución de una vida pedestre pero vivible entre la sangría del mundo de los años treinta y cuarenta. Nada de comercio hay en su pensamiento pero sí mucho de bricollage, una mezcla de sensación, materialidad dura de la ciudad, lengua popular, poesía y expectativa de una razón mentirosa arrasada por lo ensoñado del pensamiento verdadero. 

A finales de los años cuarenta abandonó la filosofía apocada de la UBA y se marchó a Francia. Tenía 24 años. Se fue a probar suerte entre profesores como Bataille, Merleau Ponty y Levi Strauss. Vivió allí en una bohardilla donde había vivido Rilke y fue echado de la residencia universitaria de los estudiantes argentinos por ser antiperonista. Cuando volvió, ya iniciada la década del cincuenta, reinventó el pensamiento crítico argentino junto a sus compañeres de la revista Contorno. Desde entonces su actitud ante los problemas públicos del país y la mordida de cola de la filosofía toda se entreveraron. Lo suyo siempre fue una sola cosa extendida para encontrarle la vuelta al cuerpo, que está siempre en algún lugar y que convive siempre con los demás, que es absoluto en su libertad pero que existe relativo a un conjunto. Es por ese pensamiento asistemático y empecinado que cabe decir que hizo filosofía argentina. Lisa y llanamente porque pensó desde acá sin nacionalismos, libertariamente. 

Escribió una decena de libros, siempre estructurados por el método comprensivo y combatiente. Comprender la lógica ideológica del enemigo y derivar de ahí el fármaco, que significa veneno y cura. Tuvo como contrincantes a pesos pesados: Hegel, Max Scheller, Perón y San Agustín, por nombrar algunos, pero en cada uno encontró algo de su propia dubitación. Eso lo convirtió en un filósofo de la purga propia, un crítico en primera fila de su propia vida. Para empezar estaba él preguntándose desde una época lo que era y cómo era el contexto en donde era. Su filosofía tenía entonces también algo de cósmica, la dialéctica permanente de la carne y el tiempo. 

Combatiendo al capital

Este libro se llama Combatir para comprender. Es una compilación de debates dispersos en la extensión de la imaginación pública argentina. Estuvo a cargo de Cristián Sucksdorf, que había editado también, junto con Diego Stzulwark, las Obras Completas que publicó la Biblioteca Nacional bajo la estela de Horacio González. El libro son tres artículos largos y un documento/libro, complementados por los antecedentes y las repercusiones de cada uno. Los textos son siempre respuestas, el segundo momento de una conversación que parte de las ganas. Expresan problemas que Rozitchner inventa cuando responde, porque habilita en la discusión una lucidez comprensiva muy personal, cuando no de un solo representante: él mismo. Ese pensamiento difícil de situar, ese ánimo de exceso filosófico que cuestiona con una prosa acuarelada posiciones en bloque, tiene que enfrentar para comprender y en el mismo movimiento rechazar. Las dos consecuencias se corresponden. Es la praxis, viva y tirante en el teatro de la cultura. 

La primera inquina es contra el profesor platonista, cristiano de izquierda, Conrado Eggers Lan. El ring son las revistas de la época: la del Centro de Estudiantes de Filosofía, donde se lo entrevista, y Pasado y Presente, fundada en Córdoba por gramscianos inquietos por reconducir al marxismo a una teoría contemporánea (revolucionaria) de lo social, donde responde Rozitchner. Eggers le critica al marxismo su falta de amor universal y piensa que esa carencia puede proveerla el cristianismo. Porque ambas doctrinas concluirían en esa zona “auténtica” donde el hombre es empujado hacia el fondo de las cosas, la conciencia reconocida. Rozitchner lo trata de moralizante y de intentar una “autotransformación” superficial, egoísta. El cristianismo es para Rozitchner, con el perdón de la síntesis, un fomento del amor de derecha, un amor con descanso metafísico en Dios, un amor no verdadero. El amor verdadero siempre es relativo a los demás, para los demás, en la existencia histórico-concreta de la vida de las personas concretas. 

El segundo ensayo es uno de los más importantes de la obra de Rozitchner, se llama “La izquierda sin sujeto” y es una respuesta a una intervención de John William Cooke, quien había asegurado en una visita a Cuba que “en Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”. La de izquierda es una sensibilidad conspirativa radical, pero es también una inercia normalizada. Rozitchner añora lo primero y combate lo segundo. Los dos textos aparecen en la revista La Rosa Blindada, fundada por un grupo de artistas comunistas bien politizados, discípulos de Raúl González Tuñon y comandados por José Luis Mangieri, que treinta años más tarde sería el primer editor de la mejor poesía de los años noventa. Cooke y Rozitchner se disputan la idea de pueblo, de sujeto colectivo y de los fundamentos de la alienación como categoría a ser pensada desde los Manuscritos de Marx hallados en los años treinta, para pensar qué hacer con la clase obrera peronista después de la caída de Perón. Para Rozitchner no hay que hacer nada con la clase obrera porque eso sería una reacción de alienado. Lo que hay que hacer primero es pensar cómo piensan los que piensan en qué hacer con los demás, para definir en un texto complejo y estructurado que lo primero es la subjetividad, el nervio elemental de toda la política. Algo que muy pocos pueden quebrar en sí mismos, trascender la totalidad subjetiva de derecha que los tara. A este proceso le llama verificación de la figura del héroe, “que une en sí mismo lo racional con lo sensible”, predica con el ejemplo de su propia vida real. Este texto es de 1966 y pone un ejemplo de héroe: Fidel Castro. También da un contraejemplo: Perón. 

La tercera parte del libro es un documento que responde exhaustivamente a otro documento. Cuando Galtieri le declaró la guerra a Inglaterra, un grupo de intelectuales argentinos que estaban exiliados en México (no todos) sacó una proclama a favor de la guerra, por considerar que había que elegir entre “malos” y ellos no querían elegir a “los malos más fuertes”. Además, también según el documento, se ponían “del lado de los intereses populares”. Rozitchner, de las pocas personas con escritura polémica que se opuso a la guerra, revierte cada uno de los argumentos del documento con pericia de entomólogo exiliado tratando de encontrarle la vuelta al terror. 

El libro se cierra con el que haya sido, tal vez, el último debate real sobre el problema de la violencia y la memoria colectiva. Rozitchner es uno de los tantos que interviene para responder a una carta de lectores que el filósofo cordobés Oscar del Barco había publicado a finales de 2004 en la revista La Intemperie, de su ciudad, invocando el “no matarás” bíblico. El debate está compilado en dos tomos por la Universidad de Córdoba y acumula más de setecientas páginas. Del Barco tiraba una piedra irreverente y sentida sobre qué significó la violencia de los sesenta y setenta, como reacción, como elegía prácticamente, al testimonio de uno de los primeros guerrilleros que actuaron en el país hacia 1964, Héctor Jouvé. Rozitchner redobla la apuesta en un largo ensayo publicado en la revista El ojo mocho. Pide no acallar con la discusión la expresión de Jouvé, establece el “vivirás” como origen no católico y establece una teoría de la contraviolencia como una acción “segunda”, defensiva y de reflejo superviviente. 

Preguntas imperecederas

En el fogonazo de estas cuatro polémicas se nota una teoría crítica de la pregunta transparente. Rozitchner fue un hacedor de preguntas hacia otra forma de vida. Sus “cómo” tenían el tono retórico al borde de la desesperación, como si se gastara la única chance de decir. Eran inquisiciones para criticar la táctica en tanto técnica, razón y delirio. Revertir el desfasaje entre el corazón y los libros. Se lo preguntaba todo desde un ahí, que era el mismo y que era también el tiempo todo entero de la materialidad en la que permanecía: la experiencia sensible. Del terror (y de la pregunta) se sale por la parte de adelante de la vida, la afirmación anímica. La arbitrariedad del primer paso que niega, que combate porque corroe, pero se funde en la vida. 

Los ecos teológico-políticos de la filosofía vuelven siempre cuando no sabemos para dónde salir. Toda época genera su encierro. Es la pregunta por el tiempo que nos toca, porque no hay manera de no estar en el tiempo: “¿Seremos capaces de aceptar nuestro destino, de animar la densidad de la historia con la fugacidad de una vida?”, se pregunta en “La izquierda sin sujeto”. Es una pregunta ética, pero también una insistencia sin tiempo para afrontar el tiempo de cada uno desde una crítica del ánimo. Es que se nace en una generación, pero no siempre se muere en ella. Esta idea puede ayudar a pensar cómo tiene que ser una pregunta para ser una pregunta generacional. Pensar se piensa en el barro, en la subjetividad dañada a la que llamaba “nido de víboras”, la metáfora de algo que vive y vive en lo siniestro. Las que viven son preguntas imperecederas. Lo que hay que rastrear es el momento gris donde la conciencia se toca con el gris más denso de lo anterior a ella. Las preguntas son entonces sobre la vida y a la vida hay que nombrarla con lo pedestre del bregar cotidiano, pero también con las promesas,con lo que merece ser esperado y buscado. 

Muchos libros demuestran que quedan pensamientos justos en el pasado, como estos, que ahora se reeditan para volver a empezar siempre. Se los puede habitar con la lectura. No ilusionarse del todo con ninguna actualidad es una manera de ser contemporáneo.