Con puntuales excepciones, Divididos se inclinó hacia el vivo como formato de presentación prácticamente desde hace una década y media. Basta con revisar su discografía reciente para comprender que el trío postergó la tarea compositiva --el último trabajo de estudio con material nuevo data de 2010, y el anterior, de 2002-- para concentrarse en el directo, confiado en su rico repertorio y destreza interpretativa. De manera simbiótica, para su público no hay necesidad de sorpresas: los músicos tienen que hacer lo que saben hacer, y todos contentos. Catar en directo la descarga de la “aplanadora sensible” que se instituyó con el cambio de siglo. Es así que Divididos viene rindiéndole homenaje a su propia obra desde hace largo tiempo, por lo que la realización de una gira nacional por sus 30 años de historia, atada a la regrabación de su ópera prima, no es más que una formalización de propósitos.

La reinterpretación de las canciones de aquel primer disco, por entonces titulado 40 Dibujos ahí en el piso y ahora rebautizado Haciendo cosas raras, se plantea como un puente entre los orígenes de la banda, que comenzó con Ricardo Mollo y Diego Arnedo intentando superar la muerte de Luca Prodan recluidos en un cuartito junto a una máquina de ritmos, ya librados a su instinto, hasta la congregación de más de  mil personas de ayer, bajo la lluvia, en el Hipódromo de Palermo, con una gran cantidad de canciones entrañables y una identidad propia.

Pasadas las 21.30, mientras buena parte del público todavía se acercaba --fue pobre la organización de los ingresos--, el trío expidió tres piezas de aquel disco --Che, ¿qué esperás?”, “Los sueños y las guerras” y “Haciendo cosas raras”--, en un comienzo que podía sugerir alguna suerte de hilo conductor. No obstante, la columna vertebral de su presentación fue una gran plantilla de éxitos --algunos comerciales, otros simplemente artísticos--, que llevó al concierto a una extensión de casi treinta canciones, presentadas a lo largo de tres horas.

El clima por momentos jugó a ser inclemente, algunos pensaron en desempolvar el manual de la épica para tolerar el viento y el agua a la intemperie. Sin embargo, existió una tregua necesaria: “¿Vieron que la lluvia acompaña? Se calmó cuando apareció Gustavo”, dijo Mollo, en referencia a Santaolalla, productor de La era de la boludez, su primer contacto hiperreal con la masividad. “Si supieran las cosas que pasamos con Gustavo, allá por el año ’93”, siguió el guitarrista y cantante, después de interpretar una versión extendida e intensiva de “Qué ves?, acaso su mayor hit, con Santaolalla en charango.

Esta compilación viva de conquistas tampoco redundó en un repaso discográfico íntegro, si se tiene en cuenta que obviaron referencia alguna a dos trabajos de los ’90 como Otroletravaladna y Gol de mujer. Pero sí pudo apreciarse el cierto contraste entre los tiempos de Acariciando lo áspero –-el funky criollo de “Qué tal?”, la eficacia de “Cuadros colgados”, “Paraguay” o “El 38”--, y La era de la boludez –-la ácida “Salir a comprar”, el riff de “Paisano de Hurlingham”--, y la de Narigón del siglo con lo que vino después, que obligó a repensar el concepto de “aplanadora” por uno que reflejara con mayor fidelidad la nueva situación del grupo.

Narigón del siglo quedó marcado como aquella experiencia beatle que no sólo se vinculó con nuevos hábitos personales de los músicos, sino con su influencia sobre el mismo grupo, al trastocar su ADN artístico hasta transformarlo en lo que es hoy. Como un espejo en el que Divididos se observa persistentemente. Eso se vio representado en la sección más melódica del set, iniciada por la chacarera “La flor azul” --con bombo legüero y el violín de Javier Casalla--, compuesta por Mario Arnedo Gallo, padre del bajista Diego, e incluido en el último disco con material original editado por el grupo, Amapola del 66. El fragmento prosiguió con “Par mil”, y un octeto de cuerdas para vestir “Spaghetti del rock”, “Un alegre en este infierno”, y la estupenda “La ñapi de mamá”, en otro viaje hacia Narigón del siglo.

El desarrollo hizo pie en la arista más colectiva de la banda, al dejar de lado algunas herramientas que en otras oportunidades fueron de gran aporte, como el rol de guitar hero de Mollo, ahora más encauzado en el trabajo en equipo, casi como un maestro de ceremonia que mantiene su voz en muy buen estado a través de los años. La presencia de Catriel Ciavarella en la batería aporta vértigo, factor que a veces aparece como ganancia y otras como merma, cuando se generan desacoples o desprolijidades.

“Cuando tocamos por primera vez, en un bar de Flores, en lo único que pensábamos con Ricardo era en encontrar un nuevo lugar para tocar. Ahora sigue siendo igual”, repasó Arnedo acerca de la vocación por hacer música junto a su amigo, en un tono de balance también apuntalado por versiones de artistas de incuestionable influencia para el trío. Desde el plano local (“Tengo”, de Sandro; “Sucio y desprolijo” de Pappo’s Blues) hasta el extranjero (“Light my fire”, de The Doors; y un fragmento de “Whola Lotta Love”, de Led Zeppelin), todo antes de que Luca Prodan entrara a sus vidas con información de primera mano del punk y la new wave europeas de principios de los ’80.

Y así, como el inicio de todo, el final tuvo que ver con el legado de Sumo. “Crua chan”, “Nextweek” y “El ojo blindado” fueron parte del cierre, mientras la lluvia amenazaba con volver. “Parece que la lista no conformó... en Flores nos arreglamos”, dijo Mollo, pensando en una nueva fecha capitalina. Otra oportunidad para seguir defendiendo la obra de Divididos arriba de un escenario.

Músicos: Ricardo Mollo (guitarra y voz), Diego Arnedo (bajo) y Catriel Ciavarella (batería).

Lugar: Hipódromo Argentino de Palermo, sábado 15 de septiembre.

Público: 20 mil personas.

Duración: 180 minutos.