“¿Dónde estamos cuando dibujamos, Yves?”, le pregunta John Berger a su hijo, pintor y escritor como él, en una carta del 2005. Para Berger la obra de arte no es la creación de un objeto bello o conceptual: el autor, pintor y crítico de arte recupera en sus escritos una figura que implica una forma de vida que él valora y quiere de forma entrañable: los oficios. 

A contrapelo de la prácticas profesionales, los mineros, carpinteros, campesinos y artistas están hermanados por un hacer que conforma su personalidad, su cuerpo y su vida sin disociarlos, sin lugar a ocultamientos ni hipocresías. El arte, aún más, permite dar un paso mágico: para Berger dibujar es descubrir, el dibujante se mimetiza con su objeto deviniendo un carpintero y el dibujo, un bosque.

“Yves, no me refiero al sentido más literal de la pregunta. Cuando dibujas tus árboles, estás en el bosque, con ellos. Cuando dibujo un pez, estoy en el porche de una casa de las afueras de París y el pez está en el suelo. (¿Te acuerdas de cuando dibujamos un pez allí juntos y vino el gato y meó encima del dibujo?) Lo que quiero decir ¿dónde estamos, en espíritu, durante el acto de dibujar?”, continúa en su carta.

El artista alumbra, pero no es un intelectual. Alumbra porque tiene espíritu, alumbra por su capacidad de mirar a través de los sentidos y por su don de empatía, de ver  al otro, no desde la apariencia sino desde el ser. Su amor por los campesinos y la vida sin pretensiones ni dobles discursos de quienes viven arraigados en su tierra, comiendo  de su propia siembra, sin grandes mediaciones industriales ni de ningún tipo, lo llevó a convivir con ellos. Desde la tierra, bajo el cielo, en silencio. 

Campo y viajes, escritos y dibujos forman parte del mapa de vida de uno de los más lúcidos lectores del siglo XX. Lejos del escepticismo y el cinismo que hoy recorre la crítica de arte, Berger cree que la obra de arte produce conocimiento, genera descubrimientos. éste es el núcleo de su libro Modos de ver (1972). Crear es aprender y por lo tanto mirar un retrato de un campesino de Paul Strand, un dibujo de Van Gogh, una tormenta de Turner, nos enseñan algo de este mundo. El  arte y la crítica de arte  resultan un modo de compartir, como el lenguaje, como las palabras que él hilvana en cada texto para contarnos por qué  los campos de Van Gogh, los perros de Tiziano, los cuadrados brillantes de Rothko o la pareja teniendo sexo de Hokusai nos acercan a esas escenas, nos permiten revivirlas, porque el arte para Berger es lo auténticamente poderoso. “Todas las grandes obras, las obras que nos esclavizan para siempre, están así de cerca de aquello que las inspiraron”. El tiempo se anula, otro gran poder de las artes, y revitaliza la memoria. Porque para Berger, toda historia es colectiva y social.  Una foto no es una pintura. Una pintura no es un dibujo, ni un película. Cada lenguaje evoca mundos con tiempos específicos. Berger fue el primero en asociar, por ejemplo, la fotografía con la filosofía, la pintura con la vida y el dibujo como un acto de aprendizaje.

El único acto sincrónico que combate la lógica del capitalismo, cree Berger, es el amor. Con amor y con interés, con ansiedad por saber y comprender, el escritor ubicó a la obra de arte lejos de ser un objeto ajeno y frío a analizar y la convirtió en una historia para contar y un enigma del cual aprender.

 Los textos de Berger conforman páginas de la herida, pero donde siempre está presente la esperanza a lo Berger: entre los dientes.  Hay algo que nunca muere. Como él enseñó en sus doce tesis sobre la economía de la muerte: “Los muertos circundan a los vivos. Los vivos son el núcleo de los muertos. En este núcleo se encuentran las dimensiones del tiempo y el espacio. Lo que rodea al núcleo es infinitud”.