Cuánto tiempo tardaba en anochecer por entonces! A los once años, caminando en verano por las calles del pueblo, todo olía a lluvia pasada y a limones amargos. Los crepúsculos se desperezaban.

Durante la hora de la siesta, cuando no podía escaparme para jugar al fútbol, que era lo único que nos interesaba a mi hermano y a mí, me deslizaba dentro del escritorio de mi tío el menor, el que según las mujeres tenía el corte de cara de John Gavin -que yo había visto como Julio César en “Espartaco”, en el cine “Sociedad Italiana”-, y los ojos azules y profundos como el añil.

Yo no le veía el parecido con John Gavin, pero en “Espartaco” había una escena con un ánfora llena de oro, y mi tío menor tenía una lata de galletitas “Colección Bágley” color cobalto donde guardaba monedas de diez y de veinticinco pesos, que me dedicaba a apilar, tratando de no hacer ruido. Eran dodecagonales; la de diez tenía un resero en el anverso y la de veinticinco una réplica de la primera moneda patria. Relucían como soles satinados.

Algunas veces, cuando la lata estaba repleta, sacaba dos o tres y me iba a vagar mientras la luz empezaba a apagarse descuidadamente. Cuarenta y cinco pesos eran mucho dinero en comparación con revistas, helados y caramelos Sugus confitados, que eran las cosas en las que “tiraba la plata”, como decía la Nonna. Pensaba que me la habían dado mis padres y que la habría traído de la ciudad.

Fue durante uno de esos anocheceres perpetuos cuando ví por primera vez a Rosalía Ortiz, la madre de Efraín. Salía de la farmacia de la familia Katz, frente a la plaza. Era una mujer delgada, que caminaba balanceando las caderas bajo un guardapolvos celeste. Llevaba un paquetito al que parecía acunar entre sus brazos desnudos. Tenía los ojos alzados en sus extremos y la piel oscura, no mucho pero lo suficiente como para llamar la atención en aquel pueblo de piamonteses y emilianos.

Una mulata que había llegado de Colombia; nunca supe ni cómo ni por qué. Sí, que trabajaba para los Katz, muy religiosos, haciendo de despachadora y en ocasiones de mandadera. En uno de esos envíos fue que la crucé. También la vi, después, en el kiosco de retreta de la plaza, de franco, con pollera grana y camisa amplia y amarilla, con los botones de arriba demasiado desabrochados.

Las únicas diferencias que hacíamos mi hermano y yo derivaban del comportamiento que se tenía en una cancha de fútbol. Los hermanos Kenny, por ejemplo, que ya a los once años se emborrachaban y peleaban con Dios y María Santísima, en la cancha la descosían, lo que para nosotros equivalía a un linaje inapelable. En cambio el pobre Antonio Airasca, fue rápidamente apodado “Bestia”, apropiada denominación que luego se transformó en su aféresis “Becha”, más piadosa. Los Kenny eran saetas implacables, y Airasca, un domingo, fue a rechazar, le erró a la pelota y se cayó. La compasión, en su caso, era más injusta que la ferocidad.

En cambio, cosa curiosa, la palabra “gringo”, allí donde pocos no lo eran, se tomaba en un sentido algo peyorativo. Más o menos como “babieca” o, como decía una prima que acababa de descender de dos piamonteses, pero había nacido enaltecedoramente en Argentina, “pánfilo”. Esa palabra, “pánfilo”, me daba risa, por lo que sentía una natural inclinación por los apodados “gringos”, excepto que jugaran mal a la pelota.

Efraín Ortiz, del color de la madre y el pelo copiosamente enrulado, también fue al principio catalogado como “gringo”, o “negrito”. Hasta que cruzó la raya de cal y obligó a trabajar la imaginación amodorrada de aquel reducto bello y remolón en el que pasábamos nuestros veranos.

A mi tío mayor, aceitunado y calmo, las mujeres del pueblo lo encontraban parecido a Omar Sharif, del que no hacía mucho habíamos visto “Lawrence de Arabia”, dirigida por David Lean. Nueve años más tarde, le encontré un aire al “Cuerudo”, el Judas de Juan Moreira, actuado por Edgardo Suárez. Salvo que éste tenía los ojos claros, y el mayor de mis tíos, negros. A él, la semántica de los apodos le desagradaba en general, y en particular las palabras denigratorias.

Efraín cayó una tarde al Club “9 de Julio” y se puso a mirar cómo corríamos detrás de la pelota, con las manos tomadas a su espalda. Alguno se habrá ido, otro le habrá preguntado, la cuestión es que el “negrito” entró y empezó a escribir su leyenda, que no estaba en otro lado más que en mi imaginación frenética.

Corría en puntas de pie, aunque era rapidísimo y parecía no cansarse nunca. En un fútbol donde los wines jugaban pegados a la raya, el máximo de la extravagancia era Alberto González, “Gonzalito”, un extremo izquierdo de Boca que “hacía” el lateral, retrocediendo hasta el medio campo, lo que le había valido el calificativo de “ventilador”, por el oxígeno que les daba a los demás. El “negrito” Efraín, en cambio, sabía desbordar, pero también arrancaba hacia adentro, con una inusual habilidad en las dos piernas, otra rareza. La tercera, era su exactitud para entregar la pelota, siempre redonda y limpia, al compañero menos pensado y más ventajosamente ubicado. Durante aquel verano del ’64, jamás le vi errar un pase. Cuando recibía la pelota y encaraba como una anguila, yo temía que algo se rompiera.

Jugaba, ¿cómo puedo decirlo?, misteriosamente. En sigilo, amparando el césped, una sombra dispuesta. Por entonces, los misterios eran del orden de lo sobrenatural, o del arte. El fútbol, por lo tanto, agrupaba y agotaba los adjetivos dentro de esas provincias de la experiencia. La prueba y el error pertenecían a la terquedad o, en el mejor de los casos, a la ciencia aplicada y al aprendizaje según Thorndike. Efraín no se equivocaba nunca, aparecía y desaparecía, como un arcángel eximio.

Los once años son una edad curiosa, o lo eran en el ’64. Se conocían las grandes aventuras del hombre, se deseaba a las mujeres sin saber exactamente para hacer qué con ellas, se espiaba más por placer que por curiosidad. Y eso, en la frontera exacta en que, transpuesta, todo cambia.

Alguna de las niñas del pueblo dijo que Efraín era sabroso y dulce como el arroz con leche y canela, lo que además respondía a su color de piel. Como “canela” es femenino, nosotros le concedimos “Canelo”, y así quedó superado el tema del apodo, para sobrio contento de mi tío, el sosegado.

Mi otro tío, el menor, pasó por una etapa de visitar la farmacia de los Katz como si le hubiese llovido un acopio de plagas, que no se le traslucían en el semblante.

Yo había visto jugar en la reserva de River a un ocho que me había deslumbrado. Se llamaba Pedro Ornad, y también hacía todo bien. En aquel único partido contra Ñuls la hizo de trapo: una gambeta endiablada, una pegada olímpica, una soltura de veterano, aunque no me acuerdo si había debutado o no en la primera división. Asocié a Ornad con “Canelo”, a ambos les concedí un destino de gloria en el cielo de los piolines y me dispuse a esperar sin perderles pisada, lo que en el caso del hijo de Rosalía Ortiz me duró sólo un verano, el de mil novescientos sesenta y cuatro. Porque luego no lo volví a ver.

Hablar por teléfono, por esos años, era toda una cruzada. En el pueblo, existía una centralita que atendía una telefonista, invariablemente mujer y frecuentemente añosa. Allí se decía el número, y si no había memoria, el nombre de la familia. Los números telefónicos tenían dos dígitos, y por lo tanto no había más de 100 teléfonos. Cada vez que mi madre llamaba desde la ciudad donde vivíamos, yo pedía que preguntara por “Canelo”, pero las noticias pasaron de pocas a ninguna.

A Ornad lo seguí por “El Gráfico”, que costaba 50 pesos y era considerado un texto canonizado. Pedro jugó algún partido en River y luego pasó a Argentinos Juniors, donde acompañó a Roberto Puppo, Diéguez y Osvaldo Sosa. Un equipazo, por más que no haya coronado. Enterarme del fútbol colombiano (por alguna razón, esperaba verlo a “Canelo” en su selección a los dieciséis años, que al fin y al cabo fue la edad en la que Pelé se puso por primera vez la camiseta del “Scratch”), era mucho más difícil, pero no dejé de intentarlo.

Cuando al año siguiente viajamos con mi hermano a nuestro pueblo estival, de “Canelo” no hablaba nadie, y decir Rosalía Ortiz provocaba en las mujeres un súbito cambio de tema, un traspie en las miradas, un apretarse de labios, y en los hombres sonrisas resbalosas.

El menor de mis tíos, ante la mínima mención por mi parte, se alzaba de hombros, sacaba la joroba como Angelito Labruna cuando arrancaba sin saber cómo haría el gol inexorable, y se le entintaban los ojos líquidos. El mayor, que era mi padrino, me hablaba pausadamente de motos y me invitaba a acompañarlo al bar “25 de Mayo”.

Yo pensé que “Canelo” iba a ser célebre, porque tenía misterio, y que Pedrito Ornad también, porque daba emoción estética. Dos artistas consumados. Pero no fue así.

Tal vez, al fin y al cabo, lo que yo creía que era arte no era arte. Tal vez había dejado de serlo y ya era ensayo y error, como lo es hoy: ciencia. Hoy, que anochece rápido, demasiado rápido.

O tal vez era arte y había decidido dejar de serlo. En fin, lo dijo el mismo Rimbaud, el poeta más excelso: “Ahora puedo afirmar que el arte es una tontería”.