El monitoreo de la zona metropolitana prueba que la mera sensación de inseguridad, en este caso la inseguridad social, cambia la vida. Perder el empleo es una tragedia. Pero tener miedo de perderlo es, en sí mismo, un tormento.

En 2016 avanzaron tanto la tragedia como el tormento. Eso es lo que revelan las cifras del Monitor de Clima Social. Según ellas el 43 por ciento de los que viven en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires no descarta quedar desocupado. En el Conurbano profundo ese temor llega al 56 por ciento de los encuestados por el Centro de Estudios Metropolitanos. Más de la mitad de la gente vive con miedo.

El sondeo confirma la debilidad del argumento oficial en el sentido de que, en primer lugar, no habría mayor desempleo sino mayor preocupación ante el desempleo y, en segundo lugar, que se trata de una inquietud y no una realidad. El argumento ignora, o disimula ignorar, que la incertidumbre empeora la calidad de vida. No puede decirse en cambio que el Gobierno ignore la incidencia del miedo a la desocupación en la baja del poder de negociación sindical ante la crisis. El entonces ministro de Hacienda Alfonso Prat Gay lo dijo sin vueltas el primer día de 2016: “Cada sindicato sabrá dónde le aprieta el zapato y hasta qué punto puede arriesgar salarios a cambio de empleos”.

La palabra “seguridad” en relación con la vida cotidiana tiene una resonancia fuerte cuando se habla de hambre. Ese lazo es sólido en la tradición de la Organización de las Naciones Unidas y sus entes. “El concepto de seguridad alimentaria es dar abasto a la población de una cantidad mínima de calorías y proteínas todos los días, seguridad que significa tener tres comidas al día”, definió el brasileño José Graziano, director desde 2011 de la FAO, la organización de la ONU para cuestiones de alimentación y agricultura. Antes de llegar a la ONU Graziano fue el diseñador del Plan Hambre Cero de Luiz Inácio Lula da Silva y la cabeza del Ministerio Extraordinario para la Seguridad Alimentaria que Lula creó al asumir en 2003.

El monitoreo metropolitano también marca un empeoramiento alimentario justo en una región del mundo que, como América Latina, logró disminuir el hambre entre un 14 por ciento de la población en los años ‘90 hasta un 5 por ciento en los últimos tiempos. La marca actual es una regresión. Un interesante trabajo de la especialista peruana Natalia Torres Zuñiga indica que jurídicamente la regresividad significa una reducción en el nivel de goce de derechos protegidos. Dice la abogada que la regresividad puede darse en el terreno normativo (por ejemplo si un Estado aumenta los años de aportes necesarios para obtener la jubilación) y también como resultado de políticas públicas. Se refiere a “aspectos como el de la disminución o desviación de los recursos públicos destinados a la satisfacción de cierto derecho, o al deterioro de determinados servicios o prestaciones a las que el Estado se encuentra obligado”.

Prat Gay o quien lo desee pueden leer el trabajo sobre la regresividad haciendo click en <http://bit.ly/2ioTd59>. Lo contrario de la regresividad es, naturalmente, la progresividad. Fue estudiada entre otros por los expertos Luis Daniel Vázquez y Sandra Serrano, de la sede mexicana de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. El click para su obra es <http://bit.ly/2cxAWxK>. El progreso indica que “el disfrute de los derechos siempre debe mejorar”, escribieron. Agregaron que la progresividad depende de la implementación de planes para garantizar las condiciones que permitan esa mejora. Un derecho supone la exigencia de que se cumpla una base mínima. Por caso, las tres comidas diarias que enarboló Graziano como bandera de Brasil y luego de la FAO.

No es una discusión menor. Una vez establecido el mínimo empezará a regir el criterio de progresividad. Al mismo tiempo, la regresividad se hace nítida cuando no solo disminuye el disfrute de derechos sino que hasta el mínimo queda recortado. Sería el ejemplo del crecimiento del hambre en el segundo cordón del Gran Buenos Aires que revela el monitoreo.

El temor en la vida cotidiana es un viejo asunto de la política, En plena crisis del ‘30 Franklin Delano Roosevelt usó como lema de campaña que había que perder el miedo al miedo. El miedo, según FDR, paralizaba a la sociedad norteamericana y le dificultaba remontar la crisis. El punto clave es que el jefe de la Casa Blanca entre 1933 y 1945 no se quedó en el mensaje esperanzador al estilo de un reverendo. Diseñó estrategias para reactivar el empleo y mitigar el hambre. Y lo hizo mientras le ponía límites al sector financiero para que no confundiera la banca de depósito con la de inversión y para impedir el monopolio. La reducción de miedo no es un fenómeno natural sino el resultado de decisiones políticas. Estimular el miedo también es política pura.

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