A los 94 años, en plena actividad, emprendiendo giras y encarando proyectos, todavía cantando, y haciéndolo bien, murió Charles Aznavour. La gran voz de la canción francesa, aquel que podía decir y demostrar que “las modas pasan, pero el amor no”, como hizo y dijo cuando visitó la Argentina, dejó marca y estilo. Imprimió esa marca en una época y un género al que dotó de nombre y apellido, cumpliendo con lo que había prometido: “cantaré mientras mi corazón palpite”.
Aznavour falleció en el sur de Francia. Iba a cantar en Bruselas en unos días; venía de una gira por Japón. En esos conciertos volvía sobre sus temas, los que volvió clásicos, haciendo pervivir una forma de cantarle al amor que el mercado discográfico fue haciendo mutar a otros formatos. “La mamma”, “Sa jeunesse”, “La bohème”, “Te espero”, “Non, je n’ai rien oublié”, “Je voyage”, llevan la marca de su voz, y son sólo las más populares entre las más de mil que dejó registradas, y de las que fue autor.
Sorprendía al verlo en vivo su estado vocal y físico, su dominio escénico, su capacidad de apropiarse del teatro desde su pequeña estatura. A diferencia de otros artistas de los que, con el paso del tiempo, solo queda puesto en escena el recuerdo de lo que fue, en su caso sus cualidades seguían mostrándose en tiempo presente. Mutadas, en todo caso, pero potentes. Cantaba con el talento de los clásicos, de los que ya no necesitan abundar en el gesto de demostrar. Así se lo escuchó, junto a una orquesta en sintonía, aplomada y elegante, en su último concierto en la Argentina, en el teatro Gran Rex, en marzo de 2017.
Los más añosos lo recordarán como el “Señor Champagne” de aquella propaganda de Monitor, apenas un desliz masificante en la trayectoria de este caballero distinguido como chevalier de la Legión de Honor, officier de las Artes y Letras de Francia, embajador de Armenia ante la Unesco, entre otras medallas y cargos. O como el que presentó a Susana Rinaldi en el Olympia de París, en aquellos años de bohemia. O como el fetiche adorado por la Nouvelle Vague, a quien François Truffaut le dio el protagónico en su segundo largometraje, Disparen sobre el pianista (1960), O en la película final de Jean Cocteau, El testamento de Orfeo (1959).
Tuvo otras notorias apariciones en cine, una filmografía que supera los 60 títulos. Entre las más recordadas: la adaptación de Eran diez indiecitos, de Agatha Christie (dirigida por el inglés Peter Collinson, de 1974), o de El tambor de hojalata, de Günter Grass (del alemán Volker Schlöndorff, 1979). O dos películas donde pone en primer plano sus raíces armenias: Los fantasmas del sombrerero, dirigida por Claude Chabrol, en la que interpreta a un sastre armenio, y Ararat, que Atom Egoyan presentó en 2004. En este film, Egoyam habla del genocidio armenio ubicándolo como tema de la película que filma un veterano cineasta de origen armenio, encarnado por… el veterano cantante de origen armenio Aznavour, cuyo apellido original era Aznavourian.
“Es un mito viviente, particularmente en Francia, y es muy consciente de serlo, pero al mismo tiempo es extraordinariamente accesible y alguien con quien es muy fácil entenderse”, lo definió Egoyan en una entrevista con este diario. “Para llegar a él tuvimos que atravesar toda una jungla de agentes y managers, pero una vez que se comprometió con la película fue absolutamente generoso. Su mayor preocupación era no equivocarse con el inglés y aprenderse su parte sin errores. El sabía que ésta era una oportunidad única, considerando que él es el armenio más popular y reconocido en el mundo, su verdadero apellido es Aznavourian. Y a la vez es un ícono de Francia”. Para completar el círculo de alusiones, guiños y capas de sentido, el personaje de Aznavour en la película lleva el mismo apellido, Saroyan, de su protagonista en Disparen sobre el pianista, de Truffaut.
Charles Aznavour nació como Shahnour Varinag Aznavourian Baghdassarian, el 22 de mayo de 1924, en el seno de una familia armenia que emigró a París. Sus padres habían llegado allí a principios del siglo pasado, huyendo del genocidio que Turquía perpetró contra los armenios entre 1915 y 1916. Esas raíces siempre fueron defendidas y reivindicadas por el cantante y autor: “Nunca olvidé de dónde vengo. Vi a mis padres subir la colina de Montmartre tirando una carreta. Yo no soy un nuevo rico, soy un antiguo pobre”, dijo en una entrevista.
Siempre llevó la causa armenia como muy propia, y se expresó públicamente por el reconocimiento del genocidio. El tema de la inmigración le era propio y cercano, por eso volvió a pronunciarse en esta Europa actual que los pretende expulsar, recordando siempre su propia historia. A esas raíces también solía rendirles homenaje iniciando sus shows con la canción “Les émigrants”. Vivía en Ginebra, y había sido nombrado embajador de Armenia en Suiza. Casado en tres ocasiones, tuvo seis hijos. Una de ellas, Katia, lo acompañaba como corista.
Su carrera artística comenzó en el teatro, donde interpretó desde los once años papeles infantiles. Su primera incursión musical fue a principios de los 40 con un dúo con Pierre Roche, con el que comenzó a actuar como telonero de los conciertos de Edith Piaf, quien se transformó en algo así como una guía y promotora artística, y con quien llegó a formar pareja. A diferencia de este gran ícono femenino de la canción francesa, Aznavour perteneció a una generación posterior, la de los cantantes internacionales, la generación de inmigrantes que se abría paso al mundo desde una París abierta, multicultural y bohemia, pronta para el fervor de los 60.
“Siempre lo dije y lo he cumplido: Mientras mantenga las capacidades, no abandonaré a mi público. Me hace feliz ver que el público sigue siempre ahí. Es algo que necesito, porque mi mayor placer es mi trabajo. Cantaré mientras mi corazón palpite”, dijo en una entrevista reciente. Y cumplió.