Cuando por primera vez, recién salido de la adolescencia, acompañé a un amigo a una reunión doméstica de locas (creo que despuntaban los ochenta), sentí pánico estético y moral. Una inadecuación angustiante al descender a aquel mundo que, de requerirme de ahí en más, me exigiría escindirme en dos vidas sociales.

Esos varones, en apariencia tan seguros, se dirigían entre ellos como mujeres; eran siempre “la Horacio”, “la Kunta”, “la abogada del asfalto”, “la Luque”. La utilización del género gramatical femenino me paralizó cuando irrumpí, tan extranjero, en ese living donde los más histriónicos, de edades misteriosas, pañuelos al cuello y abanicos imaginarios -unos más mujerones y otros de voz de trueno que de repente se ondulaba-  competían en el relato de anécdotas eróticas para un público que completaba la escenografía maldita. También, por primera vez, creía descubrir una característica común en “la mirada de las locas”: una cosa era cruzarse con un homosexual en la calle y que la fricción visual produjera un destello como de dos metales que chocan. Otra, ser testigo de la multiplicación de ese brillo de doncella en los ojos –como escribió Marcel Proust– ya no en la soledad del paseante sino en lo que, para el analista social, sería el focus group de la mariconería compartida. 

Yo había mal crecido en una atmósfera católica de clase media, donde la homosexualidad se asociaba a cofradías secretas, a placares bajo placares con ropas escandalosas, a varones histéricos poseídos por el espíritu enfermizo de la madre, o directamente entregados a posiciones amatorias condenadas en la Biblia y sin otra bibliografía más esclarecedora que los manuales de chistes gruesos en la tele y la tradición oral popular. Insertado ya en la vida cotidiana de los gays de Buenos Aires, ¿pasaría a ser un puto? ¿Repetiría en público el solitario bailecito de sevillana que ensayaba en el espejo de mi cuarto? 

Los corpiños de mi madre, el breve rouge que me probaba de querusa, las imitaciones a los profesoras con que jodíamos con el compañero tan parecido a mí, ¿pasarían a ser el santo y seña para ser admitido en aquel clan, cuando empezase a cambiar de piel como la serpiente, en ese momento existencial en que uno aún no ha dejado de ser lo que era y todavía no es lo que será? Ahora creo comprender que la asunción de la lengua en femenino fue parte constitutiva de un proceso de asunción mucho más amplio, el de mi homosexualidad. Ese código de ingreso, por suerte tomado en solfa, fue liberador. Formó parte de una reiteración performática, más o menos inconsciente, que me permitió revertir aquel universo secreto de niño marica herido y solitario, dejarme poseer por lo que era y traía en la maleta desde una edad que todavía no consigo determinar, desidentificarme con la simulación careta que me exigía la tradición prostática, o burlarme de aquella psicóloga a la que había solicitado un primer turno a través del contestador del consultorio y que apenas empezó la sesión me dijo que, oyendo mi voz en el teléfono, se había dado cuenta de mis “problemas de identidad”. Claro que los tenía, en la medida que seguía tratando sin éxito  de fingir una voz grave o al menos neutra. ¡Cuánto diván transpirado al pedo!   

Reflexionar sobre el uso del femenino en la lengua de las locas incorpora una dimensión performática, histórica y política en la construcción de un mundo en común. Todo aquello que intrigaba a los alienistas y psiquiatras del 1900 (el “tercer sexo” y la inversión congénita o adquirida), y que era y es risa y hoy también orgullo. La historia de una clandestinidad y lo que, a pesar de los intentos modélicos de masculinizar la pose hasta llegar a la consigna asimilacionista “cero pluma cero ambiente” (una variante especular del gusto ancestral por el chongo) compartimos todavía, sobre todo cuando las defensas bajan en el fragor carnavalero de la fiesta, mientras  dura el baile de exorcismo contra las pretensiones esencialistas de la subjetividad. Devenir “la Modarelli” es celebrar la diva que pude haber sido, hacer de las mujeres que me habitan guerrilleras que atentan contra el cuerpo y el lenguaje duros del patriarcado. Les he robado a los machirulos la potestad del insulto y el desprecio, cuando a uno lo tratan de histérica o creen imitar unas maneras preciosas. 

El tránsito entre los géneros de la lengua es una práctica que vengo recomendando en mi ámbito de trabajo. Voy ganando la partida. Lo que empezó como broma se hace hábito: no es que solo me digan la tía o la pichona, sino que los chongos ahora disfrutan entre ellos, anteponiendo el artículo “la” al nombre, discutiendo con “la pendeja”, diciendo de tal compañero que “no me la banco”. Pero sé que el riesgo que se corre es que el juego lingüístico transgénerico se agote irónicamente en el femenino, y por eso desde hace un tiempo las mujeres de la oficina pasaron a nombrarse “el flaco”, “el comandante” o “Don Raúl”. Hagamos estallar artículos y pronombres; un pasito más para desmitificar el bochornoso orden natural del lenguaje.