Fumás un cigarrillo a escondidas de nadie. Como si no fuera pecado suficiente, apenas lo apagás te prendés otro.
Tenés los ojos irritados, hinchados, dos tajos oxidados. No sabés por qué no seguís llorando: falta de ganas, ausencia de líquido corporal o resistencia de los lagrimales al ardor.
Te sentís asfixiada, atrapada en una bolsa de nylon reciclable. Nadás en el vacío ahí adentro, sin hacer pie en el aire mientras tus brazos, inmóviles, intentan levantar vuelo.
Te cansás. Se te escapa otra lágrima. Te quema la cara.
Hace tiempo pensás en lo que te pasa: cuánto es por tu propia estupidez, y cuánto por la época en que naciste. Por fortuna el momento que transitas permite escribir “libertad” todo en mayúsculas para las minas. Se llenan las calles del grito sagrado. Sin embargo, hay un peso específico ubicado en la boca del estómago, individual, intransferible, que se resiste a toda lucha y te pudre. A veces tiene forma de bola, otras de hornalla encendida. Con suerte, es apenas una molestia. Siempre ahí. Una vocecita chillona, una chicharra que se burla de tu destino ladeado, una mirada punzante que se lanza por encima de un par de anteojos.
El centro del círculo siempre te sofocó. Cada vez que lo ubicabas, te picaba el cuerpo y te corrías de a poco, para llegar al borde y vislumbrar la salida. A veces, sólo se podía correr. Ahora te mirás desde afuera y lo único que se te ocurre es que estás errada. Como siempre se dice de las pibas como vos. Se te pasó el tren de la maternidad y del matrimonio burgués. Siempre te puso triste esa idea, pero hace rato pensás que, a lo mejor, una vida así te hubiera salvado de vos misma. Mirás el espacio que te rodea y está lleno de preguntas: ¿Es verdad lo de “revolución o muerte”? ¿Qué asuntos desentrañables se hunden en el pantano del medio, entre Susanita y Juana Azurduy? ¿Las luces y sus sombras nos definen para siempre, o son un juego de invierno detrás de un lienzo blanco, la pared de una caverna?
La sibilancia de tu pecho interrumpe el fluir de la conciencia. “Es el último atado que me compro”, te prometés, como cada semana. Hace un mes que no podés salir a correr porque no tenés pulmones, y eso le da un tono más oscuro a tus pensamientos. La cabeza camina. La acción no avanza. Seguís sentada frente a la ventana de cara al jardín. Corriste la cortina para que salga el humo y no quede olor. Pero el olor queda en tus dedos, y te da arcadas. Te parás de golpe y te mareás. Desplegás en pocos minutos un festival de lugares comunes: te miras al espejo para darte pena, querés irte de viaje… el pelo ya te lo cortaste, pero ni Sansón ni Dalila: no pasó nada.
Se te acelera el pulso como si gritara “BASTA YA”. Con ímpetu compulsivo dejás la silla; ponés en una bolsa (de nylon reciclable) el rompecabezas que te regaló, todavía envuelto en el celofán original; el cepillo de dientes que dejaba en tu casa, la lapicera que tiene grabado tu nombre con un error de ortografía, el paquete de pañuelitos descartables que se olvidó la última vez que estuvo. La huella de las palabras proferidas también la escupís ahí adentro. Cerrás la bolsa. La ubicás al lado de la puerta para no olvidarte de sacarla.
Entonces lo virtual: revisás en el telefóno, minuciosamente, para que no queden fotos suyas, ni juntos, ni tomadas por él. Borrás los chats y el registro de llamadas. Por último, su número de contacto. Chequeás presencia en tu computadora, la eliminás. Das de baja tu red social porque no encontrás cómo bloquearlo. Listo.
Vas y venís por la casa con mirada de sabueso. Es muy importante no dejar nada que active recuerdos. Finalmente, cambiás de lugar los muebles para que el espacio no se parezca al que él visitaba. Estallás contra el piso la taza en la que tomaba el café con stevia. La dejás desparramada.
Te sacás el pantalón del piyama y te pones el de jean, ancho. Salís al palier y llamas al ascensor. Sale tu vecina con el perro-rata. La saludas con mucha efusividad, como una renacida, con la cara desfigurada y la bolsa en la mano. Sin decir “agua va” te das vuelta y bajas por la escalera. Vecina, perro y vos llegan juntos a la puerta del edificio. Le volvés a hacer una mueca exagerada, parecida a una sonrisa.
El contenedor de los residuos reciclables está frente al edificio. El otro en la esquina. Sin sacar cuentas, soltás la bolsa en el más cercano y te apurás a subir. Por suerte, en TNT hoy dan maratón de Harry Potter.
Entrás al departamento y volvés a sentir asco. Prendés un sahumerio de la India y te lavás las manos en la pileta de la cocina. Buscás el control remoto por toda la habitación. Sale despedido al levantar la almohada. Lo alzás, le ponés la tapita al compartimento de las pilas, que había volado debajo de la cama. Encendés la tele. Propaganda. El mágico mundo en continuado todavía no empezó.
Mientras te sacás el jean y te pones de nuevo el piyama te viene taquicardia. Llevás la mano derecha al pecho. Caminás descalza hasta el living, esquivando el jarrito roto. Corrés la cortina, te sentás frente a la ventana.
Te prendes un pucho y te pones a llorar.