El año anterior habíamos hecho la primera “Gran Perro Dos Narices” en la bajada de Avenida Cruz, y fue un éxito tan rotundo –no sólo por la cantidad de gente sino, principalmente, por la repercusión que tuvo en los diarios y las radios locales– que para esta segunda edición contábamos con el apoyo de un montón de instituciones y negocios y hasta pudimos conseguir, gracias a las influencias que movió el Padre Franco, una parte de la pista del autódromo, en Villa Riachuelo.

Sábado 26 de Septiembre

GRAN BICICLETEADA “PERRO DOS NARICES”

2da Edición

Concentración: 10 a.m en la entrada del Autódromo, Avenida Roca y General Paz.

Única categoría: Niños y niñas de 10 a 13 años.

¡GRANDES PREMIOS!

Traé tu bici, te la arreglamos y le damos mantenimiento 

¡Gratis!

Organiza: Grupo Juvenil “Sudoeste”.

El nombre de la bicicleteada era un homenaje que le hacíamos la gente de “Sudoeste” a uno de los perros callejeros más queridos y famosos de la zona. Dos Narices vino al barrio una tarde de primavera por la calle Barros Pasos, viajando conmigo y los hermanos Cabrera atrás de la camioneta de Roque. Llegó para quedarse mucho tiempo, aunque no para siempre, porque un día cualquiera, después de parar cuatro años con la banda de Giribone, se iría definitivamente. Nadie, aún hoy, sabe con certeza adónde se fue ni por qué.

Como su nombre lo dice, este perro se caracterizaba por un rasgo particular: tenía dos narices. Estaban pegadas una al lado de la otra, aunque la derecha era un poquito más grande que la izquierda. Había nacido en Lanús Oeste, barrio donde los hermanos Fabián y Morraja Cabrera vivieron su infancia, junto al Riachuelo, en unos potreros con tanta contaminación que los animales y las plantas -según Morraja también algunas personas- nacen con deformaciones y características insólitas. Allí juraban haber visto gatos de tres patas, ratones gigantes, eucaliptus y pinos tamaño bonsai y hasta un perro azul.

Yo fui una sola vez por ahí, el día que conocimos a Dos Narices. Los había acompañado a visitar a sus abuelos. Primero pasamos la siesta jugando a las cartas y después, cuando bajó el sol, salimos a caminar por la orilla del río, en dirección a Puente La Noria. Querían mostrarme un caño grande de desagüe, que ellos llamaban “el caño de las pelotas”. 

Íbamos cantando “Oh Lanús, de día no hay agua, de noche no hay luz”. A medida que avanzábamos me fui acostumbrando al olor a podrido hasta que en un momento no lo sentí más. El paisaje se fue enrareciendo y poco a poco empecé a ver cosas increíbles. Me sentía Alicia en el país de las maravillas.

Caminamos bastante. El desagüe salía de abajo de un playón abandonado, cerca de unos galpones que ocupaban como cinco cuadras. Nadie sabía de dónde venían esas cañerías, pero por alguna extraña conexión con las canchas y los clubes del cordón sur, a ese tubo iban a parar pelotas de todo tipo y tamaño, de fútbol, de tenis, de voley. A veces se encontraban muñecas y camioncitos; por eso algunos le decían “La juguetería”. Iban muchas bandas de Lanús, de Lugano y de Ingeniero Budge. Casi siempre la búsqueda era pacífica, pero me contaron que un par de veces se agarraron a piñas, disputándose los trofeos. El día que fuimos nosotros estaba todo tranquilo y yo no pensaba irme con las manos vacías. Busqué un rato entre la basura acumulada y enseguida me encontré una vieja jalisco. Tenía dos o tres gajos pelados, pero todavía picaba bien. Durante un tiempo la usamos con mis amigos para jugar en la cancha del Maristas y en el Tennis Club, allá en Lugano, donde los sábados a la tarde armábamos picados entre barrios.

Cuando volvíamos, bordeando el Riachuelo, nos dimos cuenta de que nos seguía un perro. Su tamaño era mediano, tirando a grande, y su color marrón oscuro, con algo de blanco en el pecho. 

-Che -dijo Fabián-, este perro tiene dos narices.

-A ver.

Morraja le dio unas galletitas que traía. Dos Narices se paró en dos patas y empezó a hacer piruetas. Le salían perfectas, como si fuera un perro de circo. Estábamos fascinados. Lo acariciamos y hasta le hicimos el favor de sacarle unas garrapatas. Lo saludamos y seguimos de largo, pero cada vez que nos dábamos vuelta, ahí estaba él, cerca nuestro. Nos acompañó hasta la casa de los abuelos Cabrera.

-¿Qué hacemos con Dos Narices? -empezamos a llamarlo así desde el principio.

-¿Y si lo llevamos con nosotros?

-¿Pero adónde va a vivir?

-En la calle, ahí por Giribone.

-Y bue. Subilo.

Dicen que el olfato es al perro lo que la vista al hombre. Tal vez por ese motivo es que Dos Narices era tan inteligente y perceptivo. Cada tanto nos sorprendía con una reacción inesperada. Una vez, en plena siesta de año nuevo, estábamos todos tirados con resaca y en silencio, cuando de pronto el personaje se sacudió desparramando su clásico olor a podrido, se apoyó contra la pared y se puso a hacer una de sus piruetas, mientras nos miraba de reojo.

-¿Qué le pasa a este perro?

-Les quiere levantar el ánimo -contestó Walter.

Nos morimos de la risa. Los días siguientes nos quedábamos callados a propósito o llorábamos de mentira, para ver si lo hacía otra vez.

También era guardián. Siempre daba el alerta cuando venía la policía haciendo racia con el 80.

-¡Guau! ¡Guau!

-¡Rajemos! 

Estaba al tanto de todo lo que pasaba. Nosotros lo tratábamos como a uno más y a nadie se le ocurría cargarlo por tener dos narices. Lo queríamos mucho, sobre todo Walter, un chico de diez años que fue su amigo inseparable desde que pisó el barrio.

Walter era muy avispado. Estudiaba en la 14 de Lugano, sobre Cañada de Gómez. Tenía buenas notas, y eso que siempre estaba callejeando con nosotros. A veces llegaba con los útiles y hacía la tarea en la vereda de Edu, donde nos juntábamos con las violas y alguna que otra armónica para zapar hasta la noche. Tenía la voz finita y generalmente estaba serio. Se la pasaba buscando cosas en el piso, piedras, bichos, tapitas de botellas, que después coleccionaba. Su manera de expresarse nos divertía, porque hablaba con palabras rebuscadas, como si fuera una persona grande.  

Él fue quien más sintió la ausencia del perro. Durante un tiempo dejó de venir a Giribone. Según nos contó la mamá se había enfermado, porque no comía. Los pibes pensamos en regalarle un cachorrito, pero enseguida nos arrepentimos porque la verdad que era una idiotez querer reemplazar a Dos Narices. 

Qué pasó exactamente, nadie lo sabe. La cosa es que de un día para el otro Dos Narices no estaba más, se lo había tragado la tierra. Al principio decían que se fue atrás de una ovejera, para el lado del Bario Urquiza, que seguro iba a volver el día menos pensado. Después se corrió la bola que lo habían secuestrado, por un ajuste de cuentas entre bandas. 

Una tarde, Morraja vino como loco a Giribone. Estaba seguro de haber visto a Dos Narices encadenado en el jardín de una casa, atrás de la Pirelli. Los rumores se hacían realidad. Fuimos todos para la General Paz y nos tomamos un colectivo hasta Avenida del Trabajo. Cuando bajamos, nos metimos con mucho cuidado por atrás del Barrio Piedrabuena.

-Che, vayamos de querusa que si nos fichan nos hacen boleta.

De tanto especular en el camino, al llegar a los monoblocks ya estábamos convencidos de que Dos narices estaba por ahí, que lo tenían de rehén para torturarlo o quizás para extorsionarnos a nosotros y pedirnos un rescate.

La operación marchó bien hasta el final. Cruzamos los edificios, después un campo lleno de basura y finalmente llegamos a unas casitas sin que nadie nos dijera nada. En la calle había poca gente. 

-La casa es aquella -dijo Morraja.

Decidimos que fuera uno solo, para no levantar la perdiz. Empezábamos a discutir quién era el indicado, cuando Walter se mandó por su cuenta.

Lo dejamos, porque de última la opción no era mala. Seguro nadie iba a sospechar de un chico.

Movido por la ansiedad, Walter caminó rápido, con menos precaución de lo que hubiéramos planeado. 

Seguimos su avance con atención. Reinaba un silencio absoluto. Apenas se acercó a la reja, cayó sentado al piso, agarrándose la cara. 

-¡Vamos! -Morraja, Fabián y yo corrimos hasta él.

Lamentablemente, el perro del jardín no era el que buscábamos. Se parecía bastante, hay que reconocerlo. Tenía el mismo color y tamaño, pero una sola nariz. Un bajón.

Volvimos al barrio todos callados. Verlo a Walter me impresionaba. No sé cómo describir su expresión, sólo puedo decir que ya no tenía la cara de un chico.

En aquella época, los pibes de Giribone que participábamos en “Sudoeste” organizamos la primera edición de la bicicleteada. Walter no quiso correr  porque estaba muy desanimado. Enseguida se nos ocurrió ponerle el nombre de nuestro amigo perdido. Gracias a la carrera, la historia del perro se hizo famosa.

En todos lados se contaban anécdotas extraordinarias acerca de las hazañas de Dos Narices y su compañero El niño serio. Así empezaron a llamarlo a Walter. 

En los barrios, las historias suelen correr como la pólvora y pronto se convierten en mitos. Eso pasa porque estos lugares no tienen centros de diversión que no sean las propias esquinas donde uno pasa horas y horas charlando con sus amigos de cualquier cosa, imaginando por necesidad algo más que las calles vacías y las casas comunes. 

Por eso es que ahora todo el mundo estaba interesado en nosotros. Empezaron a venir a Giribone pibes de todas partes de Celina, de Lugano, Tapiales y Madero, porque querían parar con nuestra banda. 

Hubo sábados que llegamos a ser casi cincuenta. La policía nos tenía entre ceja y ceja y a veces nos apretaban de a uno, pero cuando nos juntábamos no se metían, porque éramos muy fuertes para ellos, que apenas contaban con una lancha y un patrullero que se caía a pedazos. Sólo teníamos cuidado con el 80, que venía cada vez menos. Era una época gloriosa. 

De un día para el otro Barros Pasos cambió de nombre. Alguien había tapado la señalización de la calle con unos carteles que decían “Perro Dos Narices”. En la esquina de Giribone, Gusano y los escobitas tallaron en madera una imagen del perro y la pegaron con cola contra un poste de luz. Poco tiempo después nos enteramos de que la Porota andaba diciendo que era un perro milagroso, que le había pedido no sé qué cosa y que se le cumplió. Algunos aseguraban que cerca de la escultura siempre se sentía el olor a podrido del perro, que el lugar estaba santificado por su presencia. Pronto, la gente empezó a dejarle ofrendas, y hasta se pensó en hacer una peregrinación.

Todos estábamos entusiasmados, y eso se lo debíamos a nuestro perro, aunque Walter se mantuvo sin dar señales de vida. Recién al año siguiente volvimos a verlo otra vez.

En los días previos a la segunda edición, lo crucé en la puerta de mi casa.

-Waaalteeeerr -no sé por qué, cada vez que lo veía, me daban ganas de gritar su nombre-, ¿cómo andás?

-Estoy entrenando.

Sin dudas mostraba signos de recuperación y se lo veía decidido a participar. Pasaba horas pedaleando en su bicicletita rodado dieciséis.

Nosotros sabíamos que no tenía oportunidad de ganar con una bicicleta tan chica, pero creo que cada uno, íntimamente, esperaba que sucediera un milagro. A medida que el sábado se acercaba, los hinchas de Walter eran cada vez más. Siempre lo nombraban cuando se hablaba de la carrera, tanto en el almacén de la Juanita como en la Feria.

-Está todo el día practicando, ojalá que gane. Dice que le hizo una promesa al perro.

-Pobre niño serio -contestaba cualquiera-, con esa bicicleta no va a llegar a ningún lado.

El día de la bicicleteada nos levantamos temprano. Cargamos los bultos de la organización en la camioneta de Roque y salimos para el autódromo a eso de las ocho. Cuando llegamos no había nadie,  pero a medida que pasaron los minutos, la gente empezó a sumarse lentamente, al principio personas sueltas, chicos acompañados por sus padres, y después, a partir de las nueve y media, en grupos grandes, la mayoría viajando en camiones o colectivos escolares que contrataron los diferentes colegios que apoyaban el evento. 

Venían de Lugano, Mataderos, Soldati, Celina, Tapiales, Aldo Bonzi, Ciudad Evita y muchos otros barrios. Casi todos traían banderas con inscripciones de las escuelas y los clubes o directamente con el nombre de algunos de los chicos que corrían. Todo el mundo cantaba. Había bombos, pirotecnia y gente disfrazada. Las radios locales tenían corresponsales en vivo y había cámaras del canal de San Justo y de ATC. Era un día precioso. 

Una vez adentro, la gente del autódromo nos llevó hasta la zona que nos tenían reservada. En la largada habían instalado una carpa de la Cruz Roja. Al lado nos pusimos nosotros, que empezamos a repartir alfajores y galletitas. Gandhi,  Sonia, Moncho y Leticia se encargaron de inflar las bicicletas, mientras Flavia,  Daniela, Cristina y Lale llenaban las planillas y daban números a los participantes. 

Los vecinos se acercaban a las mesas y nos preguntaban sobre el niño serio. Nos pedían que dijéramos dónde estaba, porque querían darle diferentes cosas, desde juguetes hasta estampitas, pero Walter no aparecía por ningún lado.

De pronto, cuando los primeros chicos tomaban posición sobre la línea, se escuchó un clamor en una parte del público.

-¡Mandarina, mandarina, mandarina, mandarinaaa, allá viene el niño serio que vive en Villa Celinaaa!

Entonces asomó la carita inconfundible de Walter, avanzando despacio sobre su pequeña bicicleta. Lo escoltaban Gusano y los escobitas, cargando la imagen de madera de Dos Narices, que habían despegado provisoriamente del poste de luz de Barros Pasos y Giribone.

Todos se abalanzaban para tocar la escultura.

-¡Se sieente, se sieentee, Dos Narices tápreseente!

Estaba todo listo. Despejamos la pista y sólo quedaron los chicos, doscientos cuarenta y ocho, según la lista de Buena Fe.

Poco a poco la ansiedad tragó los cantitos y los ruidos de Villa Riachuelo. Durante veinte o treinta segundos se escuchó solamente el viento, que a esta altura de la mañana empezaba a soplar con más fuerza, desde el río. 

Por fin, el padre Franco disparó una salva que nos prestaron de la 52 y las ruedas se pusieron en marcha, al principio en una especie de cámara lenta, pero el pedaleo fue en aumento hasta que las bicicletas agarraron velocidad, a la par de los gritos, los bombos y las bocinas, que explotaban el sudoeste entero.

La carrera consistía en una sola vuelta, porque el tramo que nos cedieron era muy largo para chicos de tan corta edad. Nosotros sólo veíamos la recta inicial y la recta final. El resto de la pista se nos perdía en curvas atrás de los árboles y los carteles de propaganda.

Cuando la multitud de chicos desapareció por el curvón, la tribuna volvió al silencio y la mayoría se sentó a esperar.

La competencia habrá durado unos quince o veinte minutos nada más, pero pareció una eternidad. 

De pronto, la gente volvió a ponerse de pie: los primeros ciclistas completaban la vuelta. El final fue peleado. Un chico de Lugano y uno de Tapiales llegaron cabeza a cabeza, aunque a último momento definió el de Lugano, apenas adelante por medio cuerpo. La gente de Celina estaba decepcionada. Tenían la ilusión de que ganara Walter, que todavía no venía. 

Apenas un ratito después de que cruzaran los ganadores, pasaron los demás, en grupos de diez o veinte, todos aclamados por la hinchada, que ahora no paraba de gritar y hacer barullo con los bombos y los cohetes. Walter seguía sin aparecer. Había que ser realista: su bicicleta era demasiado chica.

Cuando los últimos rezagados cruzaban la línea final, se sintió un olor a podrido tan fuerte que todo el mundo se tapó la nariz y se acercó a preguntarnos qué estaba pasando. Entonces Porota empezó a saltar y a gritar como loca:

-¡Milagro! ¡Es un milagro! ¡Dos Narices está llorando!

Todos miraron hacia la escultura de madera. Parecía que algo oscuro le caía de los ojos.

-¡Llora lágrimas del Riachuelo! -dijo alguien.

La Porota y otras personas que la acompañaban se arrodillaron y se pusieron a rezar.

-¡Miren allá! -avisó Fabián-. ¡Es Walter! 

-¡Ahí llega Walter! ¡Ahí viene el niño serio! -se corría la bola en la tribuna, que espontáneamente empezó a cantar:

-¡Oleeé, oleeé, oleeé, oleeeeé, Waalteeer, Waalteeer!

La figura de Walter, al principio un punto en el horizonte de la pista, ahora crecía y crecía a ritmo regular y su cara recuperaba los rasgos familiares que todos reconocíamos.

La gente, enardecida, lo recibió pegada a la meta, que Walter cruzó finalmente, con gesto cansado. Lo levantaron en andas, mientras algunos seguían inventando cantitos y otros llorando por la emoción, sobre todo Porota y los vecinos de Celina, que estaban histéricos, diciendo que veían a Dos Narices corriendo por todos lados y asegurando que el sol daba vueltas en el cielo.