Roberto Jacoby tiene la capacidad de inventar a partir de cosas concretas, a las que vuelve objetos que expresan la crisis de la risa y del drama. Durante estos meses, parte de la obra de todos sus tiempos ocupa los siete pisos del museo Macro de Rosario. En cada uno se mueve un Jacoby distinto, del novato al canchero, del sociológico al cantor. Hay pinturas, dibujos, esculturas, letras de canciones, recuerdos enmarcados, performans registradas, poesías e instalaciones.

La muestra se titula Traidores los días que huyeron. Se empeña así en pensar lo que pasó. Lo que quedó, literalmente, en el placard por décadas y ahora es acumulado con gracia por los curadores Santiago Villanueva y Fernando Farina. Al terminar de ver la muestra hay una hipótesis: Jacoby es tantas cosas que le viene bien este orden museográfico, por eso la muestra es de arte y de historia del arte a la vez.  Hay una pregunta también: ¿Cómo es la obra de alguien que sobrevive a toda su generación? ¿Cómo la percibimos? Jacoby quiere envolver al paseante desde la reducción de una complejidad que se impone, para que aparezca solo en las sensaciones. Quiere decodificar la melancolía para empezar de nuevo y volverse poesía en la canción.

La muestra iba a tener un título literal que no quedó: Inéditas, olvidadas y malditas. De ahí que Jacoby diga que no le suena a retrospectiva. Pero, si se me permite, creo que puede serlo. Porque lo no retrospectivo sería lo que ya está en el espectador. Lo que ya se acuerda. La retrospectiva es revolver papeles viejos. Su obra conocida es reconocible, esta no. Es como si con lo que quedó atrás de todo lo que es demostrara que está compuesto también de eso. Como si invitara a que lo reviéramos desde ahí.  

Su arte es político y ciudadano. Esta es una alianza en discusión que su obra trata de capear. Hace las cosas por ganas e instintivamente. Le importa la curiosidad. Las ganas son cosa seria y se transforman en recursos para desnaturalizar conciencias y costumbres. Una intervención en la cabeza y en el corazón para igualarlos. El hecho político es volver las ganas algo público. “Actúo solo cuando tengo necesidad”, dice. Pero tampoco le importa pensarlo tanto. Parece entonces que las ganas son lo previo y lo único que hace que podamos escapar de la conciencia. De ahí entonces que de las ganas se intervenga en el ánimo más que en la razón. A todo esto él lo llama “una ética”.

El arte hace para las conciencias por venir, pero por venir muy allá adelante. Hace para continuar con la intervención aun cuando la obra esté desmaterializada. Estas dos ideas son glosas de Oscar Masotta, uno de los maestros estético-políticos de Jacoby. “En este país, mejor dicho en mi ciudad, Buenos Aires, el arte logra su propósito de formar comunidad. Si no forma comunidad, no existe. Pensar el arte es pensar la larga duración”; Jacoby dice esto y lo que dirá desde su oficinita en CIA de la calle Bartolomé Mitre. El CIA es el Centro de Investigaciones Artística que dirige, un lugar con algo de gabinete especial para saberes poco estructurados y talleres sin propósito claro. Una Facultad para apuntalar el estado de ánimo y para convertir la época en vanguardia de la tradición a través de grupos con mucho de mezcolanza social. 

Nuestro protagonista se extiende en la defensa del arte haciendo en el presente cosas para todos los tiempos: “La política es siempre coyuntural. El arte piensa la posrevolución, hace para perdurar. Inventa significado más allá del momento instantáneo en que sucede. La política es hoy, es efímera, el arte perdura. El político dice que habla a largo plazo, pero trabaja para la vuelta de la esquina. El arte, si piensa, piensa en el 2200. Uno hace las cosas porque se le da la gana y tiene una pretensión de validez perdurable en el tiempo”. El arte es entonces crear mitos que nos rescaten. Tener algo a lo que hacerle justicia. Algo de lo que agarrarse. La melancolía como impulsora de la acción también. 

Jacoby nació en pleno centro de Buenos Aires. Su primera relación con lo artístico fue de niño. Tomaba clases de pintura con un profesor italiano antiguo por edad y por método. Un tal Menghi, que no era nada del pintor de la Boca. Este hombre se enojaba y le pegaba al piso con el bastón. Ahí aprendió a hacer acuarelas, pintaba calas y rosas. Tenía que emular con carbonilla ornamentos corintios  de yeso que el viejo le ponía enfrente. Después cambió de profesor y fue a parar a uno más atado al paraíso de la historia del arte moderno que llegaba hasta sus orillas, Roberto Rosenfeld. 

En 1956 entró al Colegio Nacional Buenos Aires, donde reinaban la algarabía cultural y un sistema disciplinario fascistoide. Algunos compañeritos terminaron fundando la revista nazi Cabildo. Los servicios de inteligencia dominaban el colegio, el rector era socialdemócrata y los burócratas eran botones aliados a los nazis del colegio. Convivían estructuras, si se rateaban se iban al rectorado, que era un lugar libre, donde escuchaban música. De esta puja nacieron los psicopedagogos, ese neologismo de época, que estaban ahí puestos por los liberales para limar el poder de los   celadores falangistas. 

El colegio era entonces un encontronazo con la derecha por primera vez, pero también con la vida creacionista de la cultura de izquierda o anarca y el arte porque sí. Jacoby era secretario de Cultura de la Federación Juvenil Comunista del colegio. Ingresa en los años sesenta organizando en cuarto año, junto a Sandro Tedeschi (un compañero muerto a los veinte años), una muestra de artes plásticas en el patio. Algo extrañísimo porque había obras de Batlle Planas, Alberto Greco (“que nos dio unas estalagmitas hechas de estaño, que derretía en la sartén, rarísimas, que nunca volví a ver”), Maccio, De la Vega…   No hubo más que buscarlos en la guía y pedirles las obras. “Es que éramos amigos de Calvete, el secretario gay del rector, aunque no sabíamos muy bien qué era ser gay”, cuenta. Un tipo macanudo, que los ayudaba también con una revista en la que conoció al polifacético Raúl Escari. Ya se notaba entonces las tribus hacedoras que Jacoby siempre gustó de habitar. 

A la vez, para esta época trabajaba de cadete en la Cinemateca Argentina, a la que ingresó gracias a Enrique Raab, ese cronista fascinante que continúa desaparecido y que era amigo de su maestro Rosenfeld; es posible imaginar al Jacoby adolescente conversando con los dos en el taller y a la vez viendo películas de Einsestein y Fritz Lang antes de largarse a la vida. 

Cuando terminó la secundaria se fue de viaje a Europa tres meses. Ahí volvió a contactar a Greco en Madrid y fue un poco asistente del pintor. Estuvo en la Bienal de Venecia de 1963 y vio la emergencia del pop. Al volver empezó Sociología donde tuvo de profesores a quienes después serían colegas, como Eliseo Verón o Miguel Murmis. Dejó enseguida para volver recién en los setenta. Es que ya se había dado cuenta de que lo suyo era el arte. La clave fue una muestra de Pablo Suárez que lo deslumbró. Su coequiper de entonces, el amigo de parranda, era Ricardo Carreira. Una de sus primeras defensoras fue la crítica y pintora franco-porteña Germaine Derbecq, de la que está casi todo por descubrirse. Qué curioso: los nombres se van acumulando como cuentas del collar del arte argentino de los últimos cincuenta años. A los pocos años ya había sido elegido para el premio Braque en el Museo Nacional de Bellas Artes, esa obra la encontramos en la muestra. De ahí al Di Tella hay un paso y del Di Tella a la desmaterialización del arte, a su politización, a su intención de intervención en la vida cotidiana de la sociedad hay otro paso. 

Fue también crítico de teatro en el diario La Opinión, investigador en teoría social, letrista de Virus, organizador de fiestas y mitines en boliches y clubes de barrio, inventor de monedas alternativas y grupos que alternaban entre el goce y la politicidad, editor de la emblemática revista Ramona, para decir algunas cosas que apuren esta cronología mal hecha. Es que desde esa muestra de Suarez hasta hoy pasó mucho tiempo y sería odioso contarlo todo. Para eso están las muestras, con su lenguaje general y preciso. 

Cabeza de Marx, 2008

Un arte imperfecto

El dilema de una muestra como esta es si hay que apelmazar y luego deshilvanar todo lo que en ella sucede o empezar por él. Empezar por la muestra o por el autor. Jacoby es una muestra, una reducción, una exageración de su obra. La muestra es la proyección hacia todos lares del propio autor. Es linda la hipótesis arriesgada por el curador Villanueva: “Es que Jacoby también es incoherente y desparejo. Pero el arte es imperfecto como la amistad”. Es que la muestra es algo más, solo una parte de Jacoby. El que no puede más de ser él mismo es el propio Jacoby.

Son siete pisos pero el primero es el último. Desde el piso siete se ve el ferrocarril, el rio y la espesura del verde litoral, pero si se gira se ve una cabeza de Marx que da la bienvenida, hecha con masilla sobre una cabeza de Papá Noel. Es una obra reciente aunque está puesta ahí quién sabe si para advertir que la mentalidad es artesanal, que la razón está en el pináculo de una vida hecha con materiales ordinarios. En esta sección, llamada “Jacoby clásico”, descansa sobre un pedestal una de sus primeras obras, con la que se presentó “de caradura que era, típico de adolescente” al premio De Ridder, organizado por una familia rica. Tenía 16 años, bautizó a la obra “Burdel” recién este año. Hay también unas naturalezas muertas de 1958 y unos dibujos que desorientan pero se arraigan por un detalle. Uno dice la fecha: “Jacoby 83”. Esa fecha produce algo del orden del arraigo, porque ningún otro está fechado. 

Bajando un piso la rareza se refuerza. Son de nuevo dibujos pero abstractos, agrupados bajo el nombre “Cinetismo fácil para un mal momento”. La mayoría están hechos sobre papel de impresora de las que hacían un ruido infernal. Quién sabe si ese papel no venía de las oficinas del Cicso, con su potestad de medir los hechos sociales y expresarlos en informes de decenas de páginas y cuadros de doble entrada, donde Jacoby trabajó durante muchos años junto a su colega sociólogo Juan Carlos Marín (el autor de la frase “el deseo nace del derrumbe”). Los dibujos son la mayoría de 1978 y 1979 y referencian algo que va a decir Jacoby sobre la capacidad de hacer y vivir en el terror abrigando un resto de ánimo. El título de los dibujos expresa una constante en su obra: lo malo se materializa en un momento, no en el mal o el terror en general. Momento es movimiento, ya va a pasar. Es una idea no decadentista. La mayoría de las obras tienen libertad, como si fueran pinturas deleuzianas, tienen una oscuridad hacia la vitalidad. Algo estático que se empieza a volver transparente y que Jacoby sabe registrar. 

En el quinto piso están los videos y películas, y los cinco librillos de poesías que editó en solo un año. Seguimos: lo musical también tiene su salón. Están las canciones que escribió para Virus mecanografiadas (como la poco recordada “El 146”, que habla del colectivo, de la ciudad y del amor entrelazados). Suenan de fondo registros de un bolero que canta él mismo. Pero lo que impacta son unas fotos de 10x15 enmarcadas y puestas ahí como Caravaggios pop para medir el impacto de una época en los rostros. Son fotos del público de Virus en el estadio Obras en los ochenta. En una de ellas aparece de sopetón Daniel Melero y, como conocemos su aspecto actual, nos demuestra de qué manera las personas se transforman y el tiempo las encarna. Lo que sobrevive de otro tiempo. El sobreviviente es alguien a quien en la alegría se le cuela la melancolía. El tiempo huyó de cada uno de los habitantes de las fotos y se vino para acá. 

Aún quedan tres pisos. El “Jacoby conceptual”, donde vibra su reciente actuación representando a Bertha, una psicopedagoga y curadora trans. Es en esta sección donde cuelga el cuadro pintado por Pablo Suarez al que Jacoby solo le agregó su firma y un cartel; estaban tratando de chantajear con la coautoría al premio Chandon, afamado en aquella época, de ahí el título: “Me too”. Habría que estudiar bien la complementación y la historia de esta amistad. Por lo demás, de nuevo aparece en esta sala el cruce entre vida, época y obra a partir de unos dibujos a los que nombra como “Constatin Semiolog”, de 1980/1981. 

Una de las obras más extrañas de la muestra es el fragmento de un video en el que el juez y coleccionista Gustavo Bruzzone, que tiene miles de horas filmadas con todo tipo de inauguraciones de arte de los últimos 25 años, pesca a Jacoby renegando por la situación de los portadores del VIH y de las conductas institucionales y personales. Es el envés de su campaña Yo tengo sida, en la que le pedía a gente famosa que se ponga esa remera. “Podría haberme salido bien, pero no tuve mucha compañía. Los líderes de opinión no me dieron bolilla. El único que se la puso fue Calamaro, pero justo ese día se le ocurrió lo del porrito, entonces toda la atención de los periodistas fue a parar ahí. Había cien mil personas, fue todo preparado, estábamos ahí en el VIP solo para eso”, recuerda. Ese video es obra y son las implicancias del artista pensando su obra: a esas paradojas nos acostumbra Jacoby. 

Queda el “Jacoby clown”, donde de nuevo aparece la cuestión de la cara (esta vez la suya) como territorio de sentimientos que guardan algo. Por último el “Jacoby Dark”, con fragmentos inéditos en video de su instalación Darkroom, su propio black out. Un lugar para cualquier cosa vigilado por algo. Ese algo que vigila a toda creación, por más libertina que sea, es lo social: la tecnología, la memoria o el deseo. “Al público se le informa que la comunicación con la ciudad está interrumpida”, dice un cartel adentro de la habitación que nos muestra la pantalla. Interrumpir no parece una mala función del arte.

NATURALEZA MUERTA I Y II, 1958

De acá para allá

Su obra fomenta la parentela deforme entre talentos multiplicados o vidas perdidas para bien. La sociabilidad como canto a hacer cualquier cosa. La sociabilidad inducida. Todo esto en el marco de juntar clases sociales, generaciones y estilos. En la obra de Jacoby hay una continuidad que acumula para no desmerecer nada, solo para que repunten las ganas siempre, el mandato de vivir en la lucidez para escaparle a la pálida. 

Dice sobre la vida callejera: “En los sesenta había entrecruces entre subgrupos, editoriales, facultades, artistas y específicamente los bares del centro. Eso es algo que Borges reivindicaba cuando negaba que exista la dicotomía entre Florida y Boedo. Esas tensiones son inventos de la prensa para tener algo para decir. Como no saben de lo que tienen que hablar, hablan a través de antagonismos que no pasan por ahí. Prefieren el chisme a la inteligencia. Hay estilos pero eso no significa que los compartimentos sean estancos”. Se evidencia entonces la idea de la que parte Jacoby: el arte como un magma en el que los canales se interfieren y superponen. El buen artista es el que puede moverse con sigilo por muchos planos. 

Es por eso que cuando reivindica a dos artistas contemporáneas da los nombres de Fernanda Laguna y Mariela Scafatti. Jacoby milita experiencias sociales utópicas e interviene para mover el amperímetro de las relaciones sociales tal cual están hasta que se le ocurre tocarlas. “Yo viví esa época de pasarse todo el día de acá para allá, vengo de ahí. Las relaciones cruzadas, la vida misma. La gente que hace cosas juntas y esto obviamente incluye la vida. Hay que decir que todo eso en aquella época era natural, porque la vida era mucho más barata. Con una nota en Panorama Jorge di Paola vivía un mes”. 

Puede el arte, aunque sea desde el diagrama individual del estado de ánimo, graficar y discutir un tiempo histórico: “En la época del terror la sociabilidad se corta. No era viable, cada uno estaba con el mínimo grupo de confianza; y a veces ni eso. Era el aislamiento. Estábamos retraídos a una mínima forma de sobrevivir. Aunque no se interrumpe todo, hay cortocircuitos pero muchas conexiones, como la de la sexualidad, el mundo íntimo y privado. Nunca me divertí tanto como a finales de los setenta: las mejores orgías. El único momento de libertad era adentro. Ni discoteca ni espacio público. Todo era peligroso, entonces todo era muy boca en boca. Algunas de esas conexiones persistieron en los ochenta y hasta hoy”. Había algo de esa clandestinidad en medio de la represión que Jacoby podía disfrutar, una libertad arrebatada al fascismo. 

No hay que olvidar por ejemplo, que Virus es una banda surgida en el medio de la dictadura. De ahí que la intención de Jacoby sea marcar las contradicciones de una piel que podía sentir el erotismo en una ciudad nada erótica, sino salvaje y patrullada hasta la picana. Vale citar el poema “David”, donde la vida es cotidiana entre las calles del Once, es comercial viviendo en el terror que no se nota y libidinosa en un monoambiente de Barracas: 

“Con humos de pibe informado 

me dijo es Low,

el último de Bowie

¿lo tenés?

Afuera: el horror, el horror”

Pasaban cosas que preparaban para la vida colectiva apostando a la afinidad. Está por hacerse una buena historia de la contracultura entre 1976 y 1982. Es un misterio todo lo que paso allí y lo que posibilitó hacia adelante. No sabemos por qué. Jacoby tiene su hipótesis: “La culpa. Nadie quiere reconocer que era posible hacer algo. Hay una verdadera ceguera que no quiere ver lo que se hacía. Todo el mundo prefiere pensar que era un agujero negro y que lo único que quedaba era escaparse. Entonces todos los que hicieron algo están borrados de la historia o sospechados de algo,  porque son testimonio vivo de que era posible. Por otro lado, cuando vuelven los exiliados vuelven con sus charreteras llenas y ocupan todos los lugares directivos de la cultura. Vuelven con el premio de haberse exiliado y ese premio era ocupar los lugares del poder. Mientras los que se habían quedado acá, quedaban como la mierda”. En Ramona 101 dice algo parecido a que el Di Tella permitió el bicentenario. La continuidad entre vanguardias y política, con los matices claros de la comparación. Es la forma en que las corrientes de las épocas dejan algo las siguientes. Por ejemplo: la curva modernizadora, la creatividad y las herencias de lo que la juventud tiene para hacer a partir de los años sesenta, que a su vez vienen de los veinte. 

Estamos dando a entender que Jacoby vivió muchas vidas en la misma, una constante anímica con variaciones de ritmo y estilo, con muertes y amistades renovadas. La explosión de los ochenta se parece a los sesenta. Creacionismo, expresión, miles de grupos y lugares. El sida corta con esto. ¿Se pueden comparar los terrores? “El terror del sida fue distinto al de la dictadura porque fue compartido. El terrorismo quiere dejar al individuo aislado, cortar sus relaciones sociales. En el sida eso no pasó, eran en todo caso grupos de aterrorizados. Aterrorizados, pero divertidos. Se iban a morir y podían pensar en pasarla bien. Un poco más de vitalidad”. 

En su obra pública, la que problematiza los lazos sociales, hay a veces algo más racional. Hay un conocimiento, un diagnóstico que permiten generar ciertos dispositivos de intervención.  Pero también puede haber la arbitrariedad y el desparpajo necesarios para que ese diagnóstico venga después de la obra, sea su conclusión. Es ahí donde la obra de arte empuja hacia el conocimiento, no ilustra ni escenifica nada sino que lo posibilita. Hubo de las dos cosas siempre. La forma de acción en vínculo con Virus, por ejemplo, fue casual. Pero una vez que sucedió le parecía un fenómeno político que tenía que instrumentarse. Por eso el segundo disco lo escribió  deliberadamente desde la intención política. “Pero eso lo supe una vez vinculado con ellos. Además notaba el impacto de eso, porque nos odiaban los rockeros y los periodistas”. La sanción es un índice del modo en que se interviene. Jacoby logra que el espectador piense una época gracias a atravesar sus obras pero a la vez la obra está atravesada por la época y por eso también la historia se expande en ellas. 

Llegamos al punctum. El año 2001 fusiona todas las expectativas y arma un mundo nuevo. En la Argentina y en la globalización. “Las cosas que me importaban, todas, se realizaron en esa época. Los grupos se formaron. Los artistas activaron. Lo que fantaseaba pasó. Y estamos bastante aun en ese mundo. El kirchnerismo fue un interregno donde todo parecía fácil de conseguir y posible. Pero el presente demuestra que la cantidad de grupos de gente haciendo algo hace que esta época no sea reducida como en los sesenta y los ochenta. Desde 2001 se complejiza la contradicción entre arte, vida y mercado. Ahora todo se entremezcla. Estamos hablando de Argentina, que es un caso particular, donde los artistas hacen todo al mismo tiempo. Esa es la forma de vida, no es una moda. En Brasil a los artistas no suele importarles nada, ahí si están sedimentados y profesionalizados. Acá los círculos se conectan”, dice con tono de evidencia sociológica militada. 

Al día de hoy la muestra permanece, pero Jacoby ya piensa en otra cosa: “Lo que estoy haciendo ahora y me copa es escribir y cantar. Estoy por sacar un disco. Estoy cantando por primera vez mis temas, que estaban olvidados desde 1999. Con Nacho Marciano, con quien lo hago, probamos con cantantes y al final nos dimos cuenta que los tenía que cantar yo. Es lo más audaz que hice después del premio De Ridder. Veremos si lo canto en vivo. Quiero también hacer Stand Up”.

¿No son todas estas formas de la desmaterialización? “Exacto, esa es la conexión del presente con mucho del resto de mis tareas. Llegué a un lugar de desmaterialización, pero al mismo tiempo sensible, no tan intelectualoide como las cosas de los sesenta”.

Jacoby es ante todo un brujo de la materialidad, ya sea para encontrarle sus hilos y lo que indican, ya sea para volverla historia, sacarle la forma y que solo quede el discurso, el aire del rumor.

Traidores los días que huyeron se puede visitar en el Museo Macro, Estanislao López 2250, Rosario, de martes a domingo de 11 a 19. Hasta el 4 de noviembre.

ME TOO (PREMIO CHANDON) 1987, JUNTO A PABLO SUAREZ