Como ocurre en el espacio exterior, también en la pantalla un astro nace y el otro muere. Las trayectorias recorren arcos de similares características, pero sus ángulos son opuestos, especulares. Esa es la historia que Hollywood vuelve a contar, una vez más. Por cuarta vez. O quinta, si se toma en consideración un antecedente sospechosamente similar. Es una anécdota fácil de aggiornar, el universo en el cual transcurre es intercambiable, sus personajes pueden ser maquillados con toques novedosos. Su corazón, sin embargo, permanece inalterable. Un corazón que es romántico y melodramático y trágico, más grande que la vida (real). Los latidos de su trama denotan el brillo de las estrellas (del cine o de la música, da lo mismo) y el esqueleto humano, demasiado humano, que se oculta detrás de ese inalcanzable fulgor. El atractivo del guion escrito por Dorothy Parker, Alan Campbell y Robert Carson para la versión original de 1937, dirigida por William A. Wellman, es tan enorme que sus trazos esenciales han sido replicados oficialmente en tres ocasiones, nuevas encarnaciones de un espíritu inquieto: en los años 50, bajo la forma del drama musical y la dirección de George Cukor; en los 70, reemplazando el universo de la industria del cine por la escena del rock y el pop; nuevamente en la actualidad, marcando el debut como director de Bradley Cooper, a su vez figura masculina protagónica. Pero antes de todo eso, en 1932, el mismo Cukor supo dirigir un film algo olvidado llamado El precio de la fama, cuya historia es tan similar a la de Nace una estrella que los por aquel entonces poderosos estudios RKO amenazaron al no menos encumbrado productor David O. Selznick con iniciar acciones legales bajo la carátula de plagio. Por sus no demasiado laberínticos recorridos de ascenso al estrellato y descenso a los infiernos de las adicciones (el alcohol, especialmente, pero también otras sustancias menos legales) pasaron Fredric March y Janet Gaynor, James Mason y Judy Garland, Kris Kristofferson y Barbra Streisand. Es sobre la figura de esos zapatos –como hace Gaynor, literalmente, en la versión del 37, encima de una de las famosas baldosas del Paseo de la Fama– donde deben apoyar sus pies Bradley Cooper y Lady Gaga, responsables de habitar nuevamente las siluetas de ese ser que siente el vértigo de la caída libre y aquel otro cuya estrella se lanza a un veloz e inesperado ascenso, al cenit de la fama. El ocaso y la alborada de dos vidas que, una noche distinta a cualquier otra, se cruzan para nunca más volver a separarse. Hasta que...

Casualmente o no, el debut de Bradley Cooper como realizador es también el de Stefani Joanne Angelina Germanotta como protagonista de una producción cinematográfica de relieve. Se hace necesario aclarar sin demoras ni reparos que la performance de Lady Gaga en el rol de Ally posee brillo y vuelo propios, elementos que bien podrían señalar el prolegómeno de una carrera en la pantalla, en paralelo a las pistas de audio. Como, por otro lado, les ocurriera a Streisand y a Garland en décadas anteriores. Cooper viene siendo el principal promotor de la película, a la cual acompañó en su recorrido por los festivales de cine donde fue presentada, antes de su estreno comercial: Venecia, Toronto, San Sebastián. En este último evento, en una atiborrada conferencia de prensa en el Teatro Kursaal, Cooper admitió que no había sentido mayores presiones por las versiones previas de la historia y agradeció la confianza de los estudios Warner Bros., que antes de entregarle el mando de la dirección habían depositado la responsabilidad en nada menos que Clint Eastwood (quien tuvo en mente a Beyoncé para el rol femenino central). Unas semanas antes, en Venecia, Lady Gaga respondió a las preguntas de los periodistas con una sentencia tan lógica como tranquilizadora: “Sabemos que esta historia ha soportado el paso del tiempo”. El relato del artista en decadencia, por méritos casi exclusivamente propios, y aquella otra que comienza a ascender meteóricamente por las mismas razones (y algo de suerte, siempre es bienvenida) se ha narrado y vuelve a ser narrado con elementos tradicionales, otros novedosos. Cooper describió, en cuanta entrevista ha ofrecido, que el instante inspirador tuvo lugar en pleno recital de Annie Lennox, durante una rendición del estándar “I Put a Spell on You” tan técnicamente precisa como emotiva. Algo de eso puede intuirse en la secuencia del primer encuentro entre los protagonistas, que en esta nueva vida narrativa del viejo cuento tiene lugar en un oscuro bar subterráneo, durante una noche pensada para el lucimiento en escena de un grupo de drag queens. La notoria excepción a la regla de la casa es Ally, desde luego, quien entrega un cover de “La vie en rose” ante la mirada atónica del country rocker Jackson Maine. Registrada en vivo y en directo, sin ayuda alguna del playback, como ocurre con el resto de las canciones que pueden escucharse en la película. “Hay algo en la pureza de la voz en vivo. Todas las voces de la película fueron registradas en vivo, no hay nada pregrabado, y pienso que esa es la forma en la que logramos capturar la verdad en cada interpretación”, en palabras del propio Cooper.

La gigantesca fragilidad

“Si hay algo que no me interesaba era crear un personaje que pusiera toda su existencia al servicio de la fama y que su pérdida fuera la cuna del resentimiento”, aclaró Cooper, a su vez coguionista de la película, en una entrevista con el Chicago Tribune. “Y que todo eso fuera el reflejo paralelo del ascenso a la fama de otra persona. Ese no era el tema que me interesaba. No quería hacer una película sobre eso”. Y, sin embargo, ahí está la cuestión, reflejada en pantalla a pesar de esas declaraciones. Como en el resto de las versiones. Pero ese resentimiento, como también ocurre en los films previos, es apenas una de las emociones que embargan al personaje del experimentado músico –o actor, dependiendo del caso– que a regañadientes termina atendiendo el teléfono y haciendo las veces de secretario de su esposa (en todas las versiones el casamiento es formal, aunque pequeño y secreto, alejado del público). La turbulenta vida interior de Maine, como las de sus compañeros de ruta en el pasado, son mucho más complejas, ricas y terribles que el simple rencor. En todas las encarnaciones emerge una fragilidad gigantesca, cierta condición arisca que no parece provenir tanto de la vanidad (aunque haya algo de eso) como de un inconformismo extremo con uno mismo. 

“Lo que más me interesaba era la idea de la familia, los efectos de una familia rota en un niño, el trauma, el tener a dos personas que realmente se aman pero que, en determinado momento, se preguntan ‘¿Y ahora qué?’ También la idea de tener a un personaje femenino que realmente hubiera tocado muchos timbres para conseguir trabajo, tratando de llegar y lograrlo, y que ahora tiene 31 años y siente mucho resentimiento hacia el negocio de la música. Y que siente que su voz no es escuchada. Y justo en ese momento es que se conocen”.

Dispuesto a dejar atrás definitivamente su mote de comediante carilindo (para muchos espectadores, más allá de los prestigiosos roles en Francotirador o Escándalo americano, sigue siendo “el actor de ¿Qué pasó anoche?”), como guionista, realizador y protagonista Cooper tomó una serie de decisiones muy definidas respecto de cómo debía verse y oírse su versión de Nace una estrella. En principio, naturalista, aunque eliminando las aristas más excesivas del John Norman Howard de Kris Kristofferson, rock star de pecho al aire siempre tentado a manejar una motocicleta en pleno escenario, entre peligrosos cables y monitores, o a disparar con un arma de fuego a un helicóptero que acaba de penetrar el espacio aéreo de su mansión californiana. Cooper afirma que el ADN de Jackson Maine incluye pizcas de Lenny Kravitz, Bono, Lars Ulrich, Eddie Vedder e incluso algo de Noel Gallagher. En realidad, la voz cascada (trabajada durante meses antes del comienzo del rodaje) y su aspecto siempre algo desaliñado pueden remitir a decenas de músicos famosos de ayer y de hoy, en particular a todos aquellos con un pie en la escena del rock con influencias sureñas. Acierto de casting indiscutible, Sam Elliot interpreta a su hermano mayor y manager, con quien Maine mantiene una tensa pero indisoluble relación que echa sus raíces en el pasado, en un padre problemático que pesa y mucho, a pesar de su ausencia. Un aspecto absolutamente novedoso en la historia que, psicología mediante (tómese o déjese) intenta explicar las posibles razones del comportamiento del protagonista. También hay un clan extendido en el caso del personaje femenino, de origen netamente italiano, como una parte de la familia real del realizador y también la de la cantante. La primera parte de Nace una estrella es, sin dudas, la más potente, en particular la extensa secuencia en la cual Ally y Jackson comienzan a conocerse (en esos momentos, Cooper le rinde honores a un comentario cómico que atraviesa las cuatro versiones de la historia: la nariz de la estrella a punto de nacer) y la inesperada instancia en la cual la figura establecida hace debutar en un gran escenario a la ignota cantante amateur.

Telón final

“Me interesaba que todas las escenas de recital tuvieran un punto de vista desde arriba del escenario, algo que no es tan usual”, declara Cooper en las declaraciones genéricas compartidas a la prensa internacional. Ese es otro hallazgo de la puesta en escena, una mirada desde las bambalinas y no tanto desde la platea. En realidad, se trata de poner aún más énfasis en uno de los núcleos duros de la historia, presente desde su creación hace más de ochenta años: los entretelones íntimos de dos figuras públicas. La anécdota de rodaje indispensable es la siguiente: la secuencia de apertura de la película fue rodada durante un descanso entre recitales en el European Music Festival, en el cual se presentó, entre muchos otros músicos, Kris Kristofferson. Casualidades que coquetean con el concepto de predestinación. Como ocurría con Esther Hoffman/Barbra Streisand en la versión del 76, que pasaba del ámbito rockero de su pareja a un pop melódico acompañado de cuerdas, Ally/Lady Gaga abandona la balada de cantautor por un pop más adolescente, convenientemente acompañado de movimientos pélvicos y coreografía a tono (cuánto hay allí de auto ironía y cuánto de respeto a la enorme base de fans de Gaga es un cálculo imposible de operar). Luego llegarán la caída estrepitosa del cantante, los papelones en público, el intento de rehabilitación, un nuevo y más rotundo golpe contra la realidad, la decisión que abre definitivamente el juego a la tragedia romántica. El melodrama. Que, en este caso –como en las dos versiones previas–, es literal: también aquí la cortina final marca el tributo bajo las formas musicales. Como un estándar de la industria o un ejemplo del songbook “americano”, tan maleable como imperecedero, como “The Man That Got Away”, escrita por Ira Gershwin y Harold Arlen para la versión de 1954, Nace una estrella vuelve a renacer con marcas reconocibles y peculiaridades que intentan estar en sintonía con la época. Más allá de todo ello, como afirmaba el cantante de una de las bandas de rock más importantes de la historia, the song remains the same.