Desde Brasilia

¿Brasil camina hacia una dictadura votada? Este artículo sobre Jair Bolsonaro, el candidato que se parece a Donald Trump, comenzó a ser escrito el jueves pasado cuando en el círculo aúlico del ex militar festejaban su crecimiento en las encuestas, unido al salto de casi 4 puntos de la Bolsa de Valores de San Pablo. En la suba bursátil se destacaron los papeles de la fábrica de revólveres Taurus, que se valorizaron el 19 por ciento. Por lo visto el mercado ya puso en valores una de las consignas de campaña del candidato que, citando a Trump, prometió eliminar las restricciones a la venta de armas.

“Estamos teniendo una ola de votos semejante a la que en 2016 permitió al outsider Trump llegar a la Casa Blanca”, dijo uno de los hijos del candidato que este domingo seguramente será el más votado delante de  Fernando Haddad, el heredero de Luiz    Inácio Lula da Silva. Todas las encuestas pronostican que a pesar del aluvión de los últimos días, Bolsonaro no pasará el 50 por ciento necesario para ser electo  y tendrá que medirse en un balotaje de resultado incierto con Haddad el 28 de octubre.

Las semejanzas entre el ultraderechista brasileño y el magnate norteamericano no son pocas y fueron recordadas por la prensa a caballo de este crecimiento repentino en los sondeos. Los dos son misóginos, xenófobos, anticomunistas primarios y cultivan un nacionalismo estridente.

Las marchas de cientos de miles de mujeres bajo la consigna “El (Bolsonaro) No” de hace ocho días en San Pablo, Río de Janeiro y Brasilia, recuerdan a las del movimiento feminista norteamericano contra el gobernante que amasó parte de su fortuna organizando el concurso Miss Universo.

Las semejanzas con Trump son dadas como una verdad incontestable por algunos medios internacionales que de buenas a primeras tomaron conocimiento del aspirante a tirano. En rigor se trata de una similitud imperfecta, porque hay otros modelos que pueden ayudar a comprender este caso de autoritarismo tropical.

Una de las inexactitudes radica en que el representante del Partido Republicano introdujo cambios drásticos en la economía y política de su país sin modificar el orden vigente. Ese no es el caso del favorito brasileño, cuya utopía es sepultar el régimen democrático disolviendo el pacto político-social establecido en la Constitución de 1988, promulgada tres años después del fin de la dictadura. Bolsonaro carece de una agrupación política formal dado que el Partido Social Liberal, al que se afilió recientemente, es una organización minúscula. Pero cuenta con el apoyo de una suerte de partido militar cuyos referentes, entre ellos el general Hamilton Mourao, dan algunas pistas sobre su proyecto postdemocrático. Al cerrar la campaña Mourao dijo que los 33 años de democracia no dejaron “nada bueno” en comparación con los 21 del gobierno de facto finalizado en 1985.

Mourao, candidato a vice de Bolsonaro, es quien expresa los objetivos del nuevo orden en cuyo diseño trabaja una decenas de militares de alto rango, la mayoría generales y un brigadier. Son cambios estructurales como la eliminación del aguinaldo y un nuevo modelo previsional que se condensarían en una reforma constitucional redactada por un colegio de “notables” sin la participación de la ciudadanía. Mourao, que acaba de jubilarse pero tiene influencia en el Ejército, advirtió que si el país cayera en la anarquía (y no triunfara Bolsonaro) correspondería que las Fuerzas Armadas asuman el poder a través de un “autogolpe”. Esta amenaza no fue la única. También el jefe del Ejército general Eduardo Villas Boas sugirió desconocer una victoria de Haddad, idea defendida y luego relativizada por Bolsonaro.

Con el ascenso de este partido castrense, que ya tiene un peso gravitante en el  gabinete del presidente Michel Temer, una de las salidas posibles, aunque sea poco pobable, es la de un autogolpe comparable al perpetrado en 1992 por el presidente peruano Alberto Fujimori. 

Las otras patas de sustentación del poliedro de poder bolsonarista  están en las iglesias evangélicas y las fuerzas de seguridad, incluyendo policias estaduales y miembros del servicio penitenciario. Contar con el apoyo oficial de la Iglesia Universal del Reino de Dios y su multimedio Record es un respaldo central para la campaña electoral y el proyecto en gestación. El domingo pasado, un día después de las protestas, el dueño del grupo Record, el obispo Edir Macedo, ordenó a sus pastores predicar contra el feminismo, el aborto y la educación sexual en las escuelas. La penetración territorial de las iglesias neoprotestantes no es igualada por ningún partido. La militancia confesional se complementa con el activismo de las policías provinciales, organizadas en sindicatos –algo con pocos antecedentes en el mundo– en general encuadradas detrás de Bolsonaro. El candidato se ganó el apoyo de la corporación al reivindicar la impunidad de los policías de gatillo fácil especialmente en Río de Janeiro, estado por el cual fue elegido como el diputado más votado en 2014.

Igual que el presidente filipino Rodrigo Ruterte, Bolsonaro también cuenta con la simpatía de los escuadrones de la muerte ahora llamados “milicias” que dominan cerca de un centenar de favelas en Río. Rodrigo Duterte, electo en 2016, construyó su fama como el alcalde de la ciudad de Davao alentando las ejecuciones extrajudiciales. Su émulo brasileño alienta las matanzas  en los barrios pobres y hace guiños hacia los grupos irregulares. Un ejemplo fue su silencio ante el asesinato de la militante negra Marielle Franco en marzo pasado, el cual mereció el repudio de todo el espectro político. La semana pasada dos militantes de ultraderecha, uno con una remera con la cara del candidato, quebraron una placa colocada en memoria de la dirigente.