Sonaba a Breaking Bad, siempre sonó a Breaking Bad, pero Ozark resultó pronto otra cosa. La serie debutó el año pasado en Netflix presentando a Marty Byrde, un asesor financiero que se veía en medio de un bardo con narcos mexicanos y negociaba lavarles mucha, mucha guita a cambio de que él, su mujer Wendy y sus hijos Charlotte y Jonah siguieran con vida. Se mudan, entonces, al Lago de los Ozarks, en Missouri, un retiro veraniego donde el director de la serie, Bill Dubuque, laburó de pibe. Y hacen lo suyo. Como toda serie o película, se supone que los protagonistas saldrán victoriosos y vivos. Ese fue otro diferencial de Breaking Bad: de un modo u otro, Walter no saldría de allí. Pero en Ozark tampoco importa mucho ese arco narrativo, que igual está muy bien y funciona, sino el derroche de momentos psicodélicos y épicos. En la primera, el detective Roy Petty es un conflictuadísimo agente del FBI que parece un personaje de Thomas Pynchon (toda Ozark parece una novela de Pynchon). En la segunda, cuando Wendy y Marty (brillante acá Jason Bateman) operan más deliberadamente como los Underwood de House of Cards, hay una escena brillante en la que ella filma a un congresista para chantajearlo. Algunos ratos de Jonah y la historia paralela de la joven Ruth, empleada de los Byrde, van joya. Todo lo que tiene que ver con Buddy está buenísimo. Es que gran parte de los modos en que los personajes secundarios tejen relaciones entre sí y con el entorno (los Snell entre ellos y con Ash; Sam con su madre y la inmobiliaria) apuntalan en Ozark un universo que aunque orbite a los Byrde es más fecundo y florece por la gracia de las aguas densas de este ambiente que también podría ser el delta panorámico de Marcelo Cohen.