Como quiero ser lo menos invasivo que se puede y tratar el tema con tacto, hacer una introducción llena de circunloquios para que no resulte shockeante y cree un campo de tensión entre nosotros es que me acerco y le pregunto:

—Pero vos de verdad ¿creés o no creés en dios?

—Por el amor del cielo -piensa ella que vive con temor a las preguntas fuera de contexto que a él le vienen así, como de repente. Suspira tres veces antes de responder (lo hace para no resoplar, que queda feo, si suspira tres veces se le van las ganas de resoplar) y le dice:

—¿Podés hablar más bajo, cariñito? No ves que los chicos te pueden oír.

¿Qué tendrá que ver si los chicos oyen o no, ella sabe que nada, pero está tratando de ganar tiempo para poder pensar. Porque sabe que, si dice lo primero que se le cruza por la cabeza, van a pasarse las doce horas que dura el vuelo hablando de dios.

Y eso será -se pregunta él- ¿una prueba? Las almas simples pero sensibles suelen, en estas circunstancias, replicar que cuando un silencio prolongado sobreviene, es porque ha pasado un ángel. Sin embargo, prefiere no comentarlo, esperar una oportuna respuesta, tal vez animada por el ángel y de mientras, peregrino, cierra la ventana para que no suenen tan fuertes los bocinazos de la avenida ni haya esa misteriosamente susurrante corriente de aire.

Ella no puede más que reírse y decir para adentro, bajito, pero sin resto de rezongo: “No hay caso, este tipo no me escucha, escribe sin leer lo que puse antes”. Y tiene razón, porque ella acaba de decir que están en el avión y, sin embargo, él sigue subiendo y bajando las ventanillas del remise. Algo raro pasa que no sabe qué es, pero acontece porque siendo que ya embarcaron, él todavía los ubica arriba de un coche de alquiler que hace como tres horas los dejó en el aeropuerto. Mejor, determina -y lo dice fuerte, total si él sigue en la autopista no puede escucharla- así dispone de unos minutos más para pensar. Y al final se decide:

—Sabés -le comunica- yo creer, así, lo que se dice creer, no creo; pero en un rato, cuando estemos por despegar, voy a hacer dos cosas impostergables: mascar chicle para que no se me tapen los oídos, aunque igual se me tapan, y rezar dos Padrenuestro. ¿Cuándo es más de uno son “padrenuestro” o “padres nuestros”, cariño?, le consulta. Y resuelve que mejor reza uno solo así no se le complica con las concordancias.

Él, que se ha persignado al salir de Baradero tres veces, una completa para apartar al demonio, otra con el pulgar para prevenir el pecado y una tercera a la moda del presidente para agregar confusión, está a punto de decir que opina que el padre, o la madre, es une sole, pero cuando está por empezar a decirlo, le llega el pentimento y, aún a su pesar, emite un sonido gutural que no se puede notar con letras ni con ninguna clase de signo y, para disimular, gira la válvula del aire que le da en la frente como si fuera andando en taxi por el bulevar periférico.

—¿Qué me estabas por decir? -le pregunta mientras busca los chicles que metió en algún rincón del bolso de mano. Y se mueve tanto que parece una turbulencia. Y se abrocha el cinturón tan fuerte como si así se pudieran atar todos los demonios que él ya alejó en Baradero con la Señal de la Cruz, pero, claro, ella no lo sabe. O capaz lo sabe, pero no termina de creer. Y se pone a inflar el cuello almohada, pero por más fuerte que sopla, no le sale.

—Nunca pude inflar los globos esos para hacer figuras, ¿sabías? -le cuenta como si fuera algo determinante. Al final de la coreografía, si es que alguna vez termina, encuentra los chicles, le convida uno y, después de pedirle que le cuente alguna historia así se puede dormir, se acuerda de que él estaba por decir algo que, quién sabe por qué extraña razón, no le quiso decir. De modo que le da otra oportunidad.

A esta altura, a él le parece que ha pasado una eternidad, que es la unidad de medida de tiempo que usan los ángeles y otras criaturas celestiales, acepta el chicle y piensa en la historia de la barca que va por tierra y por mar, el del mantelito que ponía la mesa solo, el de Pepi y San Miguel Arcángel, la triste historia de infortunio y con un gesto tranquilo, como por inspiración divina, se dispone a empezar.

Ella trata de entender a qué tipo de altura se refiere porque todavía ni siquiera despegaron. Cuando lleguen a la altura, lo que se dice altura, pretende estar dormida. Pero bueno, elucubra, bastante que ya se bajó del remise y le aceptó el chicle, si tiene un poco más de paciencia llegará el momento de acurrucarse, ocuparle buena parte de su asiento y escuchar el cuento del mantelito que ponía la mesa solo que, él lo sabe, es su preferido.