La expresión "lawfare" se popularizó hace unos años: “golpe blando”, “golpe institucional” o “golpe parlamentario”. De este modo se definía el desplazamiento irregular de un presidente sin recurrir a los militares, a la manera del golpe de Estado tradicional, y a menudo sin siquiera apelar a métodos violentos. La evidente autocontradicción del concepto –¿cómo puede ser “institucional” un “golpe”? ¿qué es un “golpe suave” sino una caricia?– revelaba el desconcierto que produce lo nuevo. Frente a lo desconocido, el lenguaje político avanza a tientas y choca contra nuevos oxímoron, el último de los cuales es lawfare, curiosa mezcla de ley y de guerra, de derecho y de conflicto. 

Aparecido por primera vez en un artículo publicado en 2001 por el militar estadounidense Charles Dunlap acerca de la manipulación del derecho internacional en contextos bélicos, el concepto de lawfare comenzó a ser utilizado para definir una distorsión en los usos de la justicia hacia el interior de diferentes países. Al tratarse de una idea nueva, más un argumento de lucha política que una verdadera categoría académica, su definición es brumosa. Como sostiene Geraldo Carreiro de Barros Filho (por motivos obvios los desarrollos más elaborados se encuentran en Brasil), el lawfare refiere a la utilización de los jueces como herramienta de persecución política a través de la creación de “maxiprocesos” que involucran un alto nivel de espectacularización, por ejemplo mediante la transmisión en vivo de las detenciones, y por lo tanto exigen una relación fluida entre el Poder Judicial y los medios de comunicación.

Estos procesos suelen recurrir a tipos penales abiertos (“asociación ilícita” en Argentina, “organización criminal” en Brasil) que permiten englobar en una misma causa imputados con diferentes conductas delictuales y distintos niveles de responsabilidad. Como es habitual que las acusaciones se basen en crímenes contra la administración pública difíciles de probar, en donde el “cuerpo del delito” a menudo resulta inhallable, el Poder Judicial suele apelar a recursos procesales controvertidos como la “delación premiada” (“imputado colaborador” en Argentina). Estas figuras flexibilizan las garantías de los acusados y, en combinación con el uso abusivo de la prisión preventiva, le otorgan a los magistrados un amplio margen de discrecionalidad, dando forma a una especie de “justicia penal negociada”. En muchos casos las confesiones se obtienen bajo evidente coerción.

El efecto de las causas es político antes que judicial. Más que el resultado final del juicio, que puede incluso terminar con el sobreseimiento del acusado, lo que importa es el impacto que produce conforme va avanzando. En cierto modo, el lawfare es una vuelta de rosca más a una tendencia conocida, la judicialización de la política, que en América Latina se inició con el ciclo de recuperación democrática de los 80, cuando el Poder Judicial comenzó ampliar su esfera de intervención hasta abarcar cada vez más aspectos de la vida pública: si en un comienzo el fenómeno fue percibido como una forma de evitar un retorno a los autoritarismos del pasado, hoy opera como una “vía rápida” para impedir la restauración populista, con la corrupción como gran argumento de legitimación.

Con las obvias diferencias y matices, se suele argumentar que el lawfare explica las acusaciones recientes contra ex presidentes latinoamericanos como Rafael Correa, con pedido de captura internacional en una causa bastante insólita por el secuestro de un adversario político en Colombia; Cristina Kirchner, en las causas que investiga Claudio Bonadio, y por supuesto Lula, detenido por orden del juez Sergio Moro, que pese a la falta de pruebas lo condenó a doce años de prisión por la supuesta compra del famoso triplex de Guarujá.

La idea de lawfare merece una puesta en cuestión: no para desmentirla, porque es el intento de describir algo que está ocurriendo, sino para calibrar mejor su uso y evitar su aplicación indiscriminada a cualquier contexto. 

El primer aspecto que vale la pena discutir es el nivel de coordinación. Aunque hay una coincidencia de objetivos entre los tres actores que protagonizan el lawfare, es decir el poder político y económico, los jueces y los medios, parece lejos de la sintonía perfecta que describen quienes lo denuncian, que a menudo presentan las cosas como si todo se negociara en un grupo de Whatsapp. Cada actor tiene sus propios objetivos, que pueden converger de manera más o menos permanente pero también ir mostrando contradicciones, puntos ciegos, resultados inesperados.

En el caso de Brasil, por ejemplo, el Lava Jato apuntaba en un comienzo a los funcionarios del PT, en el marco del acelerado proceso de pérdida de popularidad del gobierno de Dilma Rousseff y sustentado por supuesto en la realidad de un sistema de corrupción que efectivamente existía. Surgida inicialmente como una forma de profundizar el desgaste de la gestión petista y evitar su posible continuidad en la figura de Lula, la causa sin embargo se fue abriendo hasta abarcar a buena parte de la clase política y empresarial brasilera. Al día de hoy hay 123 políticos y empresarios ¡condenados!, incluyendo a Eduardo Cunha, arquitecto del impeachment a Dilma, castigado con nada menos que 24 años de prisión, e incluyendo también al empresario más importante del país, Marcelo Odebrecht, que estuvo dos años detenido con prisión preventiva. 

Pero además, en una causa paralela, el presidente Michel Temer fue grabado en secreto por el dueño de la compañía JBS pidiéndole que pague una coima y que resuelva el tema con uno de sus asesores, que luego fue filmando recibiendo un maletín con el dinero. Si Temer no está preso es por su habilidad para sostener la coalición de apoyo legislativo más que por una protección judicial especial: fue la Cámara de Diputados, no la justicia, quien lo salvó. Por último, y para enmarañar aún más las cosas, recordemos que la grabación fue difundida por la cadena O Globo, principal expresión mediática del establishment, que además pidió su renuncia.

Lo que quiero señalar es que, aunque por la celeridad diferencial con la que avanzó la causa y la endeblez de las pruebas en su contra el target principal del Lava Jato siempre fue Lula, que en tanto última chance del retorno del populismo concentra el odio de buena parte de las elites brasileras, la impresión es que, al menos ciertos momentos, la justicia se autonomizó del resto de los actores que alentaron el proceso y produjo resultados que fueron más allá de lo esperado. Un funcionario macrista lo sintetizó con estas palabras: “Hay dos aliados que son aliados pero a los que no controlamos: los jueces federales y Carrió”.

El segundo aspecto que es necesario discutir es el sesgo ideológico. Quienes denuncian el lawfare dan por hecho que se trata de una herramienta de las elites para atacar a los partidos y líderes populares, un arma exclusiva de la derecha contra la izquierda. Sin embargo, es fácil comprobar que políticos conservadores también fueron víctimas de operaciones de este tipo: Pedro Pablo Kuczynski renunció a la presidencia de Perú para evitar el impeachment impulsado por el fujimorismo luego de que la Fiscalía de Estado abriera una causa en su contra por supuestos pagos de Odebrecht a dos consultoras de las que era socio cuando se desempeñaba como ministro (Kuczynski dice que en ese momento trabajaba en el sector privado). La difusión de un video convenientemente editado en el que diputados oficialistas negociaban con un representante opositor su voto de rechazo al juicio político a cambio de obras públicas terminó de definir las cosas: el acuerdo era oscuro pero no ilegal, y de todos modos Kuczynski tuvo que renunciar. 

Otro ejemplo. Otto Pérez Molina, ex general golpista de ultraderecha elegido presidente de Guatemala, renunció a su cargo tras ser acusado de montar un sistema de corrupción en la aduana denominado La Línea, que también incluyó una amplia difusión de escuchas telefónicas, detenciones transmitidas en vivo y un rol protagónico de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, un organismo independiente de apoyo a la Fiscalía creado mediante un convenio entre Naciones Unidas y el Estado guatemalteco. Pérez Molina denunció una aplicación selectiva de la justicia penal por parte de… la izquierda. 

Pero si hay un lugar de América Latina en donde la justicia opera como una herramienta del gobierno ese lugar es Venezuela. Igual que Lula, el líder opositor Henrique Capriles está impedido de presentarse a cargos públicos tras ser inhabilitado por quince años por supuestas irregularidades durante su paso por la gobernación de Miranda. El general Raúl Isaías Baduel, ex ministro de Defensa de Hugo Chávez, fue condenado a ocho años de prisión por supuestos delitos corrupción luego de su salto a la oposición. No hace falta ser Mario Vargas Llosa para admitir que la persecución judicial de opositores es más frecuente en Venezuela que en ningún otro país de la región.

Sin equiparar los casos, pues cada uno exige un análisis particular, cabe preguntarse hasta qué punto el lawfare es un invento de la derecha contra la izquierda o si se trata de una herramienta utilizable también contra gobiernos conservadores débiles (como el de Kuczynski) o por gobiernos populares de tendencia autoritaria (como el de Venezuela). Es decir, si el pretendido sesgo anti-izquierdista se verifica en la práctica o si se trata de una herramienta que no distingue ideologías.

El tercer aspecto a considerar es la influencia de Estados Unidos, al que se le atribuye el manejo del joystick de los procesos. ¿Hasta dónde llega realmente? En primer lugar, es cierto que algunas modificaciones en los códigos penales y ciertas innovaciones procesales tienen un evidente origen norteamericano, como las negociaciones de arreglos extra-judiciales entre fiscales y acusados a cambio de una reducción de las penas o la utilización de la “trampa legal”, que permite tentar a un funcionario público a cometer un delito para verificar su honestidad, como sucedió con Temer. También es verdad que, como señala el sociólogo Sebastián Pereyra, la construcción de la corrupción como un problema social es resultado en buena medida del trabajo de una serie de organizaciones con sede en Estados Unidos, como Transparencia Internacional, que han desarrollado recomendaciones y prácticas que exportan al resto del mundo. Y también es cierto, por último, que diferentes agencias del gobierno norteamericano suelen invitar a jueces y fiscales latinoamericanos a cursos y seminarios de formación. La pregunta es si estos indicios son suficientes, si con esto alcanza para ver detrás de cada proceso la mano invisible del imperio o si se trata de una inspiración de tipo más general. 

En rigor, la experiencia a partir de la cual se construyeron los procesos judiciales latinoamericanos es el Mani Pulite italiano, la megacausa comandada por el fiscal Antonio Di Pietro que pulverizó el sistema político italiano y creó la condiciones para el ascenso de Silvio Berlusconi, y sobre la cual el juez Moro había escrito un elogioso artículo académico antes de iniciar su Lava Jato. 

Rebobinemos antes de concluir. El lawfare no es un invento afiebrado de intelectuales populistas sino el intento de describir algo que efectivamente está sucediendo. Sin embargo, es necesario afinar el concepto para evitar que su generalización lo termine condenado al olvido. Las palabras son como los políticos: requieren un mínimo de credibilidad para seguir operando; si la pierden, se banalizan, se quedan sin fuerzas y se apagan. Porque además hay otro riesgo sobre el que es necesario llamar la atención: que la denuncia del lawfare derive en una minimización política –o la negación lisa y llana– de los delitos cometidos durante el ciclo de gobiernos populares en América Latina. ¿Por qué la izquierda debería cederle gentilmente a la derecha la bandera de la transparencia? ¿En qué errores incurrieron los gobiernos progresistas para que el discurso anti-corrupción sea convincentemente agitado por un ex militar de ultraderecha brasilero, un banquero ecuatoriano o un heredero de la patria contratista argentino? 

La lucha contra la corrupción no es una manía de liberales que quieren destruir el Estado ni una trampa de los medios hegemónicos ni un arma del imperio. Sus consecuencias tampoco: el argumento de que los procesos producen resultados no queridos, que el efecto del Lava Jato es el ascenso de Jair Bolsonaro o que el Mani Pulite desembocó en Berlusconi, resulta éticamente reprochable y políticamente improductivo. Sucede que, como señala Pablo Stefanoni, la transparencia es hoy una demanda policlasista, una respuesta al “republicanismo desde abajo” que se ha ido arraigando en América Latina y que también puede ser capitalizado por la izquierda, como demuestra la exitosa campaña honestista de Andrés Manuel López Obrador en México. 

En suma, la construcción de una nueva ética pública es tanto un imperativo ético como una demanda social: es algo que hay que hacer porque sí y porque la sociedad lo está pidiendo.

* Director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.