Esto lo contaba siempre mi abuela en las reuniones familiares, cuando los primos más chicos se iban a dormir. Era la hora en que las mujeres fumaban y hablaban fuerte y los hombres destapaban la segunda damajuana de vino. Decía la Nonna, que antes que mi mamá naciera, su hermana  mayor, la tía Domenica, que se había casado de grande, cuando ya todos pensaban que se quedaba para vestir santos, la Dome, pobre alma, tuvo un hijo que nació con algunos problemitas. El nene lloraba mucho y sufría convulsiones casi todos los días. Aunque consultaron a los médicos de la zona, ninguno daba con la respuesta. Todo estaba en su lugar dentro del pequeño cuerpo del bebe, salvo esos tormentos a los que nadie encontraba causa. Hasta que vinieron a Rosario, a hacerlo ver por un equipo de especialistas que trabajaban con la última tecnología de aquellos tiempos. Dijeron que había algo en las meninges y que la única solución era quirúrgica. Entonces lo operaron al Jeremías y, si bien los ataques se le fueron y las molestias que lo ponían loco también, quedó medio retardado el pobre. Tardó tres años en caminar y cinco en hablar, si a eso se le podía llamar hablar: una docena de palabras rumiadas y la mirada hundida en el hueco de los ojos. La tía Dome no tuvo más hijos y se dedicó por completo al cuidado del Jere, que a medida que pasaban los años, aunque el cuerpo le crecía como a cualquiera de su edad, su retraso mental era cada vez más notorio.

Un día pasó por el pueblo una curandera muy nombrada en la zona, con fama de milagrosa, Doña Merce se llamaba. Se decía de ella que cuando era niña le había caído un rayo y así adquirió sus poderes. Tenía un parche en el ojo izquierdo y algunos contaban que si uno se miraba en ese ojo veía su propia muerte. Aquel día era un domingo y el tío Baltasar estaba carneando pollos. La Tía le encargó al Jeremías un rato y se fue a verla. Cuando las dos mujeres llegaron a la casa de los tíos, el Jere estaba revolviendo con un palito los restos de una gallina muerta. La curandera lo miró, observo la casa y dijo: --Esta no es la casa...‑ y antes que la tía lograra terminar su protesta, la señora completó‑ esta no es la casa donde usted engendró a esta criatura. Jeremías pegó un grito, al Tío se le cayó el facón de las manos y se clavó de punta en la tierra, mientras Doménica sentía un escalofrío que le subía por la espalda. Doña Merce tenía razón: ellos se habían mudado a esa casa siete años atrás, tres meses antes que naciera el Jere, después de que encontraron ahorcada en el patio del fondo a una prima lejana que vivió un tiempo con ellos. En este momento del relato mi Nonna hacia una pausa y se daba cuenta de que nos tenía a todos suspendidos en ese silencio, aunque la mayoría ya conocíamos el suceso. Entonces pedía un cigarro y, mientras largaba una primera y densa bocanada de humo, retomaba la historia: Cuando llegaron a su antigua casa, la curandera camino entre las ruinas de las habitaciones hasta que por la vntana vio un viejo gomero. ‑Llévenme hasta aquel árbol ‑dijo‑  y que el padre de la criatura traiga una pala y un Rosario puesto. El tío cavó a los pies del gomero mientras la curandera, la tía y mi abuela rezaban. Jeremías, a un costado del viejo árbol, acariciaba a un perro negro que se había acercado. En un momento la pala golpeo algo metálico. Doña Merce metió sus manos en el pozo y sacó una lata oxidada. El perro ladró, Jeremías le dio un mamporro en la cabeza y se hizo un silencio espeso como la copa del gomero. La curandera abrió la lata y lanzó al aire un rezo inentendible mientras tomaba entre sus manos un pequeño bulto que estaba dentro del recipiente metálico, envuelto en trapo. Ante los ojos de los presentes, lo fue desenvolviendo y lo que allí apareció fue un sapo cocido por el medio. La vieja volvió a lanzar sus conjuros, con más vehemencia que antes, y, con una navaja que sacó de un bolsillo de la falda, abrió al bicho muerto por la misma costura. En las caras de las mujeres se dibujo una mueca de horror: dentro de la panza seca del sapo había una foto del casamiento del Tío Baltasar y la Tía Doménica, juntos, de la mano, felices. Doña Merce sacó de otro bolsillo una petaca de caña con ruda, bebió un trago largo y regó con el alcohol al objeto del daño. Invitó al resto de los presentes, prendió un fuego en el pozo recién cavado y, una vez que el Jeremías tomo también su traguito de caña, quemó los restos del maleficio. Cuando el sapo y la foto se consumieron, orinó sobre las brazas y cubrió todo con tierra. Entonces, clavando la mirada en los ojos de la tía Dome, la curandera habló así: "El daño que le han hecho a su familia ya está arreglado, pero el desastre que la ciencia hizo en la cabeza de esta criaturita mi mano no lo puede reparar".

Así contaba mi abuela, cuando los más chicos se iban a dormir y las mujeres fumaban y hablaban fuerte y los hombres destapaban la segunda damajuana de vino.