El neoliberalismo impone ciertas formas de utilizar el tiempo. En principio no hay que perderlo. Se está siempre apurado. Hay que consumir el tiempo. Es la dictadura del reloj. El tiempo en el neoliberalismo está extremadamente intervenido. Hay que correr más rápido que aquellas agujas. Hay una instrumentalidad excesiva y agobiante en todo esto. Un permanente estrés que marca la necesidad de una reutilización del tiempo libre. Entonces surge una industria orientalista para reoxigenarse y frenar por un momento. Lagunas en las que los cuerpos intentan renovarse (para volver al trabajo y producir más y mejor). Se aprende a respirar de otra manera, se hace el viaje hacia dentro, buscando la paz interior. Pero el amor y la paz no duran mucho. Alrededor de ese templo, la vida neoliberal corre a paso inalcanzable. Es arrolladora y sus olas esperan a los que se metieron en el mar del amor y la paz para arrastrarlos nuevamente (se suben al auto, tocan bocina, insultan a los que les hacen perder unos minutos en su camino hacia el trabajo o al shopping). La industria del yoga y de la relajación, y de la búsqueda de uno mismo, esa parafernalia que oriente le vende a occidente, sólo servirá, en última instancia, para hacer soportable al régimen neoliberal y así reproducir su lógica.

El coaching y la industria orientalista significan un reajuste del régimen, una válvula de escape para los que ya no pueden tolerar la temporalidad neoliberal. Ofrecen un descanso, una reoxigenación, para poder volver al trabajo (“afilar la sierra”, dice Stephen Covey, autor de Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva). En particular, el coaching se trasforma en una práctica de autogestión del cuerpo. Hay que considerar, nos dice esta filosofía empresarial, al cuerpo como una empresa. Hay inversiones, costos y ganancias. Hay un capital que debe crecer. Hay que invertir en afectos, como si se tratara de un “banco emocional”, para después obtener una ganancia (el afecto que damos de alguna manera nos tiene que volver). Hay que ser flexibles. Crecimos, se nos dice, en un mundo de certezas, y el mundo cambió (lo que no nos dicen es por qué cambió: la incertidumbre que reina ¿tendrá que ver con que el capitalismo mutó, destruyéndose todo vestigio de certidumbre, con el desguace del Estado, bajo la hegemonía del capital financiero, especulativo e impredecible, la globalización, la sensación de inseguridad, y la desertificación generalizada que toda su lógica de funcionamiento genera?). Tenemos que ser creativos, nos insisten, poder escuchar al otro (el compañero de producción). Poder trabajar en equipo. Emprender desafíos. Lo que hay que lograr con el cuerpo es adaptarlo para que apruebe el test que le exigen los formatos de entrevistas laborales. Pero no todos pueden sobrevivir a semejante inversión. Los que lo hacen quedan adentro. Los que no pueden se derrumban. Y es a ellos a quienes debemos reclutar.

Llega un momento en el que algunos ya no damos más, no podemos exprimir más a ese cuerpo. El trabajo nos agobia, llegamos a casa cansados y ya no queremos seguir trabajando para ese cuerpo empresarial. Ya no podemos ni queremos mirar programas de chimentos, esos que miran todos para distraerse y descansar del trabajo y de la explotación a la que están sometidos. Nuestra crisis existencial, el vaciamiento de sentidos que padecemos, ya no pueden remediarse sino es con el otro. Nos hemos dado cuenta que nuestras crisis existenciales no se resuelven leyendo libros de autoayuda ni yendo al psicólogo.

Hemos sufrido más que nadie los síntomas de la temporalidad neoliberal, que ha desertificado nuestras horas. Hemos padecido el Tedio, ese monstruo de las horas cansinas que surge cuando uno no está trabajando y no sabe qué hacer. No puede ser, es inconcebible que no sepamos qué hacer con el tiempo, que nos invada el aburrimiento cuando no estamos en horario laboral. ¿Dónde ha quedado el juego, en qué rincón oculto de la infancia, dónde la posibilidad de Crear? Hay quienes se llenan de actividades para “no pensar”. Hay quienes se suicidan los domingos, para renacer los lunes, firmes, al pié del Patrón.  

Se difunde el yoga, la meditación (en párrafos anteriores decíamos que se trataba de un mundo que oriente le vende a occidente. Pero se trata más bien de un oriente ya occidentalizado). De cualquier modo, occidente, ya saturado por los síntomas del neoliberalismo en su cuerpo, busca otra forma de utilizarlo, de respirar, viajando hacia adentro para encontrarse, para escapar tal vez por unos minutos del trajín, para escapar del odio y de la violencia (todos los gurúes hablan de amor y de paz). Occidente no da más. Las ciudades son productoras de desierto: alienación, materialismo, hipertrofia del Ego, la religión de la Mercancía, el vacío existencial, la competencia desenfrenada, el consumismo, el resquebrajamiento de los vínculos, las “enfermedades” psiquiátricas, la violencia, la privatización de la vida, el automatismo, la precarización de la existencia, han llegado al paroxismo. La mirada entonces se posa sobre ese oriente que se simbiotiza con la literatura de autoayuda, que no hace más que prestar ayuda al hombre para que se meta más en sí mismo todavía. 

Vivimos tiempos de derrumbe (más allá de que el capitalismo se alimenta incluso de sus propias crisis). Tenemos que buscarnos entre los escombros. Todos los valores de la modernidad y que contribuyeron a la constitución y expansión del capitalismo han sido socavados por el propio capitalismo. El padre de familia, el trabajador honesto, la familia como base de la sociedad, el ideal de progreso, de ascenso social a través del trabajo, la dignidad y meritocracia, la escala de valores que organizaron la vida moderna, han sufrido los cimbronazos de un régimen que necesita derrumbar todo a su paso para expandirse (tal vez Cambalache, de Enrique Santos Discépolo, es el que mejor expresa esta situación).

¿Cómo construir una contraofensiva que no sea conservadora (que nostálgicamente pretenda reconstruir aquellos valores)?. Hoy más que nunca hay que cuestionarlo todo, no dejar nada en pie, para poder construir los valores del porvenir. Hoy más que nunca se nos hace necesario dejar que la vieja corteza caiga, e ir a las raíces del régimen. No creemos en nada, y esa es una oportunidad para empezar a creer en algo, primero en nosotros, y después se verá…

 

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