El problema con la mayoría de las películas basadas en videojuegos es que se nota mucho que están más interesadas por el arqueo de caja que por tomarse al cine más o menos en serio. Entonces se vuelve evidente que no interesa construir un verosímil cinematográfico, sino que se contentan con reproducir visual y gráficamente los chirimbolos particulares de cada juego para contentar a sus fanáticos y, a lo sumo, capturar a algún consumidor serial de películas de acción (son muchos) o a aquellos espectadores que se dejan convencer por un cartel cargado de caras conocidas (también abundan). Toda esa descripción general encaja bien con las particularidades de Assassin’s Creed, suerte de caso testigo para este tipo de producciones.

Iniciativa que, por otra parte, dispone de los recursos económicos que le permiten contar con un reparto de estrellas y recrear con lujo de detalle el universo fantástico del original. Que además son muchos, ya que la historia entrelaza dos realidades que el relato entrecruza. Una de ellas anclada en España durante la Inquisición, en la que un grupo llamado los Asesinos (los Assassins del título) le disputa a los Templarios la posesión de una reliquia religiosa llamada La Manzana que contiene, claro, algo así como la primera maldad de la humanidad. La segunda realidad transcurre en una suerte de presente futurista, en la que una corporación se encarga de rastrear aquella reliquia en busca de una cura genética para la “enfermedad” de la violencia. Entre ambas, un hombre es el único viajero capaz de unir ambas en busca de pistas que les permitan a los científicos del presente encontrar el lugar en donde aquella manzana fue ocultada en el pasado.

Más allá de algunas escenas de acción entretenidas (lo mínimo que se le debe exigir a un film de este tipo), Assassin’s Creed avanza por el filo que separa lo convincente de lo intragable (y no pocas veces se adentra en lo profundo del lado incorrecto). No es necesario detenerse en detalles mínimos, como los pequeños errores que comete Michael Fassbender cuando su personaje regresa al pasado y tiene que hablar en español (en general lo hace dignamente), cuando se tienen escenas en las que este grupo de Assassins se enfrenta a un ejército inquisidor comandado por Torquemada en persona, peleando como ninjas. Este detalle, al que podría bautizarse como el Síndrome Matrix, de alguna manera pone al desnudo lo absurdo del recurso hollywoodense de meter las artes marciales en cualquier parte, cómo sea y a cuento de cualquier excusa. Incluso, como ocurre en este caso, cuando el asunto resulta tan poco convincente que al espectador no le queda más salida que empezar a ver como todo alrededor empieza a volverse absurdo o, lo que es peor, un poco ridículo. Una buena prueba de que la verdadera imaginación es una cosa muy distinta de la mera acumulación compulsiva de detalles inverosímiles.