Creció cerca del cine argentino pero tuvo que viajar a un lugar muy lejano para que la idea de su primera película empezara a tomar forma, como un fantasma que se materializa: en un viaje a Varanasi, India, le impactó la presencia tan fuerte de los muertos, de nacimientos y muertes, de cadáveres que bajaban por el río. Los rituales alrededor de lo fúnebre parecían muy distintos a la solemnidad de nuestras salas velatorias, más cercanos a la celebración de una vida. Luego, como estudiante de Filosofía medieval, leyó teorías plotinianas y neoplatónicas sobre las almas, sobre la redención individual, pero la atrajo más la idea de Aristóteles de que todas las almas vuelven a un lugar donde están juntas. Así se fue formando, a lo largo de años de trabajo, el mundo fantasmático y a la vez material que propone Familia sumergida, el relato de un duelo como viaje a lo desconocido que es también lo más cercano, la presencia de otra dimensión incrustada en la cotidianeidad, lejos de todo psicologismo.

Parece que tu película tomara a la muerte en el sentido más real encarnado en el cadáver, esa presencia que en nuestra cultura hay que neutralizar lo más pronto posible. Por eso en las películas de terror muchas veces el fantasma que asedia es el cadáver, como en It follows.

–Sí, es como en La invasión de los usurpadores de cuerpos, que tiene esta cosa de cuerpos que van apareciendo y no se sabe de dónde salen. Eso me interesaba, además de que leí bastante sobre espiritismo y creo que se puede leer la película en esa clave del horror de los cuerpos de la familia que siguen apareciendo y están ahí. También hay algo de la presencia del otro que te arrasa, tu propia identidad se ve totalmente atravesada por otros cuerpos, otras existencias, y no hay manera de evitar esa sensación de que no somos una individualidad tan cerrada sino que todo nos atraviesa como cuerpo.

Eso está materializado en esto que hace Mercedes Morán de meterse adentro de una cortina, que también es como un telón que se corre cuando empieza la película, y que hace juego con la escena de las mujeres dentro de las cortinas, un lugar que cualquier cuerpo puede ocupar y eventualmente lo hará. 

–Sí, y al final también. La película tiene esta cosa teatral de anunciar esa presencia, este lugar que divide el mundo de la realidad de ese mundo más fantasmático que podría ser el mundo de las cortinas. Y justamente lo lindo de esta tela es que es suave, translúcida, deja pasar cosas. No es esta barrera del cajón que impone lo muerto/lo vivo sino que es un mundo al que nosotros nos acercamos y estamos en contacto con esas zonas de nuestras realidad, por momentos. Y en otros momentos hacemos una fuerza muy grande para evitarlo y estar en la cronología, no queremos saber nada de eso otro que nos horroriza también, que nos vamos a morir. 

Es súper inteligente esa imagen por el potencial que tiene de unir algo que es una especie de crisálida en un momento, pero también es la mortaja.

–Sí, es que son muchos trabajos de muchos años que confluyeron acá. Las cortinas estaban presentes desde siempre como idea pero en algún momento conversando con la sonidista se nos empezó a ocurrir todo ese mundo de las cortinas mucho más desarrollado y cuando lo empecé a probar me fascinó. Las ideas también surgen de esa manera un poco azarosa. Yo había tenido esta idea de cortinas y señoras que aparecían, y mucha luz, y apareció la sonidista con algo de esto. Después la directora de arte puso una cortina muy brillosa que funcionaba. Hay algo muy lindo en la construcción, como que vos querés llegar a una idea que no podés definir del todo y distintas personas la van materializando con sus aportes.

Es una manera de armar la película casi al revés, donde la prioridad no es necesariamente contar una historia sino armar un mundo y empezar a explorar el potencial de este mundo.

–Sí, y me gustaba la idea de que este mundo tuviera un montón de reglas que era importante cumplir aunque no se vieran. Cuando yo me dibujaba los esquemas había todo un circuito en el cual las plantas de Rina llegaban a la casa a la noche, el hijo las tocaba y pasaba una cosa, al otro día esas plantas se convertían en estos capullos de señoras. Había como una película de ciencia ficción que no está para nada explicitada pero que de alguna manera pervive y hace fuerza desde su lugar más inconsciente, que tenía que ver con esto: las plantas que están en la casa de un muerto y son lo primero que uno va a buscar porque son lo vivo, lo que hay que revivir. Y al revivirlas salen estos seres que cuando estábamos haciendo el guión no les queríamos llamar fantasmas porque era una idea que no nos gustaba, por eso les decíamos los plantíferos, son como estos seres de las plantas. Cuando lo hablamos con la maquilladora ella me dijo “los voy a pintar un poco de verde, no se va a notar”, y los sopleteaba con una pintura verde, entonces están un poco más pálidos. Esto de plantíferos era un nombre y una entidad que nos ayudaba mucho a poder desplegar la naturaleza que tenían, es una palabra que por supuesto no se dice en la película pero que dentro del universo nuestro nos permitía que tuvieran humor, que no fueran seres solemnes de la muerte que solo dicen verdades. Que estuvieran también como en la pavada, como si la muerte fuera algo sartreano de “es un mozo que sirve café”, o este lugar un poco absurdo donde alguien sirve la tarta. Como si uno se pudiera imaginar a los muertos haciendo esas acciones estúpidas de la vida que representan lo que somos como especie: juntarnos con otros, socializar, comer.

Una definición posible de la película es esto que le dice el marido a Marcela casi al final: “Vámonos de viaje a un lugar muy extraño”.

–Sí, como si él llegara tarde y ella ya hubiese estado en todos esos lugares extraños. Es que una parte muy visible de un duelo podría ser llorar y también hay toda otra parte subterránea que va mucho por dentro que tiene que ver con la mente haciéndose preguntas y conexiones infinitas, o con la extrañeza de sentirse huérfano de un mundo perdido, abrazado al misterio, unido, me parecía que estaba bueno dar cuenta de algo mucho mayor como dimensión. 

Contaste en otra entrevista que el origen de la película es dos cortos que se mezclaron.

–Sí, era por un lado una película coral, con muchos personajes, un verano en Buenos Aires deshabitado, muchos cruces de personajes y situaciones. Y en el medio estaba este personaje chiquito que traía cosas a la casa de lo de la hermana que se había muerto. Por otro lado estaba conversando mucho con mi tía y mi mamá sobre fotografías familiares. Mi tía es muy teatral, me contaba cosas sobre estas personas de las fotos, por ejemplo “ella lo vio al marido a través del reflejo en el espejo y se enamoró perdidamente”. Siempre eran como imágenes, que tal persona era contorsionista y se había ido a vivir a la selva con un farmacéutico que conoció en el barco… todas eran historias que parecían muy fantasiosas pero ¡con unas imágenes! “Tenía un anillito de color esmeralda y era copera y tomaba así...” Lo llamativo eran las dos fascinadas con ese mundo que ya no estaba, esos mini relatos y las imágenes potentes que manaban. Me interesaba para hacer algo con esta idea insasible sobre la gente que va pasando y va viniendo otra, se va renovando algo. En un momento pareció que todo este mundo que estaba circulando cabía en este personaje que estaba moviendo muebles en la casa. Y entonces en lugar de seguir con esos dos proyectos por separado, hicieron click y se juntaron. Fue todo otro año de reescritura pero ya pensando en esta nueva línea.

¿Cuando estabas haciendo la película tenías la sensación de que era una película arriesgada, o no te lo planteaste?

–Estaba preocupada por trabajar mucho, que cada cosa tuviera su elaboración, y creo que las personas que participaron abonaron mucho a poder darle muchas vueltas a las cosas. Trabajé mucho. A veces era arriesgada porque venía la directora de arte y me decía “estoy asustada, es muy barroca la película”, había mucho de todo, mucho color, mucho de todo y quizás había algo de eso, tipo pongamos toda la carne al asador, no nos quedemos en nada minimalista, si es para equivocarnos que sea de más y no de menos. 

Dijiste también que desde La niña santa tenías ganas de dirigir pero sentías que era un mundo medio masculino, ¿puede ser?

Cuando yo estaba en el secundario me parecía un lenguaje difícil y sin pensar conscientemente que era masculino, había algo de eso. En el colegio había un taller de cine y muchos compañeros varones iban pero yo era muy tímida, me parecía un mundo inabordable y pensaba que yo iba a dirigir teatro. Después de estar en un rodaje y de ver tantas mujeres haciendo cosas me parece que claro, son ejemplos, ¿no? En la Enerc, a muchas compañeras que eran directoras los directores de fotografía les decían bueno, el encuadre lo veo yo, ni te acerques a la cámara, porque nosotros sabemos encuadrar. Era muy violento para algunas mujeres pedir ver por cámara, era como que la cámara era de ellos, y aún hoy la cámara sigue siendo algo re machista, tipo la pija: acá está lo técnico, hay que medir, hay números, no te metas con esto. Y a veces para las mujeres al pedir un lente, pedir una cosa, cambiame algo, encuadrar, hay que asumir un rol que es de imponer un montón de seguridad. Si bien la directora de fotografía acá es alguien sumamente experimentado (Hélène Louvart), es una persona con un nivel de humildad y de ganas de divertirse muy sorprendente. Es un par de esas mujeres fuertes que aparecen en mi vida para darme un par de lecciones de vida, ella me decía “yo el ego lo dejé afuera”. Y tuvo la idea de probar distintas medias como filtro, toda la película la filmamos con una media Cocot delante de la cámara.