Desde Salvador de Bahía

Aún ni se asomaba el fin de la dictadura en Argentina cuando Charly García cantó por primera vez al frente de un Serú Girán que se despedía eso de que “la alegría no es sólo brasilera”. El tema fue presentado como “Pena en mi corazón” y su ritmo originalmente era más veloz que la versión que inmortalizó Charly ya como solista, aquel himno bautizado como “Yo no quiero volverme más loco”. Ambos títulos, el original y el definitivo, servirían para titular hoy una canción que responda desde Brasil aquel reclamo de García en tiempos tan oscuros. Porque tanto el diagnóstico del lugar donde se aloja la pena como el reclamo de que no haya más locura serían el marco perfecto para una frase que aquí flota en el aire para cualquier oído argentino. Almorzando el fin de semana pasado en la costa de Pedra Furada, uno de los lugares donde mejor se disfruta la belleza natural de la ciudad baja de Salvador de Bahía, rodeado de amigos locales, imaginando estrategias para soportar el equilibrio al borde del abismo Bolsonaro durante las tres semanas que median entre la primera y segunda vuelta electoral, no pude evitar pensar que la alegría por una vez pasó de largo y ahora toca pensar desde acá que “la tristeza no sólo es argentina”. E incluso –brasileros al fin, o mejor dicho Bolsonaro al fin– doblar la apuesta y anunciar la tristeza mais grande do mundo. 

Aquel mediodía, mientras en el piso lentamente se apilaban los envases de las cervezas que íbamos tomando (un clásico en Brasil, aquí nadie se avergüenza de los kilos ni de las botellas de 600 cc), estalló una discusión en la mesa de al lado. Según tradujeron mis compañeros de almuerzo, se trataba de un votante de Bolsonaro contra todos, explicando que sabía que era una mala opción, pero –decía– cualquier cosa con tal de vencer al PT. Una opción que reproducía uno de los integrantes de nuestra mesa, decidido anti PT, pero que iba a votar  a Hadad en segunda vuelta, porque –en su caso– cualquier cosa en lugar de Bolsonaro. Su confesión me produjo cierta envidia ante la lucidez que transmite el abismo: no recuerdo por aquí muchos decididos anti K confesando su voto al candidato K para evitar a Macri. El concepto “son iguales”, sin embargo, tiene sus adeptos: el taxista que nos dejó en Pedra Furada confesó que su voto fue en blanco, y que incluso fantaseó con que todos hubiesen hecho lo mismo. “Me hubiese encantado que en el New York Times se reflejase la sorpresa de todo Brasil votando nada”. 

En esa larga sobremesa al aire libre se habló de una ciudad futbolera dividida entre su pasión por Bahía y Vitoria, los dos equipos locales; de la invasión de las cadenas nacionales de farmacia, al punto de que hay casi un negocio por cuadra; o de un sorprendente estilo musical llamado Sofrencia: desgarradoras canciones de amor cantadas con un entusiasmo casi heroico, que se completa con un paso de baile cuyo momento clave es un puño en la frente a lo Pensador de Rodin. O sea, hablamos de cualquier cosa que nos hiciese olvidar las elecciones. Pero de pronto, en la enumeración de las cadenas de farmacias surgió una marca que convocó ese silencio que precede a toda revelación: Drogasil. Creo que todos al mismo tiempo nos dimos cuenta de que ese neologismo lo explicaba todo. Drogasil y Sofrencia, ése era el mejor resumen del estado de cosas. Y también la receta más eficaz para poder atravesar los próximos cuatro años. Para cuando terminamos toda la existencia en el local de la marca de cerveza que veníamos tomando, también se había transformado en un grito de guerra. “¡Drogasil!”, gritábamos, y las polémicas cesaban y los vasos se levantaban sin necesidad de convocar a un brindis. 

Un rato antes de llegar a semejante resumen, alguien había intentado destilar lo que mas le sorprendía de todo lo que estaba pasando. Y la respuesta estaba en la reacción. El quiebre de la dialéctica, en la que tesis y antítesis lleva a la exageración antes que a la síntesis. Recordaba, por ejemplo, que las marchas por el precio de los boletos del transporte público fueron cooptadas por el llamado al impeachment. Y que a partir de entonces la derecha empezó a tener voz y voto. Antes, los argumentos eran del progresismo, y los conservadores escuchaban callados. Ahora, confesaba nuestra amiga, en un grupo de whatsapp de padres del colegio de sus hijos era ella la que pedía sólo hablar de los chicos, que no se hablase de política. El mismo pedido que escuchaba ella cuando, años atrás, argumentaba desde su progresismo. La voz, calculaba, ahora la tenía la derecha. Del mismo modo que se había quedado con la verdeamarelha, la camiseta de la selección con la que orgullosamente iban a votar los partidarios de Bolsonaro. La etiqueta para la primera vuelta del acto eleccionario reservó el blanco para los que eligiesen a cualquiera menos al Partido Social Liberal, y el más contundente color rojo para los votantes del PT.

Drogasil y Sofrencia entonces, al menos para acelerar ese futuro que de algún lado debe venir. El conductor del taxi que había elegido votar en blanco nos confesó que su hija odiaba a Bolsonaro. Y que entonces tenía dudas sobre qué votar en la segunda vuelta. Había votado en blanco, dijo, porque creía que los que estaban tenían que apartarse para que llegasen nuevos nombres, para que hubiere algún futuro. Si confiaba en el futuro, le dijimos, debía confiar en su hija. Y hacerle caso, votar en contra de Bolsonaro. “Puede ser”, concedió. Y agregó: “La verdad que es como dice mi hija: ese hombre dice demasiadas bestialidades”. Nos bajamos del auto pensando que habíamos hecho un bien: un voto más contra un presente de miedo. Aunque insista en disfrazarse de futuro.