Mi primera nomincación al Oscar fue con Días de gloria, de Terrence Malick.

Es una de mis películas preferidas. Malick vino a Roma en 1978, después haber charlado durante unos meses por teléfono gracias a un intérprete. Esas conversaciones me llevaron a la escritura de dieciocho temas que él seleccionó.

Descubrí a un director muy atento a la música, hasta el punto de que me pidió que introdujera una cita de “Le carnaval des animaux”, de Camille Saint-Saëns. En la película puede escucharse durante una secuencia en la que algunos músicos están de celebración.

Malick es un gran poeta, un hombre de cultura, con intereses que van de la pintura a la escultura y la literatura. El mundo que se describe en esa película está fuera del tiempo, se trata de un lugar mágico donde coexisten la poesía y la realidad. Es una de las películas a las que todavía hoy me siento más vinculado. Me impactaron enormemente las imágenes, también me influyó su sofisticada fotografía: los paisajes de la naturaleza canadiense donde se rodó la película eran realmente sugerentes y las tareas a las que se dedicaban  los campesinos remitían a la sencillez de los orígenes. En cualquier caso, la mano de Néstor Almendros no me impresionó solamente a mí, tanto es así que la película ganó el Óscar a la mejor fotografía: casi un homenaje a los grandes cronistas y fotógrafos del siglo XIX.

Cuando me puse a componer la música de algunas secuencias, comencé, precisamente, por las imágenes, pensando en una especie de sinfonía solemne entre imágenes y sonido. Al final, a pesar de nuestras largas charlas, en cuyo transcurso habíamos elegido los tiempos de los temas, Malick me pidió que emplease instrumentos diferentes de los que había pensado al principio. No suelo llevar nada bien esa clase de intromisiones, pero  él y yo habíamos logrado un diálogo excelente. Fue el propio Terrence quien, acto seguido, se arrepintió, y así volvimos a los primeros temas y a la primera orquestación que yo había imaginado. Suelo fiarme de la intuición inicial y aquella vez resultó ser acertada, pues me condujo a mi primera nominación a los Óscar. Por desgracia, la música no ganó, pero creció mi crédito en el cine norteamericano. 

No volví a colaborar con Malick por nada personal: mantuvimos a lo largo de los años excelentes relaciones y me pidió que hiciera un musical japonés que luego, desgraciadamente, nunca realizamos. Sentí mucho no participar en La delgada línea roja (1998), una película extraordinaria que se estrenó exactamente veinte años después que Días de gloria. Él me buscó, pero por aquel entonces yo viajaba tanto que no conseguimos hablar. Hubo un equívoco realmente desagradable que no dependió ni de él ni de mí, sino de mi agente, pero ya era tarde: obligado a cerrar los contratos, Malick siguió sin mí. Por mí parte, solo podía hacer una cosa: cambiar de agente.