En 1965, el proceso penal “por obscenidad” contra Renato Pellegrini, autor de Asfalto, la primera novela de tema homosexual escrita por un autor argentino que publicó Ediciones Tirso, derivó en un escándalo reflejado exhaustivamente por los diarios más importantes y hasta por la revista Gente, en una nota de cuatro páginas.

“La verdad, más allá de ese juicio y de otro ataque que sufrimos al publicar Las amistades particulares, que fue un exitazo, salvo por otro ataque de Murena en Sur, yo diría que Tirso fue ante todo víctima del silencio, del ninguneo”, me dice Anteo Silvio Savi. “Incluso nuestros amigos más cercanos, escritores y homosexuales, como Manucho, Juan José Hernández, o el negro Villordo, nos demostraban solidaridad, sí, pero siempre en privado. Había que cuidarse. Otra cosa: Abelardo, que era ya un escritor muy notorio, jamás fue entrevistado sobre su actividad de editor, ni una pregunta en ninguna entrevista vas a encontrar. Al mismo tiempo algunos de nuestros libros se vendían como el pan… Señal de que existía una masa de lectores interesados, e igualmente invisible.”

Más de cincuenta años después, silencio y ninguneo siguen pesando sobre la obra de Arias, uno de los escritores argentinos más famosos y leídos de su tiempo. Se sabe, el anatema persiste; pero ahora que además el interés por la homosexualidad se ha institucionalizado ¿por qué tarda rescatarse a Arias?

Sin duda, fue la comprensión de su propia homosexualidad lo que despertó en Arias la empatía hacia todo excluido; pero también, una independencia de criterio y acción y un eclecticismo ideológico que parece haber defendido de manera cerril. Llegado a Francia a principios en los primeros cincuentas se deslumbró con el existencialismo; pero fue igualmente fiel (como todos sus amigos), a la cultura de la antigua Grecia, en la que, sobre la huella de Wilde y Gide, parece hallar claves para la liberación sexual.

Los interrogantes, retóricos y no, se multiplican. ¿Cómo hizo una pequeña editorial, tan “independiente” que ni local tenía, integrada por tres muchachos desconocidos, para conseguir los derechos de publicación de las obras prohibidas de los escritores más importantes de Francia? ¿De dónde sacaban el impulso para la tarea de traducir ellos mismos todos los títulos, atender a la tarea de diseño e impresión, distribuir ejemplares en las librerías? Si Abelardo Arias puso todo su prestigio literario al servicio de la difusión de su empresa, entrevistando para La Nación a autores como Julien Green o Montherlant, ¿cómo se las ingenió para publicitar aquello de lo que no se hablaba? ¿Tenían conciencia de los riesgos que corrían? Pero sobre todo, ¿qué ideales concretos los impulsaban en una época anterior a la glorificación de la “salida del closet”? ¿Y qué papel jugó la organización francesa Arcadie, que frecuentaron Foucault y Guy Hocquenheim, y de la que Arias era una especie de “agente secreto” en la Argentina, “con funciones nada literarias”, según subraya enigmáticamente Savi? Ya lo averiguarán los investigadores.

De momento, se entiende mucho mejor por qué en 1974, año de creación del Frente de Liberación Homosexual Agentino, Blas Matamoro, uno de sus fundadores, escribió el prólogo a El gran cobarde, novela capital de Abelardo Arias. Y por qué Diego Baracchini tituló, poco después, una entrevista sobre ese mismo libro: Abelardo Arias, el gran valiente.