La televisión argentina, aún en su visible decadencia, sigue siendo tema de conversación en cualquier ámbito. Lo que pasa allí es materia de asombro, análisis y pasiones por grandes y chicos, jefes y empleados, dueños y clientes, vecinos y compañeros, aunque más no sea para cortar el siempre incómodo silencio entre dos al que cada tanto somete la vida en comunidad. Caja de resonancia derruida pero que mantiene inalterable la capacidad de amplificar sus cada vez más chillones y menos creativos contenidos, la pantalla chica forma parte de la vida cotidiana argentina, por más sombrío panorama que sobre el medio trazan a diario las planillas de rating. Eso bien lo sabe Claudio Zeiger, el periodista y crítico cultural que acaba de publicar Unidos o nominados (Editorial Galerna), un trabajo que ilumina el trajín de la televisión argentina en el siglo XXI, en el que su reinado empezó a verse amenazado por otras plataformas. “La TV no es la gran formadora cultural, pero todavía es parte de la realidad en un mundo cada vez más irreal”, afirma Zeiger a PáginaI12.

Aunque puede pensarse caprichoso, el recorte temporal de Unidos o nominados tiene una lógica que trasciende al cambio de siglo: el salto que hizo desde el cable Televisión abierta, ese experimento en la medianoche de América TV que le abrió la pantalla a la llamada “gente común”. Ese programa fue el disparador de un rasgo que –en palabras del autor– define al medio del nuevo milenio. “El siglo XXI es el momento histórico en el que la gente común entró definitivamente a la TV”, arriesga Zeiger en el libro que recopila columnas publicadas en las últimas dos décadas en el suplemento Radar de PáginaI12. “La idea de Unidos o nominados fue la de generar como un laboratorio de escritura que se pregunte: ¿cómo escribir sobre la televisión? Se sabe que es un mundo que choca con la mirada intelectual. Y es lógico, ya que el mundo del espectáculo desconfía de cualquier concepto o idea que lleve más de un minuto enunciarla. Pero soy de los que piensan que seguir escribiendo sobre medios y cultura de masas es importante. Es parte de la batalla cultural”, afirma el periodista.

–¿Con qué pantalla se encontró luego de rescatar aquellas columnas sobre TV escritas en distintos momentos? ¿Cuáles son los rasgos de la época?

–Al recopilar, seleccionar y leer todas las columnas y algunas entrevistas, y ponerlas en orden casi cronológico, el efecto fue, para mí, el de una especie de folletín o novelita con sus personajes protagonistas y secundarios, sus temas recurrentes, sus constantes. Una novelita divertida, algo bizarra –o muy bizarra–, y muchas cuestiones interesantes de género, como por ejemplo, por qué en la Argentina no pegaron los talk shows y sí Gran Hermano. Creo que Gran Hermano marca el rasgo de la primera década del siglo nuevo, con su gente común, con su discurso de la vida misma como experiencia y como un experimento que en su momento se juzgó casi como fascista, y hoy, frente al cuadro de situación de la exposición en la web y redes, resulta paradójico: lo que se supone que obligaban a hacer a los participantes, ahora la gente lo hace voluntariamente.

–¿Esa tendencia fue un reflejo de época planificado por la “industria” o una consecuencia de la crisis económica del comienzo de siglo?

–Creo que la crisis que marcó el comienzo del siglo fue determinante. Claro, primero fue una debacle económica que obligó a una televisión de bajo presupuesto. De ahí salieron los mediáticos y la gente de los talk shows. Pero resulta que los mediáticos quedaron instalados. Y también la tendencia a hacer programas con gente que irrumpe en pantalla y grita, pelea, deslizándose del chisme a la política. O sea, eso que fue fruto de una debacle económica quedó instalado como un cambio cultural. Eso persiste hasta hoy y es un rasgo de la televisión argentina. Y un tema no menor que se activó en 2001 y persiste hasta hoy como un chip incorporado: la tendencia a que algo inminente va a pasar todo el tiempo. El “Vivo - Plaza de Mayo”, el minuto a minuto, el valor del dólar en vivo.

–En contraposición, la TV del siglo XXI desterró la idea de que la pantalla chica era espacio exclusivo de privilegiadas y misteriosas figuras. ¿El jet set se volvió más humano, más terrenal?

–Creo que sí, y que eso es bueno y malo a la vez. Es más democrático, el mundo del show y el espectáculo es menos impostor y vendedor de ilusiones que antes. Y por supuesto, cuando algo pierde su magia, también todos perdemos un poco de magia. Hay que decir que si creemos que la TV del siglo XXI enterró el misterio, los años ‘90 fueron una transición que abonó el terreno. Irrumpió una farándula radicalmente distinta a las figuras anteriores. Después se mezcló todo un poco. Diría que hoy ese ambiente es a la vez más humano y más inhumano.

–En un pasaje del libro, usted afirma que “la TV es materia líquida por excelencia”. El contenido “devaluado” de la pantalla chica del nuevo siglo, con cada vez más panelismo y menos ficción, ¿profundiza esa característica?

–Lo del panelismo es curioso. Los mediáticos tipo los Suller o Jacobo Winograd por lo menos eran creativos, almodovarianos, y por eso empezaron a disputarle espacio a la ficción. Creo que Ricardo Fort entendía algo de eso, pero lo traicionaba su falta de sentido del humor. Los panelistas periodísticos, los gurkas del blindaje mediático actual, no son ni creativos ni imaginativos, son gente verdaderamente mercenaria y mediocre. Quizá dije “líquido” y exageré. Es barro, pantano, algo blando.

–El libro contiene perfiles de personajes, muchos “polémicos”, desde Ricardo Fort a Gerardo Sofovich, pasando por Gastón Trezeguet y Jorge Rial, a quienes analiza sin caer en el prejuicio. Incluso, en algunos casos hasta los reivindica como emergentes de la cultura popular.

–La crítica en general no es despiadada ni benevolente. Cada cual tiene su punto de vista. Hay, sí, una discusión más de fondo actualmente, y que un poco es la versión actual y política, atravesada por la grieta, de lo mismo de siempre: los que creen que todo es una inmensa pavada que ni merece la crítica y los que creen que todavía la televisión tiene peso, importancia, aun con todos los nuevos formatos en pugna. Obviamente, la TV es más que entretenimiento: es un laboratorio de imaginarios colectivos, una usina de ficciones. En cuanto a las figuras mencionadas, creo que todas tienen su peso porque justamente son polémicas. Rial, por ejemplo. En el libro se lo reivindica y se lo critica en distintos momentos. Es un tipo inteligente, es un buen conductor. Eso no quita que yo haga una mirada crítica de cuando hubo todo un escándalo por homofobia en los comienzos de Gran Hermano e Intrusos. Ricardo Fort fue un personaje de rico menemista pero terminó siendo una figura trágica. Con Sofovich las cosas son obvias: nadie puede negar que era un cabrón y complicado, y un tipo brillante al mismo tiempo.

–La TV abierta parece estar atravesando un proceso de decadencia artística pero también en volúmenes de audiencia, a partir de la penetración de otras formas de consumo audiovisual online. ¿Sigue siendo la gran formadora cultural?

–Es evidente que entre lo artístico y las nuevas formas de consumo, la crisis de la TV abierta es más aguda que nunca. Y no parece responder con herramientas nuevas ni nuevas ideas. Me resulta paradójico y gracioso: a pesar de toda la sobreoferta del cable, Netflix y otros soportes de la web, si nos atenemos a los canales abiertos, estamos como cuando éramos chicos, mirando Meteoro a la hora de la leche. La televisión se mantiene viva porque cuando necesitás saber si cayó la bomba y hay vida afuera, prendés la tele, necesitás hacerlo. No es la gran formadora cultural, sin dudas no lo es. Pero todavía es parte de la realidad en un mundo cada vez más irreal.