A Josefina Fonseca

–No vamos a fondear–anuncia el Viejo. 

Toda máquina adelante, vibra como un diapasón el barco. Los sonidos del agua y del viento se persiguen sobre el bajo continuo tramado por la estática de la radio, el tableteo de las puertas, los giros del radar. Por la timonera va y viene el piloto. Busca en la carta náutica. En el radar. En la distancia. Accidentes, marcas, referencias. Dispone leves correcciones al rumbo. Toma los Zeiss Ikon, sale al alerón de estribor, se para con las piernas bien abiertas para compensar los rolidos, interroga el horizonte. Olas coronadas por crestas de espuma recorren el mar hasta donde la vista alcanza. Desde una silla alta, el Viejo mira un punto a proa. El marinero de guardia, acodado en un rincón, dormita. 

Formas huidizas comienzan a verse en el radar. A intervalos imprevisibles, suenan por la radio voces erosionadas por una textura metálica. Más y más claras a medida que se aproximan a tierra. Una voz repite un nombre, cada vez con mayor apremio llama, hasta convertirse en clamor llama. No hay respuesta. Calla. Otras voces intercambian saludos minutos después. Una dice vamos, revelando una costumbre, un acuerdo previo. De inmediato se retiran de ese canal a conversar por otro a salvo de intrusos. Suena la estática sin mancha de palabras como si fuese la voz última del mar o del tiempo. 

De vez en cuando, el Viejo desvía la vista hacia el piloto. Si lo sorprende atendiendo al radar o al girocompás, el piloto se apura en concluir la tarea y adopta otra postura. Si lo encuentra caminando, aploma sus pasos y estudia algún sector del mar con gesto desconfiado del que participan, además de la cara no liberada por completo de la adolescencia, la espalda y los brazos de remero.

En la pantalla del radar dos líneas paralelas aparecen y se borran, aparecen y se borran. A primera vista las identifica el piloto. Son las escolleras. Durante años, casi a diario, seguido por su perro saltó por ellas de piedra en piedra hasta donde la marejada estalla en arco iris. Se internan, una desde cada margen del río, por el hervidero de ecos fugaces como divinidades menores empeñadas, con sus travesuras, en confundirlos o perderlos.

–Más de uno se jodió por acá –reniega el Viejo.

Entrar tarde, pagando el doble a remolcadores y práctico no es negocio. Y por dinero zarpan los barcos, aunque sus tripulantes puedan estar ahí por otra cosa. Navegarán toda la noche sin alejarse demasiado de la bocana del puerto, navegarán hasta que el sol vuelva a dibujar la tierra. Entonces, asomarán los remolcadores, una lancha les acercará al práctico de turno con aliento a desvelo, grumos de sueño en la voz y las quejas de siempre por la falta de dragado. Entonces, sí, entrarán.

A estribor, todavía lejos, como un sable abandonado en el desierto, destella una extensión de acantilados. 

–No vamos a fondear –insiste el Viejo.

Nada agrega el piloto. Con sólo mirar la carta náutica H252, desplegada sobre la mesa de derrota, se puede advertir una cantidad de signos negros desparramados a lo largo de la arista sobre la cual tierra y mar se odian desde siempre. Star of Cairo, Picketty Witch, Montepasubio, Chaco, Esito, Mariona Goulandris, Polly Brown II. El Constante no aumentará esa lista fúnebre. No mientras el capitán Gonzaga mande a bordo.

La tierra que se acerca los distrae a todos. Y de repente no hay mar. Solamente luz. Dura un instante esa fuga. Un instante de oro y verde. Un instante. Después, el día se deshace en hilachas de sangre. Caen las primeras gotas de noche sobre la arena, y posadas encima de esa arena las gaviotas parecen restos desperdigados de una estrella abatida. Vuelve el mar a gritos. Llama con la voz de todos sus ahogados. Y el faro contesta nunca, nunca, nunca.

 

Un cuarto de hora antes de medianoche, el piloto vuelve a subir al puente. Se salteó la cena y no logró dormir siquiera un rato. Hará dos guardias seguidas por un acuerdo con el jefe de cubierta del cual no debe enterarse el Viejo. Una proeza miserable a cambio de la cual tendrá autorización para dejar el barco durante el día y medio que estén descargando. “Usted nació acá, ¿no? Puede visitar la casa donde vivió”.

Sin demasiadas palabras despide al jefe. Luego hace lo de siempre: desconfia de cada certeza recibida. Verifica el rumbo. Toma dos marcaciones radar y compara la posición resultante con la última anotada en la carta. Examina el horizonte en busca de alguna luz reveladora de un barco cerca. 

En oleadas muy leves le llega ese perfume que asocia con las guardias nocturnas. Como si brotase de una flor tímida que sólo se abriera cuando todos duermen. Es el aroma inconfundible del papel con el que hacen las Admiral´s charts, de la tinta con la que trazan sus dibujos: parcos, precisos, tan sugerentes. 

Vuelve a verificar el rumbo y sale de la timonera al aire punzante de la noche. Hunde sus ojos en la tiniebla. Hasta que duelen. No anda nadie. La ilusión de la costa se apagó en la distancia. Quedan solamente estrellas en lo alto, miles de estrellas como esquirlas de hielo azul flotando sobre la derrota. 

Suena y resuena la trama interminable sobre la cual transcurre cada singladura: el acero castigado por el agua, el agua hendida por el acero, el sermón obstinado de las máquinas, la hélice, la estela. De su influjo lo rescata el latigazo de una driza floja. Siente que una cubierta abajo no queda nadie vivo. Nadie en los ciento ochenta metros del barco. Nadie en la negrura por la que peregrinan. Vuelve a entrar. Tenues, mínimas, brillan las guías luminosas del instrumental en la oscuridad obligada de la timonera. ¿Respira el marinero de guardia? Se acerca y le dice que va por unos minutos al cuarto de derrota. 

Se agacha ante el mueble que ocupa el mamparo de proa y empieza a abrir las gavetas inferiores. Hay infinidad de Admiral´s charts, dejaron de usarlas después de la guerra, están ahí sin que nadie las mire. Sus dibujos en blanco y negro invitan a navegar por un mundo todavía encantado. Son como las ilustraciones de aquel ejemplar de La isla del tesoro, único objeto heredado de sus padres, que perdió no sabe cuándo ni dónde. O las de aquellas novelas de Verne que su abuelo, a veces, leía para él mientras la sudestada bramaba a metros de la casa. 

Va apilando cartas náuticas de lugares a los que soñaba ir cuando hacía girar el globo terráqueo y ponía el dedo índice izquierdo a la espera de un destino, cartas de lugares a los que fue sin haberlo imaginado antes, cartas de lugares a los que tal vez nunca irá. Pasaron años de mar y no deja de perseguir los lugares que están detrás de los nombres, aunque una vez encontrados, los lugares frustran eso que los nombres permitían conjeturar, como si se hubieran corrido, o como si jamás hubiesen estado allí. 

Teñida de alarma, la voz del marinero de guardia lo trae de vuelta a esta noche en este mar. El piloto corre a la timonera sin devolver a su encierro la cartografía de espejismos que desplegó. Una hilera de luces –blancas, verdes, rojas– se acerca por el oeste. Agarra los Zeiss para estudiarlas. Una flotilla de pesca sale de puerto. Va hasta el radar, lo cambia de escala, descubre los ecos, débiles, fugaces, que indican la presencia y el movimiento de esas lanchas. Imagina el color amarillo de sus cascos al sol de otros días. Vuelven el olor a puerto y las preguntas que el abuelo no sabía contestarle. Se aparta del radar. El Constante va a pasar primero. Se acerca al frente de la timonera. Luces blancas y rojas van quedando por estribor hasta salir de su ángulo de visión. Respira hondo. Siente en sus pies el empuje del barco, sube y baja con los espasmos de agua negra lanzados por el corazón de la noche. 

Vuelve al radar. Lo cambia de escala. Su haz no terminó de trazar el esqueleto de la costa y ya reconoce el eco devuelto por Punta Negra. Ubica el cursor a noventa grados y se queda mirando. Otras imágenes se superponen a las de la pantalla. En lo alto del médano más alto, hace quince años, él. Por la arena mojada, al galope, su perro a la caza de sombras. Por el cielo, gaviotas en fuga. 

Cuando el eco de Punta Negra roza el cursor, va hasta el mecanismo de timón, lo pasa de automático a barra y comienza la maniobra. Impone un mínimo ángulo a la pala. Hay espacio de sobra para virar a babor, costa afuera. El barco no pierde velocidad, describe un arco muy amplio, prácticamente sin escorarse. Unos grados antes del rumbo previsto, pone el timón en modo manual, toma la rueda y lo estabiliza. Cuando el girocompás marca exactamente 085 vuelve a pasar el timón a automático. 

Al marinero de voz cansina lo reemplaza otro con la voz agriada por el fastidio. Uno viene a la oscuridad y el frío, el otro se retira a su oscuridad y su frío íntimos. Son casi las cuatro de la madrugada. Le recitan datos que ya conoce, los deja hacer. Son los ritos del mar. 

Cuando llega a ponerse al través de Costa Bonita, vira a estribor. Desde el alerón escucha cómo suenan las olas contra el casco a medida que el barco gira, el tumulto de la estela curvándose, la queja de algunas toninas, el chillido de gaviotas sonámbulas. A punto de alcanzar el rumbo 265, vuelve a la timonera, pone el timón en modo manual, toma la rueda y lo estabiliza. Cuando el girocompás marca el rumbo previsto vuelve a pasar el timón a automático. 

Pierde la cuenta de las veces que vira en una dirección y en otra. Pasa ante cada uno de los barcos derrotados que forman un collar de catástrofes sobre esa franja de costa. Desde mucho antes de pisar una cubierta sabe de memoria sus nombres, sus ubicaciones, sus historias. Muchas veces, caminando descalzo por la arena, junto a su perro, los había admirado. Con bajamar, llegó a acariciar su hierro ennegrecido. Hacía tiempo y millas. Cuando soñaba despierto con naufragios heroicos. En los inviernos interminables, mientras el viento arañaba las ventanas de la casa vacía.

Pasa frente a Bahía de los Vientos, Las Grutas, Punta Carballido. Ve a lo lejos el resplandor del puerto. Pasa por la rada exterior. Recuerda cómo llegaban los barcos, a cada verano, para cargar trigo, cómo fondeaban a la espera. Al atardecer el horizonte se engalanaba como un árbol de navidad con sus luces. Más de un capitán se lamentó. Más de un barco, sacudido por el mar de fondo, terminó cortando la cadena del ancla y fue arrastrado sobre la costa. 

Sale al alerón de estribor. En el viento llama una voz a medias olvidada. Pero no hay rumbo en toda la rosa ni camino en toda el agua para volver adonde alguna vez perteneció. Y sin embargo él salta millas de tiniebla y desembarca. Pisa la arena sobre la cual aprendió a caminar. Cruza la avenida costera y se asoma a aquella casa que en las noches de temporal asustaba con lamentos de navío embrujado. Tiene otra puerta, otros colores. Ya no está la enredadera a la entrada. Su perro no ladra al viento que agita el limonero. En el patio no suena la pelota que él patea hora tras hora contra una pared, tarde tras tarde, hasta que la abuela grita cuidado con mis jazmines. 

Son implacables los signos. Se va perdiendo en el tiempo. Sin embargo, por un instante memoria y deseo se abrazan como hermanos náufragos. Pasado y futuro son una misma corriente. Él regresa y se mira ir. Navega hacia donde cada tormenta y cada calma conducían. Adonde cada risa y cada llanto, como notas en un pentagrama, se vuelven rastros de una música por venir que lo espera en el origen. Hasta que el sol apaga la verdad. En el hueco del mundo se enciende el silencio. Que es tumulto. Y ese lugar al que se aproxima es una ciudad de tantas, nada más, ajena como todas las ciudades recorridas. 

 

El horizonte se ve limpio como si nadie hubiera navegado jamás. Reverbera la quietud. Late la luz creciente. Nítida como una alucinación brota la costa. Posadas sobre la arena, todavía en sombra, las gaviotas son puntos suspensivos de fuego blanco. Va al cuarto de derrota. Mira el reloj. Casi las siete y cuarto. Desde abajo lo alcanza el olor a pan sacado hace poco del horno por el cocinero de a bordo. Se inclina sobre la mesa, comienza a llenar el libro de bitácora con su letra de trazos redondeados, más dibujada que escrita. Sin alzar la vista de las páginas donde anota las incidencias de la noche, manda al marinero a buscar al jefe de cubierta. Cuando vuelve a la timonera, un color que vacila entre el gris y el celeste se alza del mar, destella contra sus ojos húmedecidos, canta.

A las ocho, el jefe de cubierta se encarga de llamar al Viejo desde el teléfono del puente. Apenas sube, impostando cansancio el jefe le cuenta que el viento sopló del sur, hubo marejada, se cruzaron con una flotilla de lanchas pesqueras. Actúa como si llevase horas despierto y alerta. Lo engaña con facilidad. O quizás sea al revés y el Viejo lo engaña a él. Sabe todo y ya no le importa. 

–Muy despacio adelante –manda el Viejo en un susurro grave.

Una mano vuela a accionar el telégrafo.

Abajo algo se sacude y la velocidad disminuye.

Desde lo alto del puente miran cómo el barco se va entregando al abrazo de la tierra flamante. El mejor timonel lleva la rueda. La mueve apenas, cada tanto, de manera muy suave, para mantener el rumbo ordenado por el Viejo. Lento, como una aparición, el Constante avanza hacia los dos remolcadores que asoman de las escolleras. 

El jefe de cubierta, mientras el Viejo mira por los Zeiss, le guiña un ojo al piloto. Con una sonrisa veloz le responde el piloto. Lleva sin dormir demasiadas horas, le duele un poco la cabeza, le duelen bastante las piernas. 

–Para máquinas –ordena el Viejo.

Vuela una mano al telégrafo.

Va deteniéndose el barco hasta quedar como un monstruo herido flotando a merced del agua verde. 

El piloto se retira del puente de mando hacia la maniobra de popa.

Sale al filo del día nuevo. Lo sacude la voz del mar. Contra los roquedales rompen las olas, contra las escolleras. Rompen y rompen. Contra cascos vencidos, contra iniciales pintadas en veranos muertos. Su cadencia puede considerarse lenta para las medidas humanas. Pero esas olas están haciendo de la roca arena, de la arena algo que en ninguna mano podría durar, ni en la del viento, del tiempo este estruendo plateado, sin tiempo.