En los 90 fue Trainspotting y el libro se hizo carne. Corolario del tatcherismo y del punk de los 80, la primera novela de Irvine Welsh se metía en el lado B de una Escocia no apta para el turismo castillero. La lengua de los barrios bajos, ese gaélico de los yonkis que rebautizaban a Edimburgo como la capital europea de las drogas y del sida, cifraba un material que el propio Welsh pensó impublicable. La Escocia-escoria,  protagonista de la novela, se convirtió primero en un acontecimiento literario y luego en espejo de la decadencia que traspasó todas las fronteras cuando Trainspotting llegó a ser película deviniendo en ritual y rezo de la generación del vacío. Generación que veía agonizar el canto de libertad y goce sexual de los 80 para tener que vérselas con la pandemia del VIH, mientras saludada con una mueca tan joven como escéptica al nuevo orden de la globalización, a la era posindustrial que llegaba con su abismo tecnológico para terminar de barrernos de las calles, para decirnos que tal vez era cierto, que no había que elegir tanto la vida porque la vida era el día a día de la desocupación local, el neoliberalismo arrasando cualquier consigna de igualdad y fraternidad, cualquier resto de pasión setentista por el hombre nuevo para ponernos a mirar a través de una pantalla las últimas noticias de la muerte en los Balcanes, para entrenarnos en clave apocalíptica cuando las computadoras estallaran al llegar el año dos mil. Como contrapartida, la generación del vacío buscaba desesperada algún sentido en la exploración de lo alternativo, apellido musical de las fusiones que surgieron en una década en la que el rock y el metal vivieron su momento de apogeo con el álbum negro de Metállica, el surgimiento del hard core, el grunge, el rave, Guns y PJ Harvey, Nirvana, Bjork y Portishead, un eclecticismo que acá se llamó Babasónicos, Los Brujos, Divididos, La Portuaria. Una generación nihilista que no llegaba a tener una impronta identitaria como sus antecesoras y que en Reality bites –a pesar de su liviandad espumante marca MTV– reunió a un público que recibiría la obra welsheana como un grito de hastío más contundente contra la oferta de un futuro que nunca antes había homologado tan descaradamente éxito y consumo.

A más de 20 años de su primer gran éxito, Irvine Welsh pasa la mayor parte del tiempo en Miami, vive de rentas, de su propia productora de cine y vuelve a Escocia varias veces al año no solo para visitar a la familia sino también para no perder la jerga vernácula de los pubs y de las calles donde viven sus personajes. Hijo de obreros, criado entre los monoblocks de Muirhouse –el Lugano 1 y 2 del norte Edimburgo– donde transcurren la mayoría de sus historias de Trainspotting en adelante, a los dieciséis Welsh dejó la escuela y migró a Londres buscando en el movimiento punk lo que no había encontrado en el barrio ni en la escuela ni en la decena de trabajos de los que fue expulsado por su adicción a la heroína. Tocó la guitarra y cantó en varias bandas sin éxito ni talento hasta que un accidente de tránsito le salvó la vida: “En esos días estaba limpio, había ido a Escocia para ver un partido de fútbol y el colectivo en el que viajaba chocó contra otro y yo me caí. Me dieron dos mil libras en compensación. Si hubiera ocurrido unos meses antes me lo habría gastado en drogas, pero en vez de eso saqué una hipoteca y me compré un depto en Hackney por ocho mil. Al año y medio lo vendí por quince, era el boom inmobiliario en Inglaterra y yo me subí a ese tren”.

Welsh irrumpió en la escena literaria escocesa con una voz y un paisaje que no había sido tenido en cuenta hasta el momento, la Escocia que nadie quería ver: una generación entera que se estaba suicidando de sobredosis o en el contagio intravenoso de las jeringas compartidas. “Yo quería mostrar personajes que no veía en la ficción pero que habían estado y aún estaban a mi alrededor. Habíamos cambiado de ser una economía basada en el empleo a una economía basada en las drogas, y eso no se reflejaba en la ficción de aquel momento. Yo creo que los personajes de Trainspotting son universales, solo que están traducidos en clave de una cultura específica. Por otro lado había una energía en el estilo de la prosa que salía directamente de las calles mientras que mucha ficción literaria manejaba un lenguaje más rígido, menos vivo. Esa combinación de factores creó algo. De todas formas, cuando escribís un libro estás inmerso en el mundo que creaste. No tenés idea de quién lo va a leer y cómo se va a recibir”.

¿Y cuál fue el desafío después de que tu primera novela se convirtiera en un fenómeno cultural?

–Ninguno. Para mi fue pura diversión, fue como decir: ¡es esto, es esto! Estoy haciendo lo que me gusta hacer y lo que debí haber hecho mucho antes, lo que vine a hacer con mi vida. Fue fabuloso, fue como llegar a mi casa. Porque siempre me había sentido un viejo, toda la vida me pasó eso. Cuando tenía 28 años me sentía muy desgastado, imaginate a los 30: ya estaba muriéndome. Y creo que hay solo dos edades importantes en el envejecimiento horizontal de la vida, son las que están en los dos extremos: el momento de nacer y de morir. Cualquier cosa que pase en el medio de esa línea simplemente ocurre, no hay mucho que puedas hacer al respecto. Por eso creo que lo peor es el envejecimiento vertical. Y a los 28 yo me sentía extremadamente viejo. Tenía un gran trabajo, me pagaban muy bien, una esposa hermosa, era maravillosa, una casa linda, un buen auto, pero yo era más infeliz que la mierda porque no estaba haciendo lo que quería, yo quería hacer algo creativo. Y cuando publicaron Trainspotting y pasó lo que pasó, de pronto me vi viviendo la vida que quería. En mis propios términos.

Diste el primer paso pero también tuviste suerte, la vida te eligió a vos

–Definitivamente. En principio tuve mucha suerte de haber vuelto a vivir a Edimburgo en un momento culturalmente clave. Había escritores como Kevin Williamson, Duncan McLean, el poeta Rodney Relax y cruzarme con ellos me influyó por completo. En los 90 había mucha gente en Edimburgo tocando en pubs, leyendo poesía en las calles, tuve la suerte de estar ahí en ese momento. Muchos fueron agarrados por editoriales grandes de Londres que iban a buscar sangre nueva a Escocia porque había mucho talento ahí. Es interesante lo que pasa ahora entre los que fueron publicados por grandes sellos y los que no, los que siguen haciendo la suya, hay cierta tensión. Muchos celos también. Yo siempre había querido hacer algo creativo, incluso cuando consumía y tocaba en bandas horribles de punk en Londres pero en las que me divertí muchísimo. No quería ir a trabajar cada mañana de mi vida de 9 a 5. No podía hacer eso, pero también quería estar en un lugar en el que no tuviera que preocuparme por llegar a fin de mes. Odio todo eso, todos lo odiamos. Entonces estar en una posición en la vida en la que no tenés que preocuparte más por eso y encima hacer lo que te gusta, es lo más parecido al paraíso. Especialmente si venís de una clase y de una generación que no tenía muchas opciones en el horizonte más que el consumo de drogas y el desempleo. Yo nunca pude entender a la gente que habiendo hecho algo de dinero quieren abrir sus propias empresas, probarse que pueden ser buenos emprendedores. Fuck all that. Hay que vivir la vida y disfrutarla.

DJ en Buenos Aires

Welsh estuvo en Buenos Aires para participar de la programación del FILBA, que este año celebró su décimo aniversario y lo festejó a lo grande con invitados como Anne Carson, Catherine Millet, David Leavitt y que tuvo a Welsh como Dj de la fiesta de cierre en Niceto Club. Y aunque dejó a la audiencia con ganas de bailar alguno de los temas de la  banda sonora de Trainspotting, hubo una comunión generacional entre el dj escritor y los lectores danzantes que lo acompañaron en la pista al grito de MMLPQTP seguido por el olé-olé-Irivne-Irvine cuando en lo mejor de la secuencia techno que estaba pasando se cortó la luz. Irvine por supuesto adoró ese momento tan argento y lo comentó en su cuenta de Twitter como lo mejor de la noche. Y a pesar de que por momentos le cansa hablar de sus personajes más famosos –digámoslo, de su mejor obra– sabe tanto como sus lectores que con ese único gran libro podría haber justificado su carrera como escritor y que, como toda primera obra, tiene mucho de autobiográfico repartido entre los distintos chicos de la banda. 

Renton también se vuelve DJ en Dead Men´s trousers, te sentís cerca de tu primer gran narrador?

–Sí, tiene mucho de mi. Cuando escribo como él lo hago desde un lugar más tímido, Renton es en cierto modo muy auténtico. Renton ha cambiado con los años, se volvió más exitoso, siente que logró hacer algo con su vida y eso es algo que él quería, pero al mismo tiempo, cuando está solo, no se siente satisfecho. Es un malestar común que la gente siente. Buscan algo, lo consiguen y luego piensan: ¿qué carajo fue todo eso? ¿Valió la pena gastar tanto tiempo y energía en esta búsqueda? Yo ahora por ejemplo estoy haciendo un álbum de techno. Mi manager me dijo que voy a tocar en Glastonbury el año que viene. Es genial, hace años que estoy intentando hacer música y de repente está sucediendo ahora. Tengo que ser sincero: no mejoré como músico desde mis años de punk, pero ahora para mí es más fácil escribir canciones gracias a la tecnología. Siempre fui un músico pobre: no podía tocar bien la guitarra, ni el bajo ni cantar muy bien. Y con la tecnología ya no necesitás las mismas habilidades musicales de antes, pero sí tenes que saber cómo escribir una canción. Yo dependo mucho de la tecnología, nunca habría escrito un libro sin mi procesador de texto. Jamás. Y cuando apareció sentí que  podía escribir un libro. La tecnología me hizo escritor. Y siento lo mismo con la música ahora: puedo poner tonos, juntarlos, puedo escribir coros, armonías en el teclado, samplear.

  Anagrama acaba de traducir al español su última novela, Un polvo en condiciones, publicada en Reino Unido en el 2015. La crítica la catalogó como su novela más obscena, una comedia negra en la que un taxista adicto, esta vez al sexo, enhebra las vidas de quienes se suben a su auto mientras comparte la voz narradora con un personaje entrañable que recuerda al Benjy de El sonido y la furia y un empresario yanki que bien podría ser un joven Trump en ascenso. Todos su personajes se vinculan a través del sexo y donde el amor, o el cariño, cuando no escasea está por completo ausente. La explotación del cuerpo ya sea a través de la industria del porno (en la que está lejanamente presente Sick Boy) de la prostitución, o del abuso sexual intrafamiliar está en un continuo primer plano que exacerba la soledad de sus personajes, verdadera protagonista de la historia. 

La tecnología ocupó ese lugar de las creencias morales, se convirtió en el vector que nos dice de qué manera vincularnos, sobre todo en lo sexual.

–Sí, creo que se ha mercantilizado, como todo lo demás. la gente se cita y sabe que va a tener sexo. Ya es algo que está asegurado. Yo, generacionalmente no podría tener ese acercamiento. 

¿Por eso tu protagonista taxista es de la vieja escuela?

–Sí, él disfruta de la seducción, de la charla, y de cosas así. Igual la está pasando mal. Siente que de alguna manera se engaña a sí mismo. El romance hoy se da pero está atravesado por la tecnología. Yo decidí no incluir este tipo de escenas simplemente porque me parecen aburridas. La gente escribiendo en la pantalla y arreglando para encontrarse a coger, se mandan fotos, se muestran todo, se exhiben como modelos, como si fueran un producto de alta gama entonces el hecho de que dos personas finalmente se junten es una cuestión de vidriera. Agentes literarios, representantes,  gerentes, taxistas, editores, todos están en eso. No es lo mío, yo prefiero encarar a alguien en la barra, borracho o no, y ver qué pasa. Creo que tiene que ver con que le tenemos aversión al riesgo. Nos volvimos una sociedad muy controlada. Nos controlan desde los algoritmos, todas nuestras interacciones están siendo monitoreadas. No hay mucho espacio para transgredir. Por otro lado las citas son más seguras: te las eligen los algoritmos. En la vida real tal vez no encuentres exactamente lo que buscás, pero tampoco vas a encontrarte con nada que te friquee, que no tenga nada que ver con vos, con un absoluto desastre. Yo creo que deberíamos darle lugar al desastre absoluto. Creo que es cuando más crecés, son experiencias necesarias. Es algo emocionante cuando te encontrás con alguien y te das la oportunidad de estar, tal vez una semana, tal vez te encerrás tres días en una habitación y de pronto ambos se dan cuenta que el otro está completamente loco, y que no podrías compartir más de lo que compartiste, pero al mismo tiempo puede ser el mejor sexo de tu vida, o una gran charla, un momento único. No sé, creo que el error puede ser un lugar maravilloso, una experiencia luminosa que los algoritmos nos están robando, el hecho de que puedas elegir lo que creés que es lo más parecido a vos, lo mejor de la góndola de supermercado, eso es algo absolutamente bizarro.

Sick Boy no ha muerto

“Algunas personas odian a los ingleses. Yo no. Solo son unos pajeros. Nosotros, por otro lado, somos colonizados por esos pajeros. Es un lugar de mierda y todo el aire fresco del mundo no hará ninguna puta diferencia”. A pesar de que las nuevas generaciones ya no podrían repetir el monólogo de Mark Renton sobre el ser escocés, sobre Escocia y su relación con Inglaterra sin sentirlo como una pose de otros tiempos, estas mismas generaciones, adictas ahora a la pantalla, son lectoras de Welsh y de alguna manera se reflejan en ese Trainspotting de los 90. “Es increíble porque ya pasó tanto tiempo, tantas cosas en el mundo. Creo que por eso mismo buscan algo del bagaje cultural de entonces, porque necesitan romper con algo pero no tienen con qué. Hubo un estancamiento de la cultura, creo que de hecho la cultura se terminó en el año dos mil, cuando dejó de haber una identificación masiva con cierto tipo de cosas: libros, música, creencias, no hubo más tribus urbanas y creo que la gente todavía quiere sentir eso, lo necesita”. 

La obra de Welsh no siempre es bien recibida y cuando esto sucede no suele ser por el motivo correcto. Es cierto que corrige poco –y muchas veces se nota– y de hecho se define él mismo como un escritor impulsivo y con poca paciencia, entrega los borradores y ya está comenzando otro proyecto para poder salir del que acaba de terminar. En una especie de autojustificación entroniza al borrador como el momento de mayor libertad a la hora de escribir: “es el punto más alto al que podés llegar porque no hay reglas que seguir”, dice.

Todavía te critican por los temas y el tono con el que escribís, sin embargo hay un tratamiento de la redención en tus personajes, en tus historias.

–La gente en UK se shockea muy fácilmente. Creo que todo depende del personaje, si armás al personaje de cierta manera y lo que está haciendo es creíble entonces podés escribir lo que quieras siempre y cuando tu personaje lo permita. Ese es el límite. Cuando el personaje hace algo fuera de su construcción, eso es lo que no se siente bien, entonces se lee algo que está ahí para provocar, para generar un shock. Yo dejé de leer reseñas  desde hace un tiempo, porque todas terminan siendo iguales. Todo pasa por si les gustó o no el libro. Entonces son adulonas o terribles. Lo miden desde sus reacciones físicas, lo que les provocó el libro, no van más allá. O están en shock o se ríen, esa es la medida de las reseñas. 

¿Te han acusado como autor por tus personajes misóginos?

–No, no realmente. Al estar escribiendo un libro sobre hombres postindustriales, tipos que perdieron todo, no podés tener mujeres muy fuertes a su alrededor porque las mujeres que están bien paradas no estarían con tipos así de conflictuados, de desastrosos. Entonces tenés que apegarte a la realidad, hacer justicia y que estas mujeres no aparezcan. Ese es un elemento. El otro es que hay muchas mujeres que se me acercaron para decirme: ¿Sabés que salí con un forro así hace poco? Porque claro, si vos sos el forro no te vas a ver reflejado. Los hombres me dicen: “tengo un amigo igual a tu personaje”. No se miran a sí mismos. En realidad nadie lo hace, no nos conocemos. Miramos a los demás pero no nos miramos a nosotros mismos. Podemos reconocer a un cagador cuando lo vemos pero no podemos vernos así a nosotros mismos. No nos enseñan a mirarnos. Es fácil para una mujer leer un libro sobre un tipo extraño y disfuncional más que leer uno sobre una mujer así, porque vos podrías ser una de esas mujeres. A mi me acusan más de subestimar a los hombres que de misógino. Me preguntan: ¿Por qué odiás tanto a los hombres? Pero sobre la redención, tengo un sentimiento intuitivo cuando escribo, pero también ha sido mi experiencia en la vida, creo que todos estamos acá tratando de lograr la mejor versión de nosotros mismos. Me gusta poner a mis personajes en la oscuridad pero siempre, a tientas, buscando el interruptor de la luz.