Un cine urgente

A pesar de vivir épocas de hiper conexión y de globalización son pocas las imágenes y los sonidos que llegan a la Argentina, y seguramente al resto del mundo también, del medio Oriente, sin que hayan sido procesadas previamente por Europa o Estados Unidos. Still Recording de Ghiath Ayoub y Saeed Al Batal es lo que podríamos denominar como una película “necesaria”, en el viejo sentido neorrealista de la palabra. Con 450 horas de grabación de material bruto capturado por ocho camarógrafos distintos, el documental refleja, al mismo tiempo que procesa, cuatro años de guerra civil en Siria. Acompaña a un grupo de soldados rebeldes en su día a día mientras que la dupla de directores con su equipo pretende dar clases de cine y exponer teorías sobre el dispositivo cinematográfico mientras la ciudad explota por el aire. Logran así una intimidad pasmosa para el espectador; una suerte de convivencia audiovisual con la muerte, los bombardeos, las armas de guerra y al explosiones. A igual que la exhibida hace dos años atrás, Homeland (Iraq Año Zero) de Abbas Fahdel (quien vuelve al festival con Yara, una película intimista sobre el amor en Competencia Internacional), Still Recording es una reflexión sobre la materialidad y la naturaleza de las imágenes como un archivo estético frente a la destrucción total de las instituciones. 


El tiempo recobrado

Entre la potente selección de la Competencia Internacional, en donde se podrá ver tanto la última película de Barry Jenkins basada en una novela de James Baldwin como a la leyenda de Lisboa, Rita Azevedo Gomes, con La Portuguesa, está también la esperada nueva película de Isaki Lacuesta, Entre dos aguas. Esperada porque llega a las costas de Mar del Plata con la Concha de Oro de San Sebastián a cuestas. Y esperada, también, porque el español volvió, después de doce años, a revisitar a los personajes de su aclamada y bella La leyenda del tiempo, aquella fábula flamenca ubicada en el sur de España, mezcla de ficción y documental, que contaba dos historias alrededor de la mítica figura de Camarón, el cantante de flamenco que hoy tiene su consabido documental en Netflix. En este caso, Lacuesta retoma la historia de Israel, que en la película anterior tenía doce años y que ahora sale de la cárcel por un crimen de narcotráfico. Como en la otra película, hay otra historia paralela: la de Cheito, hermano mayor de Israel, militar que tras largas expediciones en África vuelve a su pueblo para reencontrarse con su hermano. Parece una premisa de policial aunque nada más alejado que las intenciones de Lacuesta, que vuelve a apostar por un cruce sutil entre realidad y ficción. Entre dos aguas lleva el sugestivo título de una canción de Paco de Lucía y vuelve explícito en su título no solo la temática sino la problemática que afrontan sus dos personajes, separados por el tiempo y por el espacio para reencontrarse por un breve tiempo, y para quienes la espera, como la espera pagada por los espectadores de ambos filmes, también ha valido la pena. 


Prodigio chileno

Entre la competencia latinoamericana hay dos películas (una es un mediometraje), digamos, dos rarezas para lo que se suele llamar, mal y pronto,  “cine latinoamericano”. Rarezas por su destreza y prodigio técnico, y en cierto modo por la osadía de usar recursos no tan frecuentados en el continente. Una es La casa lobo y viene de ganar una de las secciones del Festival de Berlín. Dirigida por Cristóbal León y Joaquín Cociña, se trata de una cruza extrañísima entre las marionetas de Raúl Ruiz y el cine de los hermanos Quay, en donde los realizadores mezclan todo tipo de materiales muy disimiles entre sí; pintura, stop motion, plastilina, dibujo. Así, relatan una fábula, enrevesada de otras fábulas, sobre una mujer que se instala en una casa de un bosque, con reminiscencias a la última dictadura militar en Chile. La otra película –que está muy en sintonía– es Una vez la noche de Antonia Rossi (realizadora chilena nacida en Roma) cruza de materiales fijos (pinturas, dibujos, grabados) y, como un cómic animado por voces en off (onomatopeyas incluidas), encuentran la forma perdida para narrar los traumas de ciertos personajes. En ambos casos, se nota un afán por representar aquello a lo cual no se pudo acceder con la imagen más convencional y se tuvo que apelar a modos de construcción más artesanales y, por esa razón, viscerales. 


What you gonna do when the world’s on fire de Minervini

Hasta que todo explote

Otra película urgente, que probablemente llame la atención del público y de mucho de qué hablar, es la última del italiano radicado en Estados Unidos Roberto Minervini, What you gonna do when the world’s on fire. En 2015, en este mismo festival, se pudo ver The Other Side, su inmersión en el submundo white trash del sur de Estados Unidos. Ahora, en lo que parece perfilarse como un fresco de la actualidad social de ese país, Minervini toma el mundo contemporáneo de la comunidad negra. Pero su abordaje es tan cercano como crítico; se mantiene apegado a Judy, jefa de familia que ante el inminente cierre del bar donde trabaja y el desalojo de la casa de su madre de 87 años, tiene que lidiar día a día con la oleada de racismo que sobrevino después de las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos (oleada que se mantenía calma bajo el imperativo de civilidad durante la era Obama). Minervini logró registrar imágenes en una serie de reclamos que terminaron en asesinatos, ocurridos en 2017. Mientras Minervini registra (sin perder calidad visual ni sonora), los Panteras Negras (reagrupados en el siglo XXI) libran una pelea por descubrir la verdad detrás de las órdenes policiales. El resultado: un panorama desolador y una regresión a un racismo esclavista.


La no-muerte del autor 

¿Qué tienen en común el genio de Frederick Wiseman con el griego Yorgos Lanthimos? ¿El heredero de la nouvelle vague Olivier Assayas con la leyenda del cine afroamericano Spike Lee? ¿Hong Sang-soo con Perrone? Aparentemente, nada. O todo. El mote de “autor” aúna las últimas producciones de directores que, películas más, películas menos, han obtenido –gracias a esa mística que nunca se sabe bien qué es en el cine– el categórico apelativo de autor. Entre los tantos, y tan disímiles “autores” (grandes, medianos, pequeños y chiquitos) de la sección, hay dos películas para fichar y tener en cuenta. La primera es I Don´t Care If We Go Down In History As Barbarians, una película que se encuentra en sintonía con los tiempos que corren como ninguna otra y que viene de ganar el Festival Karlovy Vary. Se trata de un experimento documental y ficcional que mezcla el teatro, la performance y las artes plásticas, en un juego de roles muy a tono con el cruce de géneros al que el cine mundial nos está empezando a acostumbrar. Por otro lado, una película que en cierto modo también se le parece, aunque funcione a la inversa, de la periferia hacia un centro impreciso: Sophia Antipolis de Virgil Vernier. Retrato lisérgico y expansivo sobre un parque tecnológico creado en 1970 y hoy caído en desuso. Una de esas película-territorio que atraen materiales de lo más diversos y se encadenan como campos magnéticos, porque, en definitiva, ¿qué tienen en común adolescentes insatisfechas con una viuda abandonada en la Costa Azul? ¿O qué nexo podría haber entre comunidades religiosas que profesan el advenimiento de un nuevo mundo con patrullas que recorren la noche con linterna? En apariencia, nada; pero tocadas por la vieja vara mágica y autoral del cine, construyen un todo.


Más dulce de leche

Desparramadas aquí y allá, en secciones íntegramente dedicadas a nuestro país, en Competencia y en Panorama, el cine argentino persiste con la apertura de la última película de Ana Katz Sueño Florianópolis (leve ironía ya que se trata de otro balneario). Desde la última producción de Gastón Solnicki, Introduzione a lo Oscuro, oda a un amigo muerto, pasando por la nueva de Ezequiel Acuña, radicado en (y filmada por) Perú. De Muere, Monstruo, Muere, la esperada película de horror cósmico mendocino de Alejandro Fadel que viene recorriendo los grandes festivales de género del mundo y cosechando premios, y acá se estrena en competencia internacional, hasta el estreno mundial de Iván Fund, también con cierta perspectiva de género (hablamos del terror), más matizado por tintes autorales, con Vendrán lluvias suaves. En cuanto a la Competencia Argentina, hubo una clara inclinación a priorizar óperas primas en su mayoría (tuvieran o no financiación del INCAA) o las segundas o terceras películas de un corpus de directores que necesitan de la competencia para que sus producciones obtengan una ventana y una proyección distinta. Está lo último de Germán Celso, Hernán Fernández, La cama de Mónica Lairana y la nueva película del prolífico Martín Farina. Después, desperdigadas por otras secciones está la última producción Raúl Perrone en su constante reinterpretación de cine clásico vía Ituzaingó (ahora la revisión es Pasolini), el tótem del documentalismo Carlos Echeverría con una mirada nueva sobre la Patagonia y Verónica Chen regresa a la pantalla grande con Rosita en la Competencia Latinoamericana. En una sección polisémica llamada “las venas abiertas” dedicada al terror hay una fuerte presencia del cine argentino con dos (no una, sino dos) películas de Daniel de la Vega. Demuestran que el cine, a pesar de la escasa partida de créditos, los problemas internos y la baja en las semanas de rodajes, intenta salir a flote en las playas de Mar del Plata. 


Jean-Pierre Leaud

Francia mon amour

Que “la feliz” se tiña con los colores rojo, blanco y azul es un acontecimiento, pero que lo haga de la mano de dos grandes exponentes que oficiarán como embajadores culturales, lo potencia a fantasías insondables de grageas cinefílicas. Se trata de la visita de Jean-Pierre Leaud y de Léos Carax. Leaud quizás sea, arriesgando comparaciones, el Buster Keaton del cine francés; ese quien supo pasar por delante de varios directores (desde Glauber Rocha hasta Tsai Ming-liang, desde Pasolini hasta Aki Kaurismaki) y mantuvo su rostro siempre imperturbable como un ícono de lo que debe ser el cine moderno. Un rostro que no pierde nunca la calma ni regala tampoco un gesto. En Mar del Plata no faltarán sus apariciones como Antoine Doinel, alter ego de Truffaut en Los 400 golpes (1959) y Besos Robados (1968). Un Leaud niño y triste, y un Leaud en sus veintipicos y disparatado. Y por otro lado, un Leaud más oscuro y perverso en el clásico de Jean Eustache La maman et la putain (1973) y un Leaud caracterizado, en este caso en La mort de Louis XIV (2016), para el cine histórico-anacrónico del español Albert Serra. 

Si Leaud fue el hijo pródigo de una cinefilia en expansión, Léos Carax tensó su espíritu poético como cineasta hacia un lugar de incomodidad. Ex crítico de Cahiers, Carax es (junto con Olivier Assayas y Jacques Audiard) uno de los últimos realizadores que retomaron el espíritu nouvellevagueano al mismo tiempo que intentaron despegarse de él. Se verán cuatro de sus largometrajes. Boy meets Girl (1984) con el inefable Denis Lavant en su debut actoral, que marcaría una intensa colaboración entre ambos, Mala Sangre (1986), la inclasificable Holy Motors (2012) y su clásico moderno, Los amantes de Pont Neuf  (1991).