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Cuando estaba en primer año de la secundaria, tenía una profesora de arte que era un poco diferente del resto de los docentes: era joven, creativa, les ponía ganas y mucha dedicación a sus clases, se las tomaba en serio. Hasta ese momento, yo siempre había considerado a la materia poco más que una hora libre: siempre fui pésima dibujando y eso había sido todo lo que los anteriores profesores nos habían obligado a hacer. Esta profesora era diferente, no solo de los anteriores, sino del resto de mis profesores en las otras materias, que eran “viejos” (algunos no tendrían más de 45) pero sobre todo, eran formales, estrictos y aburridos, como convenía a un colegio de monjas de un pueblo del interior. Salvo la de literatura, pero a mí la literatura ya me gustaba de por sí, por lo tanto no era ningún mérito. Esta profesora, de “plástica”, nos hablaba de historia del arte, de museos, nos mostraba cuadros y, sobre todo, nos hacía ver películas.

Una de esas películas, la más rara, al menos en ese entonces para mí, fue Los sueños de Akira Kurosawa, a quien, obviamente, yo no conocía. La obra, de 1990, es una serie de sueños que el director tuvo de niño, de joven, de adulto. Sueños en invierno, en primavera, en verano, en otoño. Las narraciones son fragmentarias e ilógicas, como todos los sueños. Muchas ni siquiera son narraciones, sino que son solo escenas, descripciones visuales de unos pocos minutos. En una de las primeras, (un sueño infantil) la madre reta a Kurosawa niño (suponemos) y le informa que un zorro ha venido a buscarlo. Él sale de la casa detrás del zorro (que es otro niño) y llega al bosque, donde ve de un grupo de personas vestidas con trajes japoneses tradicionales, con máscaras. Es un grupo grande, hombres y mujeres, ubicados escalonadamente, en terrazas verdes, a la luz del sol que hace brillar sus trajes rojos, blancos y negros y sus coronas doradas, con cintas colgantes. Las personas le hablan y el niño aprende que esas personas son los espíritus de los árboles de durazno que sus padres cortaron del huerto y que, por eso, ya no podrán visitar la casa. El niño llora, porque ya no verá nunca más el huerto florecido. Entonces, ellos se compadecen de él y le permiten verlo por última vez. En lugar de flores, solamente vemos los espíritus bailando, como pasa en los sueños, cuando aceptamos como normales las cosas más extrañas. Casi al final del sueño, los duraznos y los cerezos florecidos pueden verse y los personajes siguen bailando, en una lluvia de pétalos blancos y rosados.

No recuerdo el resto de los sueños, solo guardé el primero, pero sí recuerdo que mis compañeros se quejaron bastante de que la película era lenta y, por ende, aburrida; y a mí, a pesar de que me había gustado la escena de las flores, también me había parecido lo mismo: lenta. En esos días debo haber llevado a cabo la primera “reflexión filosófica” de mi vida, o al menos la primera sobre nuestra percepción del tiempo y cómo se ve afectada, muchas veces, por el mainstream. ¿Por qué la película era lenta? ¿Por qué todos coincidíamos en percibirla así? Recuerdo haber pensado que, en el cine al que estábamos acostumbrados, los tiempos eran vertiginosos y que, en cambio, en esta película, el tiempo había sido “real”. ¿La realidad era aburrida, entonces? No sé a qué conclusiones habré llegado, pero sí sé que siempre recordé una sola imagen de esa película: las flores de durazno y de cerezo, flotando entre los bailarines. Siempre me gustó esa escena, porque me sigue pareciendo de una belleza tan pura que no necesita nada más que ese tiempo real, ese instante, lento, detenido y contemplativo, para disfrutarla.

 

2

El año pasado me enamoré, después de mucho tiempo. La historia no terminó bien o, mejor dicho, terminó, lo que nunca está bien cuando una se enamora; aunque, como me dijo mi psicólogo cuando yo me quejaba de mi mala fortuna: “Aunque el amor sea fugaz, nunca es mal negocio”.

Siempre pensé que lo más lindo de la sensación de estar enamorada se resume ilustrativamente en una frase con que Cortázar describe a Oliveira, en algún capítulo de Rayuela: “Feliz, ergo, sin futuro”. En uno de esos momentos felices sin futuro debo haber comentado algo sobre la película, los sueños y los cerezos, entonces él me contó una anécdota: habían ido con el padre, años atrás, a un vivero japonés a comprar un cerezo, para el patio de la casa. Cuando se estaban yendo, el padre le preguntó al dueño del vivero si el árbol ya iba a ir dando cerezas mientras se lo llevaban, así podían comerlas en la camioneta. La historia me pareció tierna y graciosa (téngase presente la frase de Cortázar), y me hizo recordar "Cerezas", un poema de Juan Gelman, en el que escribe sobre su madre y dice: “mamá se levantaba con los ojos llenos de rocío/ le crecían cerezas en los ojos y cada noche los besaba el rocío/  en la mitad de la noche me despertaba el ruido de sus cerezas creciendo/ el olor de sus ojos me abrigaba en la pieza”.

¿Por qué las cerezas en los ojos, en ese poema? ¿Porque las cerezas perfumaban esos ojos que cuidaban y abrigaban por la noche, que se despertaban llenos de rocío, a seguir cuidando? ¿Por qué el árbol de cerezas y un chiste inocente le sirven a alguien para reconciliarse con la figura de un padre ausente? ¿Y por qué ese cerezo me sirve a mí para pensar “que nunca es mal negocio” y agradecer el amor en lugar de lamentarlo?

 

3

Este año visité Alemania por primera vez. Fui a visitar a Guillermo, mi amigo chileno que vive allá hace años y al que conocí cuando los dos vivíamos en el mismo pueblo, en el norte de Francia. Los días para compartir eran pocos, así que los aprovechamos al máximo, hablando y caminando sin parar o, mejor dicho, parando bastante para tomar cerveza y poder seguir hablando. Él quería mostrarme todo lo que pudiera de su patria adoptiva, y yo tenía la curiosidad normal de alguien que está en un país desconocido, exacerbada por la alegría de estar con mi amigo. Sin embargo, al tercer día de viaje, tuvo que pedirme, medio en broma y medio en serio, que por favor dejara de interrumpir nuestra conversación cada cinco minutos para sacar fotos y para preguntarle qué árbol era ese, qué planta, qué flor; que él no era botánico, era chileno, y que vivía en Alemania hacía solamente siete años.

Es que estábamos en primavera y, entre todas las cosas nuevas, yo veía, por primera vez, cerezos florecidos: en los parques, las calles, los campos desde la ventanilla del tren. No quise interrumpir nuevamente a mi amigo para contarle toda la historia de Kurosawa y mi obsesión con los cerezos, así que solamente disfruté en silencio de la combinación, una vez más, de esos árboles con mi felicidad y caminé mientras los miraba: por todos lados esas formas que parecen espumosas de lejos porque son pura flor, sin hojas, frágiles ante el viento que, si se levanta, hace volar los pétalos blancos en todas direcciones, como en esa imagen de Kurosawa. Como se van y vienen, a veces, igualmente frágiles, esos instantes de sola belleza, de ternura o de amor.