¿Los pies descalzos de Isadora Ducan en el escenario? ¿Que la gimnasia fuera enseñada solo por hombres, especialmente en la escuela militar de Joinville? ¿Puntadas de ansiedad convertidas por Ovidio en razones exentas de rimas cuando solo el cuerpo –laboratorio de sintaxis– sabe rimar? Todo eso pudo ser, se necesitan más que palabras –no razones–, contradicciones y peripecias para alcanzar mejores respuestas, se sabe: bailar es narcisista. Lo cierto es que Irène Popard, espectadora ardiente de Isadora Duncan y alumna de George Demenÿ, creó a los veintitrés años su propio método educativo y recreativo: la “gimnasia armónica y rítmica”, un método que combinado con la danza libre estaba destinado (y en absoluta exclusividad) a las mujeres para  desatar “el corsé que rodea cuerpos y almas”. 

El método Popard fue el primer método francés pensado para la educación física a través de la gimnasia y la danza. Basado en las técnicas de Demenÿ, en las creaciones de Isadora Duncan y en el ritmo de Emile Jaques-Dalcroze, el método Popard se basa en el perfecto conocimiento del desarrollo psicomotor de cada cuerpo para que cada unx lo conozca, lo domine y se mueva rítmica y musicalmente en el espacio y en el tiempo.  Popard –estudiante de fisioterapia– fue, desde 1917 y en los años veinte del siglo veinte, una de las primeras interesadas en enseñar “educación corporal” a las mujeres. La inesperada profesora –y aún más inesperada coreógrafa– que provocó escenas de escándalo en asociaciones cristianas, alquiló una pequeña sala en el primer piso de un teatro y logró deslumbrar a sus primeras seis alumnas en pocos meses. Casi sin demora sus acróbatas bailarinas se presentaban en festivales, fiestas, tardes de circo y kermeses. Con nombre propio Las Popard bailaban en teatros, parques, velódromos de invierno y salas de cine suburbano que conseguían alguna que otra reseña: “Con gestos puros, amplios, terminados, figuras magníficamente enredadas, Irène Popard triunfa con alegría lírica”. Las galas escolares eran galas a sala llena. Un gimnasio bailado que soñaba con emancipar a nenas y mujeres de todas las clases sociales. En junio de 1949 y a pedido de Serge Lifar, Irène y sus alumnas fueron invitadas a la Opera de París para participar en La Naissance des couleurs, un ballet de E. Klausz y R. Morax. ¿De qué color pudo haberse pintado aquella sorpresa atlética en escenario pomposo? Lo sabrán las piruetas, mostacillas de domingo con sus chafalonías de color sobreimpresas sin almíbar, excepto alguna disciplinada remembranza, que, en irrupciones estampadas debajo de las maniobras aireadas hicieron volar la piel a ultranza. Justo ahí, cuando la piel es cuerpo y también es color, un color irisado con algún matiz de pez pájaro que atraviesa la corriente. Dinámica de un proceso, de un devenir, de un transcurso. Arqueamientos y floreos unidos en una misma dualidad fascinadora de sentido. Movimientos que se esconden detrás de otros movimientos y que se subdividen en nuevos reflejos creando artificio y disciplina en armonía. Un moverse que conocen muy bien lxs alumnxs que su método educa desde hace años y que abre universos rítmicos para que la danza (mientras se enfrentan dos concepciones: una popular, históricamente dirigida hacia la “liberación de la mujer” y otra  académica, tendiente al “virtuosismo técnico”), como dice Lezama de la poesía,  no solo venga –como creen algunos tontos– a hipostasiarse en el poema.