Tenía 18 años y estaba perdido. Venía atravesando un desengaño de amor y me consideraba un personaje de Kieslowski; trágico. Todo ese año y el anterior habían sido intensos para mí: me había ido del colegio mintiéndole a mi familia. Era un paria para los míos y para mí mismo. Como todo adolescente, mi refugio era frágil. Una tarde, en un videoclub del barrio de Chacharita, alquilé, tal vez atraído por la portada, un vhs que significaría todo. O casi.

Me acuerdo de los detalles de la habitación donde lo vi acompañado: el color de los sillones, la tv de tubo con poca definición, el colchón desde el piso donde obnubilado tuve el primer visionado de esta gran gran película. Wong Kar-wai era para mí, en ese entonces, sólo un nombre exótico. Y a partir de este film, el sinónimo de una nueva pasión vino a abrigarme. Con ánimo de amar ingresó directamente, sin procesos intelectuales ni elaboraciones teóricas, directo a donde se supone que se alojan las cosas trascendentes.

La película, ambientada en la Hong Kong de los 60, retrata un momento en la vida de dos personajes que han sido abandonados por sus respectivas parejas. Ambos descubren que son la parte descartada, los no deseados. Y en ese abandono, se encuentran.

Asumen roles como si pudiesen de ese modo exorcizar lo que les ha sucedido, con todo al calor de los boleros de Nat King Cole, en un español pronunciado rústicamente.

Nunca antes había reparado en que un hombre y una mujer, comiendo sopa a la luz de un farol, podían ser tan únicos. En que el humo de un cigarrillo ascendiendo en una oficina desierta podía significar tantas cosas, aunque no pudiese precisar cuáles.

Fueron todos chispazos increíblemente potentes. Como nunca había sentido y como nunca el cine pudo volver a hacerme sentir.

Eso que sucedió en una tarde del 2000, en una habitación del barrio de Chacarita, fue para mí la cima del arte al que he decidido entregarme hace ya diez años.

Los días siguieron y volví a ver la película, una y otra vez. La cuenta del videoclub fue abultándose ante mi no devolución. 

Una tarde quise compartir lo que el film me había generado con un amigo e intenté hacer un breve resumen del argumento: De qué se trataba, en qué lugar, cuáles eran las situaciones. Lo habitual cuando queremos hablar de una película. Y entonces descubrí algo: no tenía la menor idea de cuál era ese argumento. Me encontré hablando de colores, de texturas, de vestidos encorsetados como se encorsetan las emociones. De un peinado con gel que Tony Leung tiene todo el metraje, de pasillos oscuros en la Hong  Kong evocada. 

Las imágenes me habían absorbido tanto que no había sido capaz de seguir el relato. Y sin embargo estaba convencido de ser el poseedor del secreto que latía en el centro del drama: las historias de amor son siempre de amor perdido.

La poética de la película fue para mí, para el adolescente arrogante que era, la poética de mis emociones. Con ánimo de amar, fue en esos años mi estrella fija dentro un caos en movimiento.

Wong Kar-Wai se terminó de consagrar mundialmente con esta película. No era para menos. Su nombre de pronto fue sinónimo de lo bello, de lo sublime, del artista, del cine asiático que estaba en pleno auge. Su iconografía incluyó  lentes oscuros que parecían  tamizar la belleza del mundo que lo atosigaba. Su fotógrafo, Christopher Doyle, tuvo mucho que ver en esto. Su fotografía única y sensible fue piedra angular para esta proeza.

En la última secuencia del film, ya pasados algunos años de la acción principal, nuestro protagonista hace un viaje a unas ruinas en Camboya. Y en un agujero en la pared lanza un secreto que nosotros, como espectadores, estamos privados de oír.  Intuimos que esas palabras guardan la verdad que su pudor no dejó expresar jamás. La misma que pujó en todo el relato y que condensa el aura de las escenas.

Guardo para mí ese secreto que se dice en el film. Es mío y soy yo quien lo dice, en voz baja y titubeante con la ansiedad y el pudor a flor de piel; el miedo al rechazo y las ganas de comerme el mundo. Y bien sé que parte de esas palabras son también elusivas para quien las pronuncia. 

No hay argumento para aquello que nos obnubila. No se necesita más que imágenes tan poderosas  como las que el gran Wong nos trajo al mundo.

Nunca devolví ese VHS. 


Tomás de Leone nació el 27 de noviembre de 1984. En 2014 fundó la productora DLCINE junto a Maia Menta. Hizo el guión y dirigió el largometraje El aprendiz, que ganó el concurso Ópera Prima del Incaa y Mejor Película de competencia argentina en el 31 Festival de Cine de Mar del Plata, entre otros. Actualmente se encuentra produciendo desde DLCINE el largometraje Al acecho, con Rodrigo de la Serna. Al mismo tiempo viene desarrollando su segundo largometraje como director.