Una cámara de VHS panea el David de Miguel Ángel. De fondo se oye el murmullo incesante de los cientos de turistas que transitan la Galería de la Academia de Florencia, pero la mano que maneja el lente no se distrae ni por un segundo del escultural griego: hace zoom en las pantorrillas, recorre lentamente brazos, manos, piernas y pelvis. Va y viene por ese cuerpo perfecto, mítico, cuna de Occidente y además, extremadamente sensual. Se topa de pronto con una niña y su madre que también están apreciando la escultura y le sonríen amistosas. Entonces se detiene en ellas, como si descansara de esa otra imagen inquietante. Así comienza El silencio es un cuerpo que cae, ópera prima documental de Agustina Comedi. En esa primera secuencia plantea los protagonistas y buena parte del conflicto que atraviesa toda la película: padre detrás de cámara, madre e hija en cuadro, tensionadas frente a la belleza de un pasado perturbador. El título, por su parte, largo y misterioso, también aporta datos que resuenan en distintos aspectos de la historia. Hay algo silenciado, una caída y un cuerpo. Todo esto en la clave vintage del documental de archivo, imágenes que se pasan y re pasan frente a nuestros ojos. 

La película –que se estrenó en el International Documentary Film Festival Amsterdam y luego recibió un premio especial del jurado en el XX BAFICI– está construida a partir de tres elementos: un enorme archivo de material casero en VHS, 160 horas de grabaciones realizadas por Jaime, el mismo ojo que filmaba el David, padre de la directora. “Mi papá filmaba todo el tiempo”, dice ella al comienzo. “Cuando nací se compró una Panasonic, y cuando murió en un accidente en enero del ‘99 tenía una cámara en la mano.” Esas imágenes son el soporte principal, muchas veces intervenido y puesto a dialogar con la voz off de Comedi y la de algunos de los entrevistados. Ese es el segundo componente, o segunda voz: una serie de entrevistas que la realizadora hizo en el entorno de su padre. La tercera son recreaciones, secuencias en Súper 8 con escenas imaginadas, texturas que vienen a poner cuerpo donde solo hay relato oral y especulaciones de la directora. 

¿Pero cuál es el silencio que esta película busca hacer sonar? Muy pronto se revela que Jaime, antes de ser padre, y marido de Monona –la madre de la directora– fue un gay activo y visible, dentro de lo que era posible en la muy pacata Córdoba de los años 70 y 80. Luego de una militancia en la izquierda de la que fue expulsado por su sexualidad, Jaime encontró un lugar de pertenencia en la pequeña y subterránea comunidad gay. Tuvo distintas parejas y viajes por el mundo, donde comprobó la fuerza y la presencia que los homosexuales tenían en otras metrópolis. Las voces amigas que hablan de él lo pintan como un personaje potente: una inteligencia que lo llevó a destacarse como abogado, una sensibilidad que lo empujó a la militancia, además de una gran belleza y autenticidad. Jaime no era un “caretón”, como cuenta una de sus amigas. Si tenía que abrazar a una amiga trans en pleno centro lo hacía, como también frecuentar las zonas bajas de la ciudad, bares donde el grupo drag Kalas hacía sus shows. Es interesante cómo a partir de estos relatos fragmentarios, caprichosamente aleatorios, se intuye lo que fue la protomilitancia LGTBI en los 70. El riesgo físico y psicológico que estas personas vivieron y de las que todavía se sabe poco. Como si toda esa trama de clandestinidad todavía fuera un peso, en presente.   

En un momento dado Jaime decidió sepultar esa vida para tener otra, más visible y aceptada, que le permitiría ser padre, un deseo que según narran amigos y amigas suyas, era muy profundo en él. A pocos minutos de iniciado el film se cuenta esto. Luego de la muerte del padre, un amigo suyo busca a Agustina y le dice: “Cuando vos naciste una parte de Jaime murió para siempre”. Qué fue lo que murió, por qué y ante la avenencia o el disgusto de quién, es lo que la película intenta dilucidar. Un personaje clave, bisagra entre un período y otro es Néstor, la última pareja del padre. El vinculo devino amistad, al punto que terminó desempeñando un rol fundamental en la vida de Agustina: fue el obstetra que ayudó a parir a su madre, es decir, las primeras manos que la tocaron y la recibieron en el mundo. 

El relato va haciendo suyas las filmaciones de Jaime: vacaciones en Disney, en Europa continental, museos, viajes en tren, comidas exóticas. Diarios de viaje de una familia de clase media alta cordobesa satisfecha. También cumpleaños familiares, reuniones de todo tipo donde las gracias de Agustina muy niña ocupan un lugar central. El diálogo de estas imágenes caseras es notable, un rompecabezas realizado con enorme sensibilidad por la montajista Valeria Racioppi. ¿Qué vemos ahí? Nada demasiado extraño, nada revelador, nada que delate deseos o secretos bajo la alfombra. Pero es esa no revelación la que nos hace pensar, nos reenvía nuevamente al silencio. A todo ese universo silenciado que fue necesario para llegar a esa supuesta normalidad. Cuánto dolor se necesita para sostener la heteronorma. En este sentido, la más extraña y aterradora de todas las filmaciones es la del día de la muerte del padre. Ese día hubo un asado, Jaime apareció en plano, también Monona y Agustina, bailan, beben y luego andan a caballo. Al caer de ese caballo el padre murió. Y hay una imagen borrosa, equívoca de eso. Es así que cobran mucho más valor sus palabras detrás de cámara cuando presenta la jornada y los asistentes a ese asado: “Esto va dedicado a todos, para el mundo entero pero fundamentalmente para los que sufren”.

Viendo las imágenes que Jaime grabó, vemos también las imágenes que Agustina decidió volver a mirar. Porque además de ser una película de found footage, es esta una película de duelo. Las miradas se superponen, como también los materiales de la película y las capas de sentido. Las imágenes hablan por si mismas, demarcan el silencio, la enorme dificultad para nombrar y también la voces que faltan y nunca van a estar. En un texto que acompaña la película, la directora dice: “Durante muchos años, hacer esta película fue para mí, un dilema ¿Cómo contar la propia historia cuando también es la historia de otrxs? ¿Para qué contar secretos, cuando se puso tanto empeño en conservarlos y no precisamente con miseria o maldad? ¿Por qué intentar que otrxs hablen de eso que les cuesta tanto decir?”. Pero justamente ese decir no ha sido suplantando por la voz de otrxs. Las palabras que aparecen son las suyas, quizás las que faltaban en esa historia visual familiar.

El silencio es un cuerpo que cae se estrena este jueves en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530.