Buena parte de la calidad democrática de una comunidad descansa en la práctica cotidiana que ejercemos en la relación con nuestros vecinos. De hecho, para quien quiera adentrarse en los oscuros rincones del alma o iniciarse en los complejos artilugios y melandros de la política, no encontrará mejor escenario, por ejemplo, que las luchas y avatares suscitados en el seno de un consorcio. En efecto, el interesado hallará todo un compendio geopolítico si presta atención al delicado entramado de alianzas que se urden al compás de los saludos en el patio o el salón de entrada, los diálogos en el ascensor, los encuentros en los pasillos.

A partir de aquí se abren líneas claramente diferenciadas para concebir al vecino. Por un lado, aquellos que eligen atrincherarse so pretexto de las molestias domésticas que el otro insinuaría provocarle. Se trata de una posición basada en la ilusión del acceso a una suerte de autonomía absoluta. Para él, vecino es quien le devuelve en espejo la imagen autosuficiente de sí mismo, una privacidad garantizada bajo el resguardo de un orden paranoico. De hecho, innumerables desencadenamientos psicóticos se desatan a partir de conflictos con el vecino. Es que esta relación se asemeja en varios aspectos a la que mantenemos con nuestros vínculos más primarios, ésos en que se solazan los arrebatos más intensos e irracionales. Por empezar, salta a la vista la obvia y avasallante cercanía corporal, tanto más efectiva cuanto más pequeños e indefensos nos halla la infancia. De allí que, quizás, el rasgo particular de la vecindad se verifica en la paridad y la simetría de la relación. ¿A qué inoportuno copropietario, inquilino u ocupante le importará nuestros títulos, glorias, fracasos o miserias? Nadie como él para atestiguar la herida narcisista por excelencia, a saber: que más allá de cualquier consideración, somos uno más de la serie. En efecto, el vecino está allí, en la horizontalidad de una relación cuya especificidad pone al descubierto la imperiosa necesidad de la negociación y de la salida tramitada, ese expediente que impone ceder algo de nuestras pretensiones para garantizar cierta civilidad en la convivencia. Resulta paradójico, pero colegimos que la relación con el vecino es la que más se asemeja a la relación con uno mismo, nada menos. Desde esta perspectiva, en la relación con el vecino se articulan la intimidad con lo público, la privacidad con lo comunitario, el cuerpo con la política, lo mismo con la diferencia.

En la vereda opuesta al individualismo se insinúa una forma bien distinta de entender la relación con el vecino. En efecto, a partir de aceptar la diferencia que el otro supone por su sola presencia, el conflicto se asume como motor de la convivencia. He aquí cuando, por fin, la solidaridad y la cooperación se hacen presentes para reclamar a las autoridades, presionar a los gobernantes para que cumplan sus promesas o concretar la denuncia que desactiva enclaves corruptos y mafiosos. Así, la seguridad resulta de una construcción compartida. En definitiva, se trata de un privilegiado acceso a una dimensión política: hacerse cargo de los conflictos para, lejos de buscar culpables en quien depositar falsas responsabilidades, enfrentar los problemas con el apoyo y el sostén del otro. A fin de cuentas, quizás, la mejor manera de llevarse con uno mismo.

 

* Psicoanalista