“Probablemente haya perdido cualquier chance de que mi obra se exhiba en un museo, pero ¡al demonio! Si estas instituciones se niegan a revisar la historia, seguiremos presionando hasta lograr un cambio genuino. Nos debemos una conversación necesaria sobre censura versus decisión curatorial”. Así se despachaba en sus redes sociales doña Michelle Hartney (1978), una ascendente artista estadounidense, ante la falta de respuesta del prestigiosísimo Metropolitan Museum of Art (Met), de Nueva York, frente a su última acción: Performance/Call to Action, que acaeció a comienzos de este noviembre, dicho sea de paso, cuando viajó Hartney desde su hogar de Chicago hasta la Gran Manzana en un trip de fin de semana y, lejos de quedarse en la mera experiencia contemplativa, se aventuró al mentado museo para colgar placas explicativas al lado de pinturas del cubista Pablo Picasso y del posimpresionista Paul Gauguin, detallando el historial de misoginia de cada uno. Ni mu profirieron las autoridades del augusto mastodonte cultural sobre la intervención guerilla style que, con sumo sigilo, desarrolló Hartney pero raudamente quitaron los textos.

Por si las moscas, Hartney ha abierto el paraguas: aclara que usó cinta adhesiva “sin demasiado pegamento”, amén de evitar acusaciones de atentar contra uno de los museos más populares del mundo. Pero, en sí misma, ha oficiado de doble escrache la acción artivista: a los artistas de bios reprochables y a la institución que omite esas biografías. Lo suyo no tiene intención de censura, aclara; no quiere que bajen los cuadros: quiere que se informe mejor a les visitantes. De hecho, el perenne interrogante, ¿se puede separar al artista de su obra? (que aplica a tantísimos, desde Roman Polanski a Woody Allen), dista años luz de ser novedoso; y Hartney no pretende bajar línea. Pero en la era del #MeToo, que ha revigorizado la pregunta, ella considera que las personas necesitan estar informadas para tomar una decisión consciente y personal. “No quiero predicar a los museos, menos que menos presumo de tener la respuesta. Solo creo que tal vez sea bueno intentar una nueva forma de presentar las obras de arte.”, y subraya: “Proveer de contexto no anula al cuadro en sí mismo: incorporemos la misoginia en la narrativa histórica del arte”.

Dice además que “los museos infantilizan a los espectadores, parecieran suponer que no pueden manejar este tipo de información biográfica. ¿Qué tiene de malo tener una opinión estética sobre una obra de arte y otra radicalmente opuesta sobre el propio artista? Miro la obra de Gauguin y, a nivel estético, la considero sencillamente hermosa. Pero a la vez me parece terrible que tuviese tres esposas adolescentes”. En efecto, a fines del siglo 19, tras abandonar a su mujer y a sus hijos en Francia, Gauguin mudó sus petates a las islas Tahití e Hiva Oa, en el Pacífico, donde tomó tres novias nativas: una de 13 años, dos de 14, infectando a ellas y a cantidad de otras muchachas locales con sífilis. Y aunque siempre sostuvo que había razones ideológicas para su emigración, la búsqueda de una vida más pura en un paraíso fecundo de mares azules, no faltan quienes sospechan de tan inmaculado motivo: después de todo el hombre bautizó a su choza “La casa del orgasmo”. 

En su furtiva performance, refiere Hartney a esta cuestión en la placa que colocó al lado del cuadro de Gauguin Dos mujeres tahitianas, de 1899, originalmente bautizado Los pechos y las flores rojas. Y cita allí un artículo de la escritora y ensayista haitiana-americana Roxane Gay (habitual columnista del New York Times, autora de libros como Confesiones de una mala feminista), titulado Can I Enjoy the Art but Denounce the Artist? Toma, entre otros, el siguiente extracto: “Sigue existiendo una fascinación cultural por los hombres creativos y poderosos, volátiles. Y su prominencia les otorga cierta inmunidad. Perdonamos sus transgresiones porque crean un trabajo brillante, porque son carismáticos, porque vemos con encanto a las personas que desafían convenciones, que se atreven a hacer lo que les da la gana. Pero no hay legado artístico tan grande que justifique hacer la vista gorda ante el sufrimiento que estos personajes han infligido en mujeres. Hacer caso omiso equivale a decir: está bien que las víctimas paguen el precio en pos del buen arte”.

Junto al óleo sobre lienzo La soñadora (1932) de Pablo Picasso, plantó Hartney un extracto de Nanette, el vitoreado monólogo de Hannah Gadsby para Netflix, donde condena esta comediante australiana el affaire ilegal que tuvo el artista a sus 42 años con Marie-Thérèse Walter, de 17 (musa, vale mencionar, del cuadro en cuestión). Dice Hannah Gadsby en el rompedor stand-up, y se reapropia Hartney en su Performance/ Call to Action: “Odio a Picasso; mierda, sí que lo que odio. Pero no se puede: porque cubismo. Y si arruinás el cubismo, la civilización como la conocemos se derrumbará. Picasso era un enfermo: estaba enfermo de misoginia, condición que empeoró a medida que envejeció. Si no me creen que era un enfermo, déjenme compartirles una cita suya: ‘Cada vez que dejo a una mujer, debería quemarla. Destruye a la mujer y destruirás el pasado que ella representa’. Un tipo macanudo, ¿verdad? El mejor artista del siglo 20”. 

Cabe mencionar que Hartney ya había llevado a cabo una acción similar a comienzos de este año, en la Escuela del Instituto de Arte de Chicago, donde se exhibía Girl With Cat, cuadro del pintor y fotógrafo polaco-francés Balthus, conocido por representar a chicas prepúberes en posiciones sexualizadas: desnudas, semidesnudas, dormidas, con las piernas abiertas, recostadas. En esa ocasión, MH llamó a su instalación Correcting Art History: How Many Crotch Shots of a Little Girl Does It Take to Make a Painting?, y colgó junto a la pieza del artista, un texto donde señalaba “la obsesión de Balthus con chicas jovencitas”, haciendo especial hincapié en las 2 mil polaroids que, en la década del 90 tomó de Anna Wahli, su última musa, a quien fotografió desde que ella tenía 8, y durante 8 años. “Algunas personas consideran que esas fotos son pornografía infantil, y sin embargo, se siguen vendiendo por decenas de miles de dólares”, protestaba entonces Hartney, que continúa insistiendo en la necesidad de hacer justicia.