El aire se queda quieto, hasta parece posible ver un dejo de despedida de vapor en el espejo redondo de la cómoda, jadeo de la espera. Sangre en las sábanas, en la alfombra y dos cadáveres: una mujer y su hija. La escena del crimen está recreada en el detalle y tiene el tamaño de una casa de muñecas. Carne de tela, muebles en miniatura, puertas y luces ambiente guardan las huellas sin huellas del asesino. Los cuerpos delatores no son Playmobil ni Polly Pocket, están hechos a mano y nacieron para develar el misterio que la policía no lograba ni imaginar. Su artesana creadora fue Frances, la hija de un padre millonario que no pudo estudiar por ser mujer y que pasó más horas de las que quiso jugando a las muñecas.

Rebautizada “la madre de la ciencia forense”, Frances (1878–1962) recreó las escenas de los crímenes sin resolver para capacitar a los detectives de homicidios. Los veinte dioramas (Nutshell Studies of Unexplained Death, dieciocho se exhiben a veces en museos y aún se usan como “material didáctico”) fueron hechos para ver lo que los ojos de los hombres no habían visto. Aquellos cuerpos diminutos, cadáveres de lino con la decoloración y la hinchazón precisa, eran la representación de lo que ella misma había visto en autopsias.

La historia se cuenta así: tuvo que heredar a su padre y a su hermano para poder hacer con el dinero lo que siempre quiso hacer: armar un departamento de medicina legal en Harvard y dar seminarios de investigación de homicidios. Tenía cincuenta y dos años. La policía de New Hampshire la nombró capitana y el título simbólico la unió aún más a su venerado Sherlock. Y si de uniones de novela se trata, esa mirada lúcida la une también y por qué no, (mientras pinta bocas, peina rulos y teje el trapo rejilla que después colgará en el borde de la pileta de la cocina donde apareció muerta entre una tabla de planchar, un palo de amasar y comida recién horneada Barbara Barnes en 1944) a la mirada acechante de Saga Norén, la mujer que ve lo que los otros no. Francés Glessner nació en Chicago pero vivió casi toda su vida en Littleton, New Hampshire. La presentaron en sociedad a los diecinueve años y la casaron tres meses después con un abogado (Blewett Lee); tuvo tres hijos y un divorcio cuando pudo. A través de su amigo George Burgess Magrath, compañero de Harvard de su hermano, descubrió la verdad sobre la incapacidad de la policía y los forenses (no todos eran médicos) para investigar y preservar las pruebas de un homicidio. Mientras hacía lo que se esperaba que una mujer hiciese –manualidades–, Frances armó una casa de muñecas donde el hogar con olor a bizcocho caliente no era tan seguro como decían. Su puesta en  escena “revelaba del lado oscuro de la domesticidad”, la mayoría de las asesinadas sin asesino preso eran víctimas invisibles, amas de casa. Lectora de archivos policiales de crímenes reales, sus muñecas (podía estar meses diseñando su cáscara de nuez, hay puntillas debajo del teléfono y volados en los delantales) muestran el efecto pálido del rigor mortis que establece la hora de muerte. De ese don habló el New York Times cuando tituló su obituario del 28 de enero de 1962: “Viuda rica que se convirtió en criminóloga”. 

Manos mágicas, dedos aguja y ojos repentinos para mirar la emboscada franquearon el umbral de epitafios y murciélagos y abrieron las puertas que los otros no vieron ni cerradas.