En el espléndido poema “Y si después de tantas palabras”, del inextinguible César Vallejo, se repite, como un retintín, esta cansada declaración: “¡Más valdría, en verdad, /que se lo coman todo y acabemos!” la primera vez y luego, “¡Más valdría, francamente,/ que se lo coman todo y qué más da...!” para, por tercera vez, “¡Más valdría, en verdad,/ que se lo coman todo, desde luego!”. Uno podría preguntarse “quiénes” y responderse “la vida” o, tal vez, lo que desde las sombras trata de quedarse con ese todo que el poema, resignado, está entregando. En suma, se trata de renuncia, como si dijera “no doy más” o bien “no comprendo” o bien “no puedo seguir salvando lo que ya no puedo defender”.

Algo semejante respira una última frase de otro César, Pavese: “Basta de palabras, un gesto, no escribiré más”. ¿Hay, para un escritor, una renuncia mayor que ésa? Vallejo no quedó inerme después de entregar esa metafórica comida, Pavese se suicidó pero en ambos se siente, más allá del patetismo, precisamente eso, la renuncia.

No es sólo en ellos que se puede detectar ese gesto, de protesta en un caso, fatal en el otro; también en muchos textos, sería largo enumerarlos; en todo caso, lo que importa es destacar esta palabra que, ante todo, frente a una situación dolorosa o apremiante aparece en ocasiones como lo único posible. Se renuncia, individual o socialmente, cuando se siente como insostenible lo que está ocurriendo, ya sea porque no se es capaz de afrontarlo y luchar contra eso, ya porque desde el exterior es tan fuerte la presión que no cabe otra salida.

En el primer caso, subjetivo e individual, una enfermedad terminal a muchos les aconseja este camino que puede ser gradual y paulatino si se trata de un estado depresivo, tal como sucedió con mi querido y lamentado José Luis González, y súbito y terminante si lo aconseja la lucidez: “estoy muy cansado” declaró Adolfo Bioy Casares poco antes de morir; el cansancio, moral o temperamental o deceptivo o físico, como equivalente a renuncia. Pero en el otro extremo de la cadena, también subjetivamente, puede ser tan sólo una incomodidad que se siente invasora y poderosa y se vive como insoportable, por razones morales o por desfallecimiento del yo socavado por un medio adverso, y que puede también terminar en renuncia, no se aguanta, las fuerzas de perduración han perdido la partida y la renuncia en este caso trae un alivio o el restablecimiento de un equilibrio perdido.

No es todo; a esta situación, dramática por cierto, se le suma la renuncia voluntaria, más rara, razonada y generosa, de quien deja sus posiciones y bienes en favor de otros que considera que los merecen. Pero más destacada es la obligatoria que sigue, me parece, dos canales, la de aquellos a los que se les cumple un término, un contrato o una designación y tienen que jubilarse, lo tienen que hacer y parece normal que lo hagan pero el acto no deja de ser doloroso, y la otra es la de quienes son forzados a renunciar, maridos o esposas en situación desfavorable a causa de una separación o, ejemplo supremo, el Presidente de la Nación cuando se ve frente a los militares que acaban de consumar un golpe y, más previsible, la de los que son invitados a renunciar pero en realidad son echados, ministros o funcionarios “quemados”.

Como se ve en estas pocas líneas las ocasiones que favorecen o exigen las renuncias son numerosas; algunas tienen prestigio y son objeto de exaltación y de ejemplo, otras son burocráticas, anónimas, previsibles, comprensibles y aceptables, todas suponen un instante duro, abren a una incertidumbre y proponen esa procelosa apertura que se denomina “el futuro”, término que, a menos que se sea previsor, no acecha a quienes no tienen motivos para terminar con situaciones peligrosas, laborales, terminales, jubilatorias, forzadas, todas las que he puesto en escena y que no son todas las que la literatura y la vida nos ofrece.

Están, por supuesto, las resonantes y que tienen efecto más allá del renunciante. Hay por lo menos tres que puedo mencionar. La más cercana en el tiempo es la de Fernando de la Rúa: su renuncia vino acompañada de huida, fue como si no pudiera soportar lo que estaba ocurriendo a causa de sus decisiones e indecisiones, las consecuencias de una y otras lo sorprendieron, aunque podía haberlas previsto, y no pudo más con lo que se desencadenó, a ningún ser humano se le puede pedir que sea indiferente a un espectáculo como el que tenía lugar frente a sus ojos, a las puertas de la Casa Rosada, ni al de una economía en caída libre, más que vacilante diabólicamente perversa, Cavallo mediante.

La previa estuvo protagonizada por Carlos A. Álvarez, conocido como “El Chacho”: no aguantó el vendaval de corrupción que estaba barriendo el sentido que había tenido esa suerte de esperanza que había sido la Alianza, fruto de consideraciones de larga data, que intentaban combinar principios con pragmáticas, centro izquierda con centro derecha y de todo lo cual uno de los principales artífices había sido el mencionado Álvarez, autor de la fantástica idea de que de la Rúa fuera el candidato. Al llegar al punto límite de pelear desde dentro o salvar su alma eligió la renuncia, evidentemente no dio más y no fue por cansancio.

La tercera, y más espectacular, tanto que fue denominada “Renunciamiento”, fue protagonizada por Eva Perón; en imponente acto de masas, pese a los fervorosos llamamientos para que aceptara ser candidata a vice-presidente, declinó, no es que no aceptara sino que renunció a tan alta posibilidad, acaso –los historiadores tienen la palabra– porque preveía lo que podía suceder si aceptaba, tal vez porque minada por la enfermedad sabía que su fin estaba próximo.

Apenas uno evoca estas tremendas escenas muchas otras vienen en tropel, lo cual da idea de cómo el concepto de “renuncia” está presente en todos los órdenes de la existencia pero presente de manera muy cercana, amenazante o salvador, por la activa, tener que renunciar, o por la pasiva, querer renunciar.

En este punto, el del querer, regresa la insistente y desolada imagen de Vallejo: “que se lo coman todo”. Un desprenderse despreciativo, la renuncia como modo de indicar una prescindencia superior, algo así como que si los otros aspiran a un bien que uno posee y uno no se aferra a él pues que se lo lleven, que se lo coman “todo”. Ese uno prefiere abandonar antes que disputar pero no sólo a un bien, incluso a un amor, sino también a una posibilidad: es fuerte la tendencia a renunciar a un aprendizaje o a una experiencia de saber si se presenta una dificultad, cuantos propósitos de conocer y de formarse han caído en el vértigo de la renuncia, en ese caso ilusoria y falsa liberación. No la aconsejo.

Hay otra vertiente, en cambio, la de la renuncia como acto de buen sentido, como lo que conviene hacer cuando por error, o mal cálculo o desubicación, una insistencia se hace insostenible hasta convertirse en un callejón sin salida, cuando eso ocurre y el error inicial empieza a cobrarse una gabela intolerable alguien, desde afuera, más objetivo o más sabio, aconseja una oportuna renuncia como lo que permitirá al desubicado desatar un nudo, salir de un atolladero.

Es lo que yo mismo aconsejaría a algunas personas que, a ojos vistas, se han metido en tales atolladeros y no atinan a salir de ellos, son como nudos gordianos en personas que carecen del cuchillo salvador. Tenemos ejemplos; creo que, en bien de la República –parece que hay muchos aspirantes a redimirla–, tendría que renunciar más de un funcionario que se encuentra, después de meses de administración, en tal estado de confusión que no sólo corre riesgos su equilibrio mental sino que está condenado a seguirlo profundizando. Pienso que puedo hacerle un favor al Dr. Lino Barañao, por ejemplo, que ha logrado, vaya triunfo, ponerse en contra a prácticamente el grueso del pensamiento científico argentino, si le sugiero, con todas las consideraciones del caso, que cuanto antes renuncie a su alto cargo mayores serán sus posibilidades de recuperar una vida normal aunque, sin duda, con pocas probabilidades, por un tiempo al menos, de recuperar un diálogo con sus viejos amigos, el atolladero en el que está seguramente dejará secuelas.

No se detiene ahí mi espíritu compasivo: al Contador Morales, que podía llevar a cabo una mera pero digna administración de una provincia llena de problemas, se le ocurrió la peregrina idea de perseguir a Milagro Sala; parece evidente que está como condenado a embrollar cada vez más esta cuestión y entrar en lo que mi amigo Fernando Ulloa, cuya luz me iluminó mientras estaba en vida y me sigue iluminando, llamaba “una encerrona trágica”: no puede sino seguir castigando a Milagro, sólo, diría para ayudarlo a salir del atolladero, que debería renunciar y ocultarse por un tiempo, hasta que Milagro, en libertad, con la generosidad que siempre ha tenido le tienda una mano y lo contrate para que le lleve la contabilidad de la Túpac, que no ha de ser sencilla. Si Morales lo escucha, o sea si renuncia, puede contemplar tranquilo las ruinas del partido al que pertenece y que le supo dar su confianza.