Los periódicos y las revistas, así como la tevé, abundan en páginas destinadas a hablar del abuso sexual contra niños y niñas. En sus textos, los protagonistas son las criaturas que han sido victimizadas y en oportunidades quienes opinan ensayan alguna descripción que remite a las posibles formas del abuso. Con frecuencia instalan comentarios que han adquirido éxito debido a su repetición. Así sucede en los medios de comunicación: repentinamente una expresión se torna de sencilla aplicación y de singular fuerza semántica y adquiere vigencia. Encontramos entonces que –según esa apreciación– “el niño se convierte en un objeto para el abusador” o sea, “el abusador convierte al niño en objeto”, es decir, en una cosa, y por lo tanto, le quita su existencia como persona. La voluntad, el deseo, la decisión, los actos del abusador convertirían, simbólicamente, al niño en un objeto y ese hecho sería parte del delito que comete.

Enunciado de este modo, lo escuchamos repetidamente, lo cual sin duda alguna constituiría algo terrible, y se trataría de la reificación del sujeto, es decir, si nos remontamos al latín, la palabra procede de “res”, es decir “cosa”, “objeto”, de allí la reificación. ¿Será eso lo que “hace” el abusador? ¿Verá al niño como un objeto, como una cosa? Afirman que lo trata como tal, o sea, alguien carente de emociones, de sensibilidad, de matices sensoriales. Pero no, lo que dicen es que es como si el niño fuese un objeto, necesitan despojar al niño de sentimientos porque resulta terrible entender exactamente lo contrario: que el abusador abusa del niño sabiendo que esa criatura siente, registra sentimientos y si bien queda arrasado por la violencia del acto criminal es un sujeto sensible que siente aquello que le está sucediendo. 

La perversidad del abusador reside en que disfruta del daño que está causándole a ese sujeto que gime y trata, por momentos de deshacerse de él, hasta que claudica y se somete. La idea de posicionar al niño como una cosa, según la frase, es el resultado de la negación, por parte de quien habla, del asco y angustia profunda que suscita la acción del abusador cuando se comprende que está haciendo lo que hace contra un niño que es un ser humano.

Es insoportable tener que decir que el abusador manosea los genitales del niño o de la niña buscando una reacción refleja que lo desconcierte por desconocida e inesperada para después poder decir, en el colmo de la perversidad; “a él (o a ella) le gustaba”. Es posible anular esta imagen en la narrativa del abuso si decimos que el abusador convierte al niño en un objeto imaginando que el abusador hace algo terrible que nosotros no haríamos, pero que ese sujeto tampoco se propone porque lo que busca es un encuentro sexual con el niño o con la niña. Es tan insoportable la idea que cualquier expresión que permita omitirla será bienvenida. Pero estaremos diciendo algo ajeno a los hechos. (Probablemente, arrastrada por la rutina de la repetición, yo misma haya escrito esa sinrazón en alguna página).

El abusador violenta a su víctima mediante sus maniobras corporales, por momentos lo pasiviza y por momentos le demanda que proceda realizando actos que satisfagan su sexualidad adulta, humillándolo como persona, pero nunca se podría humillar a un objeto.

Lo señalo porque es habitual que incorporar la humillación suele ser la expresión que acompaña al hecho de transformar al niño en objeto. Entonces  resulta claro que no corresponde humillar a una cosa, sino a un ser humano que ha quedado como sujeto disponible para ser sometido y victimizado.

La perversidad, distinta de la perversión, se refiere al placer por causar daño a una persona. Podemos añadir que el abusador también es un perverso. Pero la perversidad nos permite suponer que, entre otras alternativas, el abusador puede derivar siendo un sujeto que elija prácticas sádicas para completar su satisfacción.

Cualquiera de las modalidades en las que se mueva el abusador –que se encuentra entre los distinguidos miembros de las honorables familias de todas las clases sociales– siempre sabrá que tiene un niño o una niña entre sus manos. En esa dimensión procederá dañando a ese ser humano al que no transformará en un objeto porque ésa no es su intención, sino registrar las respuestas de ese niño o de esa niña pidiendo “¡No! ¡Por favor!”, cuando él la abuse.