Vendrán lluvias suaves

Argentina, 2018

Dirección: Iván Fund.

Guión: Iván Fund, Tomás Dotta.

Música: Mauro Morelos.

Fotografía: Gustavo Schiaffino.

Montaje: Lorena Moriconi, Martín Solá, Iván Fund.

Reparto: Alma Bozzo Kloster, Florencia Canavesio, Massimo Canavesio, Emilia Lía Izaguirre, Simona Sieben.

Duración: 82 minutos.

Distribuidora: 3C Films Group.

Sala: El Cairo.

8 (ocho) puntos.

 

El cine es una cuestión de fe. La pantalla grande –no la chica, mediana o chiquita- obliga a levantar la mirada, así como durante la infancia a todo lo que era más alto. En este sentido, el cine es el lugar en donde aún es posible creer, con el recuerdo de la niñez todavía en la mirada.

La secuencia final de Vendrán lluvias suaves, del santafesino Iván Fund, constituye una declaración de principios porque es una declaración de amor por el cine. La cortina esconde una luz propia y llama la atención de los perros, luego de los niños. A través de la ventana –ese recorte sobre el propio encuadre que emula a la pantalla misma y a los personajes como sus espectadores- se ofrece a la vista el propósito de la búsqueda de la pandilla viajera. La ventana/el cine es capaz de materializar otra realidad, sólo es cuestión de creer: como en Qué bello es vivir de Capra, como en Viaje en Italia de Rossellini.

En otras palabras, cuando de niño se veía una película en la sala grande, con las luces apagadas, la realidad se duplicaba de modo fantasmático y la mirada capturaba todo como sensación cierta, indudable. Esa sensación no es algo que haya caducado, sino que persiste. Por eso el gusto para siempre por el cine. Que el film de Fund privilegie la mirada de la niñez es, además de elección dramática, puesta en juego de la magia en la que el niño indefectiblemente cree, y que el cine actualiza cuando se lo recuerda a la mirada adulta.

Ahora bien, no casualmente los adultos de Vendrán lluvias suaves duermen. Respiran, pero no despiertan. ¿Soñarán? Lo seguro es el sueño que se inscribe en la mirada de los niños. Vaya paradoja, el sueño despierto. Indisociable de la aventura misma. El milagro de la vida: una cuestión de fe de la que el cine es parte, sin dogmas ni mandamientos. El cine conjuga arte y vida, filma lo que le rodea, atrapa el tiempo y lo desarma y rearma a su antojo. No hay nada que se le parezca. Así de vital es, capaz de repensar lo que se insiste en denominar realidad de maneras variadas, tan imposibles y maleables como lo permiten la misma imaginación y proyección de toda niña, de todo niño.

El film de Fund destila climas de pueblo quieto, y complicidades infantiles sin adultos a la vista.

Cuando los niños y niñas están frente a la pantalla, hay algo que es mágico y mejor será no despertar con trucos de teléfonos celulares comprados por padres y madres insistentes. De esta manera, la película de Fund dejará de lado la tecnología así como lo hizo de manera paradigmática El día que paralizaron la Tierra, el clásico de Robert Wise. Ahora la electricidad viene del cielo, en forma de relámpago que apaga las estrellitas ilusorias con las que se maquilla toda ciudad. Es hora de volver a mirar el cielo.

En tanto yuxtaposición de recuerdos imborrables, la película ofrece todo un repertorio de imágenes que acompañan la narración o, mejor aún, son la razón de ser de lo que finalmente se articula como relato: la siesta del niño sobre el cuerpo de la madre, el helado que se derrite, el alcohol sobre la herida reciente, la nube de insectos, el miedo compartido, las chispas del fuego, la noche sin luz, las zapatillas húmedas, la camaradería secreta con los animales.

Lo que emerge, entre tanto más, es un mundo de pueblo quieto; en todo caso, un mundo construido por esos momentos cuando los adultos no estaban y sólo quedaba por decidir qué hacer con la tarde tan larga por delante. Situación que el film relaciona desde la vertiente sugerida por tantos otros títulos, con la niñez como temática y protagonista. Desde ya, Los invasores de Marte, el clásico de William Cameron Menzies –modelo a tomar por toda una estela fílmica con predilección durante los años ’80-, pero también la sensibilidad manifiesta de François Truffaut en La piel dura: en Vendrán lluvias suaves hay momentos muy cercanos, como lo manifiestan los cuentos de terror a la manera de la ronda de chistes en el film de Truffaut.

El vínculo con el cine de Truffaut se revela fundamental, porque la atención que las niñas y el niño reciben en Vendrán lluvias suaves consiste en situar la cámara a su altura, con la predisposición suficiente para dejar hacer lo que ellas y él decidan. Sí, es un grupo con mayoría femenina. De lo que se desprende que es la voz de la mujer la que no sólo organiza el relato –Alma es el nombre de la pequeña que quiere volver a casa, como Dorothy en El mago de Oz; es ella la que decide partir hacia la aventura, y lo hace desde la enumeración en capítulos e ilustraciones de cuento-, sino que también dice de manera suficiente sobre el mañana, con esas mujeres ya adultas y ojalá igual de soñadoras, protagonistas de un mundo distinto y mejor.

Además, el título “Vendrán lluvias suaves” recuerda tanto el poema de Sara Teasdale –que es citado- como el cuento de Ray Bradbury, y junto con el escritor aludido toda una concepción en donde la infancia tiene lugar de preferencia, como manera de pensar un mundo que se abre en su plenitud. El Green Town, Illinois, de Bradbury es aquí el Crespo, Entre Ríos, de Fund; un ámbito que el cine del director sabe visitar de manera reiterada.

Cuando la lluvia finalmente suceda, la película cumple con su promesa y augura algo seguramente mejor. Mucho mejor, de hecho, que el mundo pensado -¿deseado?- por quienes todavía duermen: víctimas zombies, tal vez presas de un encantamiento de bruja o de una decisión cósmica. Más vale, entonces, creer en las brujas, en los platos voladores. Y en el cine.