Desde Guadalajara, México
La lluvia corona la llegada de Mircea Cartarescu a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). La melancolía de su Bucarest natal que destila en su obra -especialmente en los cuentos de Nostalgia- se mezcla con la grisura húmeda del paisaje. El escritor rumano –que seguiría escribiendo aunque “no quedara nadie que supiera leer, incluso aunque fuera la última persona en el mundo”– volvió a recibir el Premio Formentor en la FIL, acompañado por Basilio Baltasar, presidente del Premio, y Enrique Redel, editor en Impedimenta. “Me siento invadido por la sorpresa y por una especie de horror sacro, porque yo no me he considerado ni me he llamado nunca escritor –reconoció el autor de Solenoide al comenzar a leer en rumano “El lápiz de carpintero”, el discurso con el que aceptó el Formentor–. Para mí, denominarte a ti mismo escritor es tan grotesco como llamarte profeta, iluminado, sabio, filósofo o teólogo”.

Antes de la lectura de Cartarescu, firme candidato al Premio Nobel de Literatura que confirmó que estará en Buenos Aires en septiembre de 2019 para participar del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), hablaron Baltasar y Redel. El presidente del Premio Formentor recordó que el jurado –integrado por Francisco Ferrer Lerín, Andrés Ibáñez, Alberto Manguel y Aline Schulman– decidió otorgarle este reconocimiento al escritor rumano por “su poderosa habilidad narrativa, su excepcional conocimiento de la literatura universal, por expandir los límites de la ficción, su cartografía de la memoria y los giros argumentales constantes que convergen al unísono a lo largo de su obra”. Baltasar precisó que la obra “inagotable” del autor de la trilogía Cegador –a quien definió como “un notario de las emociones humanas, un observador de lo innombrable”– es una narrativa “exuberante y barroca, tierna y cruel”. “Visto a sí mismo al final de sus días, se imagina en un delirio metafísico que será redimido en la escena del Juicio Final frente a los grandes narradores de la literatura que han escrito con sangre y dopamina el gran libro del sufrimiento humano”. Redel aseguró que “hay autores capaces de expandir el terreno de lo narrable” y mencionó el origen humilde del escritor rumano que, como no tenía libros en su casa, iba a leer a la biblioteca. “Su vida es la literatura. Leer es lo que le hace persona”, destacó el editor español y agregó que “Cartarescu escribe como respira; él no concibe la vida sin la literatura”.

Cartarescu, un hombre de la estirpe de Bartleby que prefiriría no presentarse en público y continuar en su cuarto escribiendo y expandiendo su universo narrativo, escuchaba lo que decían y a veces esbozaba una tímida sonrisa. En la primera fila de la sala de la FIL, como parte del público, estaba la escritora colombiana Laura Restrepo –lectora fascinada de los cuentos de Nostalgia– y Silvia Lemus, la viuda de Carlos Fuentes. “La escritura es una religión practicada con devoción, en soledad, en aras de la alegría personal y de la búsqueda de uno mismo, no una manera de adquirir un estatus social, notoriedad, dinero y fama”, afirmó el escritor rumano que confesó que nunca quiso ser escritor, que sólo quiso escribir de verdad con todas sus fuerzas. El adolescente que fue, en “un país oscuro, en una ciudad en ruinas”, se construyó un mito personal que conservó como un ícono durante toda su vida: “estaría siempre solo, sin familia ni amigos, viviría en una habitación amueblada con una mesa y una cama. A través de la ventana se colaría eternamente la luz amarilla del ocaso. Bajo esa luz de una tristeza desgarradora escribiría, día tras día, unas pocas páginas de un manuscrito infinito, alimentado por los fantasmas de mi mente”. 

En la sala de la FIL, muchos lectores jóvenes tenían en sus manos el “ladrillo” de Solenoide, de casi 800 páginas, o El ala izquierda, el volumen que abre la trilogía Cegador. Hay algo prodigioso en el fenómeno que está generando el escritor rumano. Él mismo lo explicó. “No he formado nunca parte del mundo literario, sea local o universal, he publicado siempre casi de casualidad, no he negociado nunca un contrato, no he tenido nunca un agente literario. No mantengo, como tantos escritores, dilatados intercambios epistolares, no tengo ninguna red de contactos. Ese es el motivo por el que cada muestra de aprecio por mi escritura ha sido siempre una gran sorpresa para mí. El hecho de que un jurado llegue a interesarse por mí, un hombre de una zona del mundo cenicienta y triste, a leerme y a preferirme por delante de unos autores mucho más prestigiosos da fe del milagro de la literatura”, admitió Cartarescu con ese rumano que suena tan extrañamente “familiar” por sus resonancias con el italiano; es como un italiano apenas deformado por la ínfima presión de las lenguas eslavas.

“Le debo todo a la literatura. Ella se ha ocupado de mi educación moral y religiosa, a través de sus filtros he contemplado, a lo largo de toda la vida, el espectáculo del mundo”, subrayó el escritor rumano, que se preguntó cómo el hijo de unos simples trabajadores de la periferia de Bucarest llegó a un lugar con el que no se habría atrevido a soñar jamás. La respuesta es una historia preciosa, una premonición que emociona. A los 5 años, en la pintoresca barriada donde vivía, los niños pasaban por la ceremonia el “corte del mechón”, ocasión en que se reunían todos los familiares para ver “cómo a un niño asustado, en brazos de su padrino, le cortaban con unas tijeras un ricito suave del cabello de la coronilla”. La ceremonia se completaba cuando delante del niño le colocaban una bandeja en la que se alineaban “varios objetos disparatos”: un vasito de vino, unas tenazas, dinero, una muñequita con pelo de lana, unas espigas de trigo. Tenía que elegir tres objetos que vaticinarían su vida futura. Pero en ese momento el lápiz que estaba en la oreja de su padrino cayó sobre la bandeja. El niño Mircea sujetó ese lápiz con todas sus fuerzas, no lo soltó, y no quiso elegir nada más. “Todo lo que he escrito a lo largo de mi vida lo he escrito con ese lápiz de carpintero que el destino colocó entre mis dedos desde el principio. El callo que tengo en el dedo corazón, provocado por los bolígrafos, es la única señal de trabajo duro que presenta mi cuerpo y estoy orgulloso de él como de una medalla de honor”, ponderó.

Durante su adolescencia no tenía dinero para libros. Pero ahorraba lo que su madre le daba para comer algo en el instituto y consiguió comprar algunas novelas, además de que frecuentaba la biblioteca del barrio, que en poco menos de un año la había leído entera. “No hacía otra cosa que leer. Leía ocho horas al día, comía libros, extendía sobre la rebanada de pan de mi cuerpo esquelético una capa de libros y me autodevoraba a diario –advirtió Cartarescu–. Todo el mundo que me rodeaba estaba escrito con líneas de libros, con palabras y letras amarillas, brillantes. Vivía ya en los libros mucho más que en la realidad”. De ahí saltó a escribir sus historias en sueños y en la realidad. “A veces pienso que la propia literatura es un sueño gigante y que, como dijo Válery, todas las obras de todos los tiempos son solo un inmenso poema, brotado de la mente de un solo poeta que sueña”, reflexionó el escritor rumano y aclaró que sus libros reales “parecen haberse escrito solos”. “Un individuo que escribe levita sobre su mente, le da rienda suelta, no la dirige con espuelas y fusta como hacen habitualmente los escritores. En este sentido, la escritura es una cuestión de fe, de fe en tu propia mente, que sabe mucho más tú”.

Hace cuarenta años que escribe literatura y es considerado un escritor. “El mundo ha cambiado, la belleza se ha vuelto subterránea y marginal –planteó el narrador rumano–. Una desesperación milenarista ha cubierto el mundo de hoy con un nubarrón melancólico: parece que se acerca el final, el de nuestra especie, el de nuestro mundo, el de nuestras ilusiones. No por una catástrofe exterior, sino por el abatimiento de nuestro espíritu, que sabe que ahora existen dos trillones de galaxias en el universo conocido y que cada una alberga billones de estrellas. Desapareceré en una millonésima de segundo, y será como si no hubiera existido jamás, junto con todos mis libros, mi talento y mi estupidez y mi impostura y todo. ¿Por qué sigo escribiendo en esta especie de apocalipsis ridículo, en semejante vacío supra-aglomerado?”. La mejor respuesta, para Cartarescu, es la de Samuel Beckett: “¡Porque sí!”. Pero no se quedó sólo con la opción beckettiana y amplificó el argumento. “Soy un hombre que escribe, escribir forma parte de mi definición. Seguiría escribiendo aunque no quedara nadie que supiera leer, incluso aunque fuera la última persona en el mundo. La escritura es un órgano vital de mi cuerpo”.

El hombre que respira literatura –“instrumento de la divinidad”, como lo llamó Redel– fue aplaudido de pie. Sus lectores mexicanos, que formaron una fila para que Cartarescu les dedicara sus libros, le agradecen que haya traído la belleza al mundo, no creándola, sino alumbrándola.