Hace unas semanas el presidente Mauricio Macri afirmó que “Vaca Muerta es una revolución energética positiva” y que su objetivo es “ser uno de los principales exportadores del mundo de gas y petróleo. No vamos a parar hasta exportar 30.000 millones de dólares en gas y petróleo”. Según la Secretaría de Energía, la producción de petróleo crecería hasta 2030 al 11 por ciento anual, mientras que la de gas natural al 10 por ciento, traccionados por la producción no convencional, que permitiría triplicar la producción de ambos combustibles y generar grandes saldos exportables.

Dependiendo del escenario de precios considerado por el gobierno, para 2030 el saldo comercial energético sería de entre 25.000 y 48.000 millones millones de dólares, valores cercanos a las exportaciones del país en 2017 (58.621 millones de dólares). Sin embargo, se inició su explotación sin debatir como sociedad una estrategia energética ni de desarrollo: ¿qué modelo energético se busca?, ¿qué esquema de regulación?, ¿cuál será el rol del Estado y de la empresa que controla (YPF)?, ¿quién se quedará con la renta generada?, ¿cuál será su destino?

Un modelo posible es el noruego, que en 1969 descubrió hidrocarburos e inició un proceso de explotación de largo plazo con una fuerte regulación estatal y con la participación de Statoil, la petrolera estatal creada en 1972, que le permitió capitalizar la actividad a través de la reinversión y el desarrollo de tecnologías para la explotación y crear un entramado de proveedores locales de bienes y servicios sectoriales que desarrollaron nuevas actividades de exportación con elevado valor agregado tecnológico. Pero la centralidad del modelo noruego no estuvo sólo en la industrialización de un recurso primario, sino en que si bien se ubica dentro de los 20 países con más reservas del mundo (entre 4 y 5 veces más que Argentina), apenas el 30 por ciento del consumo primario de energía proviene de esas fuentes (cuando en Argentina es el 85 por ciento). Pese a contar con dichas reservas, basa su consumo en fuentes hidroeléctricas y exporta el grueso de la producción, que le permitió crear en 1990 un Fondo de Pensión que llegó a 980.000 millones de dólares.

El eje del modelo no fue la explotación pura de los recursos naturales, sino la creación de actividades derivadas de ellas como resultado de la regulación e intervención estatal a través de la Statoil. Sin embargo, desde 2016, en la Argentina se advierte el sentido inverso: YPF, que realizó los mayores costos hundidos iniciales en Vaca Muerta, redujo a la mitad las inversiones en el sector, cediendo espacio y conocimiento a sus competidoras, en lugar de constituirse como el motor del desarrollo de un conglomerado de firmas locales de servicios de la actividad, tanto aguas arriba como aguas abajo.

Si la Argentina asume un esquema exportador, el diseño tiene que contemplar su futuro agotamiento. Esto implica pensar en invertir recursos provenientes de esta actividad tanto en educación y ciencia y tecnología, como en gastos de capital que permitan establecer una infraestructura energética que reduzca al mínimo técnico su dependencia y, a la vez, subsidiar las inversiones en sectores estratégicos que generen exportaciones con base tecnológica para solucionar de forma permanente la restricción externa y no de manera transitoria con recursos naturales. Incluso, estudios señalan que la desigualdad social se reduce con la producción de bienes con alto valor agregado y no con la explotación de recursos naturales. Se trata de un esquema complejo en el que se deben articular los distintos actores sociales con un claro programa de política industrial.

Según datos oficiales, en un escenario de precios conservador, la Argentina exportaría 400.000 millones de dólares entre 2019 y 2033. Con un derecho de exportación del 15 por ciento para ambos combustibles, el Estado recaudaría  60.000 millones de dólares que invertidos al 5 por ciento anual (idealmente en el ámbito productivo para potenciar la actividad) llegarían a 78.000 millones de dólares y darían una renta de 4000 millones de dólares anuales para financiar las políticas mencionadas.

De no seguir un modelo de estas características, y avanzar en uno similar al de los noventa –como pretende el gobierno–, en el que las empresas decidían las inversiones (girando el grueso de la renta al exterior) y cuya estrategia se asienta en la explotación simple de los recursos naturales, se acentuaría la estructura primarizada de bajo contenido tecnológico y consolidaría un país con sectores con elevada renta concentrada y una distribución regresiva del ingreso. En este rumbo, más que una “revolución positiva”, con Vaca Muerta, Argentina está condenada al fracaso.

* Investigador AEyT Flacso/Conicet.