La reunión del G-20 en Buenos Aires cambió fugazmente la agenda mediática en nuestro país, alteró la vida de los porteños y permitió una importante presencia escénica de Macri como anfitrión; no mucho más. Argentina no tiene hoy ningún otro rol en el concierto mundial. Su única política internacional consiste en el seguimiento incondicional de las posiciones de Estados Unidos y es impensable que esa línea cambie en tiempos en que Macri necesita de Trump para sostener su relación con el FMI. La reunión cumbre muestra una interesante paradoja: Argentina sostiene incondicionalmente la apertura indiscriminada del comercio internacional mientras la potencia a la que sigue se orienta hacia el proteccionismo y el rechazo de los acuerdos de libre comercio. La voz argentina ha perdido fuerza con respecto a la que tenía cuando junto a Brasil y a otros países con gobiernos populares hacía oír la palabra de la región en los foros mundiales. La reunión del G-20 no tiene para el gobierno argentino más importancia que la que le da el glamour de visitas importantes y un fugaz protagonismo protocolar del presidente.

El contexto de la reunión es una grave crisis económica en el país que tiende a agravarse. En estos días los diarios más importantes del mundo afirmaron que el país anfitrión está amenazado por el riesgo de un colapso económico y social. Por fin el mundo mira a la Argentina. Pero se trata de una mirada preocupada por los efectos que un derrumbe económico podría acarrear para otros países en situación de vulnerabilidad financiera. Los escribas del establishment local han instalado otro tema. Se trata del “riesgo Cristina”, es decir el temor que producen en los “inversores internacionales” las últimas encuestascuya gran mayoría muestra el avance de la ex presidenta y el retroceso de Cambiemos, en la perspectiva de la elección de octubre próximo. 

En ese clima vuelve a aparecer una zoncera casi unánimemente aceptada y propalada por la maquinaria mediática dominante: la causa del temido avance de Cristina estaría en la “estrategia polarizadora” del gobierno y sus publicistas. Parecería, según esta extravagante interpretación que es el macrismo quien quiere ver a la ex presidenta disputando el triunfo con el oficialismo en 2019. Por lo tanto estaría en manos del aparato de propaganda que orienta Durán Barba la decisión de terminar con esa polarización que amenaza derivar en el resultado electoral más temido por los “mercados”, las “democracias del mundo” y otros entes fantasmales del mismo tenor. De lo que en realidad se está hablando es de un fracaso contundente: el del intento, que comenzó en diciembre de 2015, de barrer para siempre de la realidad y de la memoria la experiencia de los gobiernos de los doce años anteriores. La polarización es el nombre que los publicistas asignan a un fenómeno que bien podría ser pensado como un antagonismo radical respecto del tipo de sociedad en la que queremos vivir los argentinos. Lejos de desaparecer, el antagonismo se profundiza en el contexto de una crisis aguda, de crecientes privaciones para amplios sectores sociales. 

En el mundo empresario, el consenso favorable a las políticas del gobierno se ha ido rompiendo. Resultó que una cosa era la fórmula mágica de la apertura económica irrestricta como garantía de éxito y otra es el resultado real de esa quimera ideológica, es decir la extrema vulnerabilidad de un país sometido a la lógica de la timba financiera y carente de un proyecto productivo a desarrollar. El derrumbe del consumo no es compatible con ningún desarrollo empresario: el capitalismo de casino hace su agosto en el país y más tarde o más temprano los intereses de la plata que trajo la usura internacional a nuestras playas superarán nuestras posibilidades de pago. Es un secreto a voces que en el mundo empresario el rechazo y el temor por el populismo va dejando paso a una observación más realista de la situación. El gobierno de los grandes ceos ha fracasado junto con su utopía neoliberal. No hay un solo número de la macro ni de la microeconomía que haya mejorado en estos tres años. La pregunta por el futuro se hace dramática. 

Entramos en un tramo políticamente intenso. Los ruidos en el interior de la segunda alianza se han ido intensificando: crece en el radicalismo el número y la jerarquía de quienes se preguntan sobre el rumbo asumido y la imprevisible Carrió se fortalece con la pérdida de todo rumbo por parte del gobierno. La peregrina idea que recorre las oficinas del Pro de reemplazarlo a Macri en la candidatura presidencial muestra el nivel de desconcierto político. Falta casi un año para la elección. Y es un año cuyos andariveles ya han sido trazados en el acuerdo con el FMI. Serán meses de recesión, dolor social generalizado y ausencia de toda perspectiva de recuperación. La gran pregunta en estos días es la que se formula para quienes forman parte de la oposición. Todo indica que los obstáculos de una amplia unidad programática alternativa se han ido despejando. En el mundo sindical, social y político la conciencia de la gravedad de la situación ha ido abriendo paso a una determinación compartida: debe ser una unidad sin proscripciones, basada en un programa de emergencia y cuyas candidaturas centrales surjan del consenso multipartidario y multisectorial o de la competencia en elecciones primarias. Con mucha frecuencia suele pensarse que la amplitud de la unidad conspira contra la radicalidad del programa. Pero por lo menos en este caso no es así. El nuevo gobierno que surja de la elección de octubre tendrá que enfrentar una emergencia. Tendrá que atender simultáneamente el frente de la reparación de los daños sociales que ha producido el actual gobierno y el de la viabilidad económica de su plan de gobierno. Es decir, qué hacer con la deuda, con el déficit comercial, con la inflación. La acción de emergencia necesita amplios respaldos sociales, multisectoriales. Lo plural, lo diverso del frente que se construya y la firmeza y determinación de su liderazgo serán aspectos claves para el cumplimiento de su tarea. Parece una construcción muy difícil por los prejuicios y las desconfianzas que se han ido acumulando. Pero cada vez se muestra más como posible y necesaria. No para asegurar el éxito de un sello partidario sino para empezar a salir de este péndulo político que periódicamente nos pone a los argentinos y argentinas frente a nuestra crisis terminal como comunidad política unida.