"Tal vez apagan/ la luna en las plumas/ de una garza". El poema, de fulgurante concisión, es obra del santafesino Héctor Rolando Rodríguez (1940-2011), más conocido como Kiwi. Que el sello local Iván Rosado presente sus poemas en forma de libro como "una edición celebratoria para festejo de la poesía del litoral argentino" en su contratapa, no es ninguna exageración. Hasta la publicación de Salir a cazar poemas, el año pasado, su obra literaria había circulado casi exclusivamente por correo postal a través de las plaquetas El soplo y el viento, que "ediciones delanada", sinónimo casi exacto del poeta y editor Roberto Aguirre Molina, tipeaba, diseñaba, imprimía y enviaba. Y no sólo eso sino que para buscar los poemas tenía que cruzar una laguna desde Santa Fe capital hasta la isla de Alto Verde, yendo luego por "un largo camino de arena" hasta llegar a la mínima casa rodeada de vegetación donde, en plena soberanía alimentaria, vivía el poeta.

Las "artesanías" que Kiwi hacía en barro, cocido mediante la antigua técnica aborigen de fuego subterráneo, y que luego vendía, no eran tales sino genuinas obras de arte moderno. Sus esculturas zoomorfas de estilo inconfundible integran importantes colecciones de arte y se expusieron en el Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez. A la vez que como artista y escritor, Kiwi trascendió como musa de la poeta Beatriz Vallejos, autora del poemario Ánfora de Kiwi (1985, reeditado en 2012 por la Editorial Municipal de Rosario como parte de Collar de arena. Poesía reunida). El "alfarero", con esa humilde técnica, creaba en su aislamiento una obra original.

La leyenda local del Robinson Crusoe de Alto Verde amenazaba con diluir el alcance de su obra hasta volverlos, a autor y creaciones, tan imperceptibles como las ánimas en pena que pueblan su terrorífico poema narrativo Angüeras. Para que el mito no se lleve todo en su agua de creciente es que existe esta recopilación. Ilustrado con retratos que le hizo el fotógrafo Juan Neme, Salir a cazar poemas incluye sus tres poemarios editados por Aguirre Molina, autor de un prólogo que se lee como una crónica. Los dos primeros salieron como plegables y el último, como libro: Poemas (1986), Angüeras (1989) y El espejo natal (1991). Cuenta el diario El Litoral que antes de eso hubo una serie de fotocopias de autor y después de eso salió una selección que recopiló la Comisión Provincial de Actividades Artesanales, en 2002. El nuevo libro suma una sección antológica de inéditos, con textos tan actuales como este: "El cigarrillo colgándome de los labios/ las manos en el volante/ o buscando el fósforo en algún bolsillo/ la curva/ claro/ el viento/ la lluvia/ pegoteándome los pelos en la cara/ el agua chorreándome/ por la piel/ las alpargatas en las manos /claro".

La imagen es el fuerte de este solitario contemplador que sabía los nombres de todas las plantas (como el tártago, arbusto de tallo rojizo y hojas finas) y que también oía, al igual que los pescadores, las "angüeras". Así le llama un pescador en sus relatos de mateada al silbido de las ánimas, "reclamando su vela/ las almas aquellas": "Vocerío de mucha gente/ se acercaba desde el pantano/ en esa isla"; "o un coro de voces como niebla aflorando/ se extendía contraía ondulaba". Kiwi aprovecha el lenguaje coloquial del narrador oral que le transmite la historia de esos prodigios; así como imprimía formas rotundas al barro, del mismo modo afinó el oído al material de la lengua hablada para extraer una síntesis bella, que no excluye el breve apunte en un registro más formal y rico en recursos sonoros: "Rectos, límpidos silbidos/ interrumpen los diálogos/ angüeras".

Al mundo representado natural, captado en la precisión escueta de sus detalles, le superpone el poeta otra dimensión, sobrenatural, habitada por el crepitar de un fuego fantasmal o por visiones de animales espectrales. Favorecida por la estructura compleja de la enunciación (relato dentro del relato), la ambigüedad del narrador sostiene el misterio hasta que (como buen maestro del terror) da en el momento justo, para su máximo efecto, el giro a lo fantástico. Otro recurso para soportar la pavura de la soledad es reírse de sí mismo.

En El espejo natal (1991), Kiwi hace hablar otra extrañeza más íntima: la de los afectos que le devuelven la de la propia existencia, condensada en un apodo con sonido de pájaro que evocaba la imagen de un ave. "Él grita su nombre/ siempre irrepetible.// Se llama con su boca/ de lenguas innúmeras.// Él es su idioma". Los signos del lenguaje se pierden en el camino, deshechos por la naturaleza: "Había escrito un poema para mi amigo./ Me lo arrebató un golpe de viento./ A lo lejos diviso el papel/ entre remolinos de arena y flores de ceibo./ Los perros lo persiguen/ creyéndolo un pájaro herido".

Ya no importa por qué, al final de la treintena, se aisló literalmente, saludándose con los pescadores que lo admiraban y escribiendo en papel de cigarrillos. El prólogo se cierra citando este testimonio del poeta: "...de pronto se produce esa otra cosa, y es como si se saliera a cazar poemas, a seguirlos con una red y atraparlos".